Juzgad con justo juicio
Peter Amsterdam
Existe cierta confusión a veces en nuestra vida como cristianos entre cuándo obedecer el mandamiento de Jesús de «no juzgar»[1], y cuándo «juzgar con justo juicio»[2]. Se nos manda no juzgar y condenar a los demás, y a la vez juzgar con justicia, lo que requiere discernir, sopesar y diferenciar entre el bien y el mal, y «apartarnos del mal y hacer el bien»[3].
Uno de los escollos con que nos topamos como cristianos —que forma parte del proceso de crecimiento y maduración en la fe cristiana— es la tendencia a colocar rótulos o emitir veredictos sobre personas o situaciones, o a categorizarlas en blanco y negro para poder distinguir más fácilmente entre lo que está bien y lo que está mal. Como cristianos también se espera de nosotros que tengamos convicción y estemos dispuestos a «presentar defensa ante todo el que nos demande razón de nuestra esperanza y nuestra fe», y también que lo hagamos «con mansedumbre y respeto»[4]. Parte del discipulado cristiano requiere identificar y categorizar situaciones, actitudes o acciones como acertadas o erróneas, aceptables o inaceptables, para juzgar con juicio justo o correcto; y sin embargo en nuestras interacciones con otros y al compartir nuestra fe y convicciones, estamos llamados a hacerlo con mansedumbre y respeto.
El cristianismo provee un código moral claro y la Biblia nos enseña qué se espera de nosotros como creyentes. En los Evangelios Jesús mostró la diferencia entre el bien y el mal, entre la voluntad de Dios y la voluntad propia, y los apóstoles ampliaron eso y crearon reglas y políticas para gobernar la iglesia, proporcionando principios perennes sobre compartir el amor de Dios y seguir el ejemplo de Jesús para vivir una vida piadosa.
Aunque Jesús se manifestó en contra de albergar actitudes moralistas y tratar farisaicamente a los demás, queda claro que como individuos de todos modos es preciso que «juzguemos con justo juicio»[5] en el sentido de evaluar y discernir si determinada decisión es acertada o no. Esas decisiones no siempre se presentan con claridad ni son fáciles de identificar. Es natural sopesar las actitudes, acciones o conducta que vemos a nuestro alrededor y tratar de clasificarlas como buenas o malas, acertadas o erróneas.
No juzgar no quiere decir que no podamos ni debamos evaluar si algo está bien o mal o medirlo según el patrón de la Palabra de Dios y formarnos nuestras convicciones con arreglo a ello. Por ejemplo, si alguien hace algo que es moralmente reprensible, claramente llegaríamos a la conclusión de que sus acciones son inaceptables desde el punto de vista moral y puede que nos sintamos movidos a manifestarlo, sobre todo si esas acciones afectan o hacen daño a terceros.
Sin embargo, hay ocasiones en que el bien y el mal no están tan claramente delineados; lo acertado o errado de cierta decisión no se hace tan patente, o algo que parece bueno o malo en determinado momento acaba por ser lo opuesto. A veces nos equivocamos al juzgar y aprendemos de nuestros errores. O algo que normalmente está mal —digamos la violencia— podría ser aceptable en una situación inusual en que sea necesario hacer uso de ella para defenderse uno mismo o defender a un tercero que está en peligro.
Como es natural, muchas cosas sí son claras y siempre serán blancas o negras; el bien y el mal se hacen patentes enseguida. Por ejemplo, sabemos que está mal herir a alguien, engañar a la gente, robar o aprovecharse de los demás, etc. Contamos con pautas de conducta claras en cuanto a lo que Dios espera de nosotros, y además nos ha dotado de conciencia, que nos dice cuándo hacemos algo que de algún modo no está bien.
Pero no siempre es posible rotular decisiones ajenas o situaciones o acontecimientos en términos de bien o mal. Jesús dijo que podríamos juzgar o discernir según los frutos que algo diera[6], lo que puede querer decir que durante algún tiempo no sabremos si algo da buen fruto o mal fruto, hasta que se haya producido su desenlace y podamos discernir mejor las consecuencias finales de ciertas decisiones o situaciones. Por eso es necesario en muchos casos obtener la guía específica del Señor para entender mejor cómo aplicar los principios de Su Palabra a determinadas situaciones.
Si bien es normal —y a veces necesario— evaluar y analizar las decisiones y acciones de alguien y sopesarlas en nuestra balanza moral, eso no significa que entonces debamos tratar a esa persona de forma poco amorosa o farisaica, o apresurarnos en condenar a los demás a causa de las opciones que han escogido. Únicamente Dios está en posición de juzgar con justicia y sabiduría. No conocemos las cargas y pesos que lleva la gente, o todas las razones por las que toman ciertas decisiones. Sin duda que podemos orar por ellos y ofrecerles apoyo, consejos o sugerencias cuando sea apropiado. Pero no es muy probable que alguien se muestre receptivo a consejos y sugerencias que vengan envueltos en un espíritu moralista.
Como cristianos, no tenemos que sentirnos obligados a juzgar cada actitud o acción de los demás. Debemos preocuparnos más por amar a la gente y ayudarla a llegar al Cielo que por juzgarla en la tierra. Dios es el juez; Él conoce el corazón de cada uno y lo entiende todo de forma que nosotros jamás podríamos. No necesita que lo ayudemos a juzgar a la gente; esa no es la misión que Jesús nos encomendó.
Por eso, aunque es natural procesar internamente las acciones de alguien, al final de cuentas lo que importa es cómo tratamos a esa persona y cómo reaccionamos ante ella. Obviamente tenemos que enseñar a nuestros hijos y a nuevos creyentes a tomar decisiones morales y a discernir entre lo que constituye un comportamiento recto y moral y otro erróneo e indigno. Es preciso que estemos cimentados en las Escrituras para que comprendamos la moralidad desde una óptica bíblica y cristiana y podamos tomar decisiones basadas en la Palabra de Dios. Pero al hacerlo, tampoco podemos perder de vista el amor sin límites que tiene Jesús por todo el mundo.
Somos todos pecadores y hombres y mujeres de similares pasiones, que necesitan con apremio el amor, la misericordia y el perdón de Jesús. Se nos llamó a compartir con los demás Su amor y Su poder para perdonar el pecado y eliminar aquellos puntos de apoyo importantes que tenga en nuestra vida. El amor de Jesús es incondicional y cubre multitud de pecados[7]. No hay pecado que Jesús no sea capaz de redimir y lavar con Su sangre[8].
Publicado por primera vez en septiembre de 2010. Texto adaptado y publicado de nuevo en febrero del 2017.
[1] Mateo 7:1.
[2] Juan 7:24.
[3] 1 Pedro 3:11.
[4] 1 Pedro 3:15 (RVC).
[5] Juan 7:24.
[6] Mateo 7:20 (NVI).
[7] Santiago 5:19–20; 1 Pedro 4:8.
[8] 1 Juan 1:7.
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