Hacer nuestro mejor esfuerzo
John Lincoln Brandt
«Ella ha hecho lo que podía»[1].
Jesús dijo esas palabras en defensa de María, quien lo había ungido con aceite de nardo. Él había pasado el día en Jerusalén, en medio de la tensión de un debate político, pero de noche no confiaba su seguridad a la gran metrópoli. Se retiró de la ciudad y fue a Betania, donde podía pasar una velada con una conversación pacífica.
El incidente al que se refiere el texto ocurrió en la casa de Simón, probablemente fue el que Jesús había sanado de lepra. Asimismo, estaba presente Lázaro, a quien Jesús había resucitado; Marta, ama de casa atareada y afanosa; y María, que le encantaba sentarse a los pies de Jesús y escuchar Sus palabras; y aquellos, a quienes Jesús llamaba apóstoles.
Jesús estaba reclinado, sentado a la mesa. María llegó calladamente, abrió el vaso, derramó el aceite sobre la cabeza de Jesús, y el perfume llenó la casa en la que se había reunido un pequeño grupo. Judas la criticó: «¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume? Porque este perfume podía haberse vendido por más de 300 denarios, y el dinero dado a los pobres». Pero Jesús dijo: «Déjenla; ¿por qué la molestan? Buena obra ha hecho para Mí. Porque a los pobres siempre los tendrán con ustedes; y cuando quieran les podrán hacer bien; pero a Mí no siempre me tendrán. Ella ha hecho lo que ha podido; se ha anticipado a ungir Mi cuerpo para la sepultura»[2]. […]
Ese hecho fue muy oportuno: María ungió por anticipado el cuerpo de Jesús. No esperó hasta después de Su muerte. Se acostumbra colocar flores sobre el ataúd de los muertos. ¡Cuánto mejor es expresar amor y manifestarlo con palabras y hechos de bondad antes de que la fría mano de la muerte retire los objetos de nuestro afecto a donde es imposible que aprecien la gratitud y el amor!
Fue un acto de generosidad: el aceite era de gran valor. […] Fue un acto público. María no tuvo vergüenza de confesar a Cristo públicamente. No fue un acto que se hizo en una esquina, sino delante de los amigos de ella y los apóstoles de Jesús. A María no le importó quién la veía. Ella amaba al Señor y abiertamente lo expresaba. ¡Bienaventurado el cristiano que no tiene vergüenza de confesar a Jesús ante los hombres! Jesús lo confesará delante de Su Padre en el Cielo.
Fue un acto de amor: Debe haber tenido muchos sentimientos mezclados que hicieron que ofreciera esa bella ofrenda. Gratitud por resucitar a Lázaro; adoración del carácter de Jesús; reconocerlo a Él como el Camino, la Verdad y la Vida; adoración de Jesús como el Señor de la Vida y la Muerte. Sin embargo, el motivo principal debe haber sido una expresión de su amor y el deseo de honrar a Alguien que iba a morir. […]
Todo cristiano que ame así a Jesús y tenga pasión por servirlo no puede hallar un regalo que exprese completamente su adoración y gran amor. Judas, funcionario criticón, vio todo desde una perspectiva económica. Actualmente, muchas personas son como él: siempre listas para criticar y decir: «¿Por qué ese desperdicio; un gasto inútil; nada bueno resultará de ello». […] No dar lo mejor en el servicio de nuestro Maestro es un desperdicio. Quien sirve debe hacerlo al máximo de su capacidad; quien da debería hacerlo con la mayor generosidad.
Cuando llega la llamada del deber, debería haber una respuesta lista y fervorosa, independientemente de lo que otros digan. Los grandes héroes del mundo han recibido duras críticas. Participa de todo corazón en la tarea de salvar almas; rompe el vaso de alabastro en honor de Jesús, y si la gente te critica, recuerda el ejemplo que dio María; recuerda el elogio de Jesús; recuerda que el Señor dijo: «Bienaventurados seréis cuando… digan toda clase de mal contra vosotros» (Mateo 5:11).
Algunos discípulos piden ser exonerados del servicio activo en la viña del Maestro porque pueden hacer muy poco. Su pretexto es: «Mi rango me limita. Mi debilidad de inhabilita. Mi oscuridad me da vergüenza. Mi timidez me pone nervioso, y mis talentos son muy limitados. Si pudiera convertir a los escribas y fariseos; si pudiera hacer que una ciudad se vuelva al Señor; si pudiera fundar una iglesia, dotar de fondos a una universidad, sustentar a un huérfano, entonces valdría la pena y yo participaría en el servicio con entusiasmo y celo encomiable».
Sin embargo, en las Escrituras aprendemos que no hay una situación en la vida, aunque sea modesta, ningún estado, aunque sea humilde, en el que no se pueda hacer algo por el Señor.
María no fue juzgada por una obra ostentosa, por organizaciones benéficas públicas o fama literaria, ni por algún acto que podría haberse considerado importante; sino debido a que había hecho lo que podía. […] Lo que vale un céntimo, si es el límite del sacrificio, es tan bueno como diez mil libras. Jesús lo reconoció así en lo que dijo de la ofrenda de la viuda, las dos moneditas de muy poco valor; dijo que era más de lo que otros dieron, pues dieron de su abundancia, y ella dio todo lo que tenía; y otra mujer, más pobre y más frágil, solo dio lágrimas y caricias a los pies de Jesús.
Jesús reconoció la disposición y capacidad del dador. No hizo distinción en cuanto a pesos y medidas, tablas de valores, logros públicos y normas de honor como son reconocidas por los hombres. Cristo es el juez. Su declaración es: «No todo el que me dice: “¡Señor, Señor!” […] sino el que hace la voluntad de Mi Padre que está en los cielos» (Mateo 7:21).
María no podía escribir como el apóstol Juan, el amado. No podía derribar fortalezas de Satanás, como el apóstol Pedro; no podía fundar iglesias, como Pablo; pero en su humilde situación, María hizo lo mejor que pudo. Y en todo el mundo eso es lo que pueden hacer los inválidos que no pueden salir, los que son muy pobres, los humildes.
María hizo lo mejor que pudo. Todos pueden hacerlo. Dios está presente en las pequeñas oportunidades y actividades, y también donde el poder es grande, son muchos los talentos y las oportunidades ilimitadas.
María no dio importancia a cómo afectaría a su posición social lo que hizo, sino que siguió el ejemplo de Cristo, cuya gloria brillaba a través de toda barrera social y que convirtió a Jesús en un nuevo hombre, tanto que no reconocía ni ricos ni pobres, ni importantes ni humildes. No hace acepción de personas.
«Todo aquel que hace la voluntad de Mi Padre… ese es Mi hermano» (Mateo 12:50). «El pecador es mi amigo; el publicano es mi paciente; el que estaba perdido y fue encontrado está en mi redil; y el que estuvo muerto es mi hijo». Deberíamos imitar el ejemplo de María, como ella imitó el ejemplo de Jesús. Debemos manifestar más interés en los menos favorecidos en el reino del Cielo.
Debemos buscar el honor y felicidad de todos. Debemos planificar e idear métodos para que los que están desanimados reconozcan que entre ellos obra Cristo. Debemos hacer que desaparezcan todas las clasificaciones artificiales y hechas por el hombre. Debemos hacer que el Señor sea el centro de un círculo celestial, cuya circunferencia rodea a todos los que hacen Su voluntad. […]
Todos los que han estado sentados a los pies de Jesús y que bebieron de Su espíritu, ¿han roto la vasija de alabastro que contiene lo mejor de su vida y lo han vertido sobre la cabeza de Jesús, para la salvación de las almas y la gloria de su Dios? ¿Han gastado sus recursos y saqueado sus cofres, como lo hizo María, de modo que ofrezcan al Maestro lo más importante y mejor?
Si no has podido hacer grandes cosas, ¿has hecho pequeñas acciones bondadosas y pequeños actos de devoción para tu Maestro? Dios promete ayudarnos a hacer más tan pronto como estemos dispuestos a hacer algo.
John Lincoln Brandt (1860–1946) fue el padre de Virginia Brandt Berg. Texto tomado de Soul Saving Revival Sermons.
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