Gracia más fe, y nada más
David Brandt Berg
A lo largo de la historia Dios ha hecho surgir santos de talla que nos sirvan de ejemplo a los creyentes y sean nuestro ideal. Sin embargo, en muchos casos, los santos y los grandes héroes de la Biblia han sido tan ensalzados que parecían personas tan superiores que uno casi se dice: «¿Para qué intentarlo siquiera? Yo jamás podré ser así, nunca lo lograré». Y a uno casi se le quitaban las ganas de intentarlo de tan distantes y superiores que estaban esos personajes. Incluso los personajes de la Biblia pueden parecer seres tan sublimes y superiores que es imposible relacionarlos con nuestra existencia actual.
Sin embargo, el Señor en Su Palabra ha tratado de hacernos ver lo humanos que eran y cuánto se parecían a nosotros. No eran tan perfectos y no eran tan diferentes a nosotros en muchos aspectos. Por eso, personas de todas las épocas se han animado mucho con el ejemplo del rey David, porque siendo un hombre pecador y tan malo como era, el Señor de todos modos lo perdonó después de que se arrepintió en gran medida, y lo llamó varón conforme a Su corazón. Escribió todos esos salmos tan hermosos y resultó ser un gran hombre, rey y profeta que amaba al Señor a pesar de todas sus equivocaciones y pecados.
Ni siquiera el apóstol Pablo era perfecto, a pesar de ser el gran santo de los tiempos del Nuevo Testamento, a quien la iglesia veneraba mucho.
Exaltar tanto a los santos puede tener un efecto negativo, cuando tenemos un gran complejo de inferioridad y desesperanza al pensar que nunca seríamos capaces de llegar a semejantes extremos de santidad, gloria y sufrimiento, ni de pasar por una persecución de esa naturaleza, y tenemos ganas de darnos por vencidos y decir: «¿Para qué? Nunca lo conseguiré».
Sin embargo, es importante que recordemos que las personas destacadas desde la óptica de Dios, como por ejemplo Moisés, han cometido equivocaciones y pecados, y que casi todo hombre de Dios que se menciona en la Biblia era un héroe con pies de barro, tan humano como nosotros. Por eso he intentado señalar sus errores, fracasos, faltas y pecados. Es un ideal falso el que un cristiano deba ser perfecto, con absoluta santidad y perfección. La Biblia no oculta los pecados y errores de sus héroes. La Biblia hace ver sus pecados, errores y equivocaciones y menciona que Dios tuvo que castigarlos, corregirlos y meterlos en vereda una y otra vez.
Por eso el rey David es un ejemplo tan magnífico, porque fue un verdadero desastre y cometió muchos errores y pecados terribles, y sin embargo, el Señor lo perdonó y se sirvió de él. Debo reconocer que era mi ideal porque siempre pensé que si él lo logró, yo también podía lograrlo. Nunca esperé alcanzar tales extremos de gloria, belleza, composición de salmos, profecía y todo lo demás, pero pensaba que si un gran hombre como él fue un pecador tan grande, que habría esperanza para un humilde pecador como yo.
Harry Ironside (1876-1951) fue un famoso predicador que se había criado en una iglesia partidaria de la doctrina de la santidad y tenía pecados secretos que sabía que eran pecados. Sin embargo, fingía haber alcanzado una perfección inmaculada y que ya no pecaba, porque había experimentado la segunda obra de la gracia de la erradicación y que Dios había suprimido su anterior personalidad y sus pecados, que ya era total y completamente perfecto, sin pecado, y que no podía pecar.
Harry era sincero consigo mismo; sabía que no era así, al menos en su caso. Se puso a leer la Biblia y acabó por darse cuenta de que en realidad todo era por gracia, que no depende en lo más mínimo de nuestra perfección inmaculada ni de ninguna clase de perfección que tengamos. Errar es humano. Todos nos equivocamos, todos pecamos y todo lo bueno que hagamos se debe a la gracia de Dios. Lo único que nos salva es Su amor, misericordia, gracia y sacrificio en el Calvario. Y nada más.
Por fin, Harry reconoció que no era perfecto y sin pecado. Se dio cuenta de que se había salvado debido a su fe en la sangre de Cristo y la salvación que Él da. Se lo tomó muy en serio. Leyó la Biblia y llegó a la misma conclusión, hizo el mismo descubrimiento que el bueno de Martín Lutero, que «por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe»[1].
Inmediatamente comenzó a decírselo a todo el mundo, a testificar. Enseñó que lo único que hay que hacer para salvarse es creer y recibir. Basta con creer. La gracia de Dios, la fe de uno y nada más. Eso es todo lo que se necesita para salvarse. Gracia más fe, y nada más. Las obras, por supuesto, surgen como obras y tareas de amor por el Señor, pero no son indispensables para la salvación. Son una manifestación de la salvación y el amor al Señor y al prójimo.
Harry fue por ahí gritando, alabando a Dios, testificando y predicando el Evangelio que acababa de descubrir, ¡tal como hizo Martín Lutero cuando llegó a la conclusión de que nos salvamos por gracia por medio de la fe! Martín Lutero se levantó; dejó de estar postrado sobre sus rodillas subiendo escalones y se puso a gritar: «¡Para salvarme no tengo que hacer esto! No tengo que hacer penitencia. ¡No es necesario que suba estos escalones de rodillas hasta llegar a donde se encuentra el papa ni ninguna otra persona! Me salvo por la gracia de Dios. Él ya me la ha dado; no tengo más que aceptarla y darle gracias por ella».
Predicó eso en todas partes. Y la gente se salvaba por gracia. Lo expulsaron de la Iglesia Católica porque esa era una doctrina inadmisible: que para salvarse no había que ser bueno, que no se tenían que hacer obras, que no había que ser un santo; que se podía ser simplemente un pecador salvado por la gracia y la fe. Gracia más fe, y nada más.
Artículo publicado por primera vez en noviembre de 1981. Texto adaptado y publicado de nuevo en octubre de 2016.
[1] Efesios 2:8-9.
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