El valor de lo inamovible
Hannah Withall Smith
«Las cosas movibles, es decir, las cosas hechas, serán removidas para que permanezcan las inconmovibles»[1].
A mi entender, si nuestras almas descansan en paz y tranquilidad, solo puede tratarse de un fundamento inamovible. Creo que la mayoría lo entiende así.
Nuestra fe, en ocasiones, se alza tan firme y estable como las imperecederas montañas. Pero la confusión y agitación puede conmoverla e incluso destruir nuestro fundamento. En esos momentos nos sentimos al borde de la desesperación y nos preguntamos si tenemos lo necesario para seguir a Cristo. La agitación puede provenir tanto de circunstancias externas como de vivencias personales. En el caso de quienes atesoran la fidelidad de su servicio, el Señor suele verse obligado a retirar su capacidad y oportunidades de trabajo, con el fin de eliminar el falso concepto de tranquilidad, y forzarlos a descansar únicamente en Él.
Nuestra dependencia también puede ser hacia buenos sentimientos o emociones bondadosas, y el alma debe sufrir su carencia para aprender a sujetarse solamente de Dios.
En otros casos, la adversidad proviene de circunstancias externas. A veces nos sentimos tan bien resguardados que ningún atisbo de ruina puede atribularnos. Gozamos de una excelente reputación, una próspera labor y esfuerzos que han logrado éxitos inimaginables. Nuestra alma está en paz. La necesidad de Dios tiende a convertirse en un sentimiento tenue e incierto. El Señor entonces se ve obligado a poner fin a nuestros esfuerzos. Nuestra prosperidad se derrumba como la alegórica casa edificada sobre la arena. Nos sentimos tentados a preguntarnos si el Señor está enojado con nosotros. Pero a decir verdad, Sus acciones no derivan de la ira, sino del más tierno amor. Su compasión lo motiva a separarnos de nuestra supuesta prosperidad, la cual se interpone entre nosotros y el reino espiritual que anhelamos.
El apóstol Pablo declaró su disposición a perderlo todo para ganar a Cristo. Cuando aprendemos a decir lo mismo, la paz y la alegría que promete el Evangelio se convierten en nuestra posesión más cercana.
Los místicos de la antigüedad enseñaban lo que se conoce como desprendimiento: apartar el alma de todo lo que podría interponerse entre ella y Dios. Esa necesidad de desprendimiento es la fuente de muchas de nuestras tribulaciones. Resulta imposible seguir a Dios mientras nos aferramos a deseos temporales, de la misma manera que un barco no puede hacerse a la mar sin antes liberar las amarras del puerto.
Para llegar «a la ciudad que tiene fundamentos», debemos abandonar —al igual que Abraham— todas las demás ciudades y deshacer todo vínculo terrenal. La vida de Abraham fue profundamente conmovida. Y nosotros, al igual que él, buscamos esa ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. El salmista David conocía esta verdad. Luego de soportar numerosas adversidades, clamó: «En Dios solamente reposa mi alma, porque de Él viene mi esperanza. Solamente Él es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré. En Dios está mi salvación y mi gloria; en Dios está mi roca fuerte y mi refugio.»
Dios se había convertido en todo para David. Y en ese momento descubrió que Dios era más que suficiente.
Nuestra experiencia es similar. Cuando nuestra vida y todo lo que la rodea son conmovidas al punto que solo permanece lo inamovible, nos vemos obligados a reconocer que Dios es nuestra única roca y fundamento. Las dificultades nos enseñan a depositar nuestra esperanza en el Señor.
«Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su braveza. […] Dios está en medio de ella; no será conmovida. Dios la ayudará al clarear la mañana.»
No será conmovida. Qué hermosa declaración. ¿Será posible que nosotros, tan fácilmente conmovidos por el pasar de las afecciones personales, podemos llegar a un lugar donde nada interrumpa nuestra calma? Claro que sí. Es posible. El apóstol Pablo daba fe de ello. En el camino a Jerusalén, cuando previó las «ataduras y aflicciones» que le esperaban, exclamó triunfante: «De ninguna de esas cosas hago caso».
La vida y las experiencias del apóstol habían sido removidas en su totalidad, al punto de dejar de considerar su vida y posesiones terrenales objetos de valor. Al igual que él, nosotros, si permitimos a Dios obrar en nuestra vida, llegaremos al mismo lugar, donde ni el temor ni la preocupación por las nimiedades de la vida, así como tampoco por las pesadas dificultades y pruebas, tendrán la capacidad de turbar la paz que sobrepasa todo entendimiento. Habremos aprendido a depositar nuestra absoluta confianza en Dios.
Adaptación de El Dios de toda consolación, de Hannah Whitall Smith (1832-1911). Publicado en Áncora en mayo de 2014. Traducción: Sam de la Vega y Antonia López.
[1] Hebreos 12:27.
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