El relato. 2ª parte
Peter Amsterdam
Este artículo continúa con el relato sobre el trasfondo del mensaje del Evangelio. Como dije anteriormente, si bien la trama y el guión no han cambiado, hay muchas formas de contar el relato. Este resumen puede que les traiga a la memoria aspectos en los que no hayan pensado por un tiempo y puede que les ayude cuando se lo cuenten a las personas a las que se dirigen. Esta segunda parte comienza en el Nuevo Testamento.
En la época del nacimiento de Jesús, Israel era una nación ocupada. Basándose en las promesas dadas en las Escrituras, muchos de los judíos esperaban que Dios hiciera surgir a un rey, a un mesías, que los liberara del yugo romano y restaurara la independencia política de Israel. Tenían la expectativa de que Israel fuera gobernado por un rey justo y que ello los conduciría a una nueva era.
Jesús predicó que el reino estaba cerca. En los Evangelios se hace mención más de 70 veces del «reino de Dios» y el «reino de los cielos». Los judíos del primer siglo entendieron por ello que Jesús lideraría un movimiento que derrotaría a los romanos y haría descender todas las bendiciones de las que habló Dios en el Antiguo Testamento. A juzgar por lo que dicen en los Evangelios, da la impresión de que algunos de los discípulos también pensaban igual.
Pero ese no era el plan de Dios ni mucho menos. De hecho, gran parte de lo que dijo Jesús, de las parábolas que contó y de Sus actos, como la ocasión en que echó del templo a los cambistas y volcó sus mesas, anunciaba juicios sobre Israel, tal como lo hicieron muchos de los profetas del Antiguo Testamento. Jesús enseñó que la antigua manera de expiar los pecados mediante sacrificios en el templo había llegado a su fin, y que el templo físico, los sacrificios y la adherencia estricta a la Torá y a las leyes de Moisés ya no eran necesarios. Enseñó que debido a sus pecados, Israel sería juzgado y destruido. Apenas unas pocas décadas después, en el año 70 dC, los romanos destruyeron el templo y la ciudad y expulsaron a los judíos de Jerusalén, prohibiéndoles que siguieran viviendo en la ciudad. En el 132 dC algunos de los judíos se sublevaron contra Roma, tras lo cual los romanos destruyeron casi 1000 aldeas de Judea central y mataron, esclavizaron o exiliaron a los habitantes de las mismas.
El cumplimiento de la promesa que hizo Dios de que la salvación llegaría al resto del mundo a través de Israel, llegaría de una forma completamente inesperada; mediante el sacrificio de Jesús sobre la cruz. Su mesías daría la impresión de ser un mesías fracasado, alguien que hizo valerosas promesas, pero que al final terminó ejecutado por las autoridades. Sin embargo, ese «mesías fracasado» resucitó de los muertos para no volver a morir, derrotando así a la muerte. Nunca antes hubo alguien que muriera y resucitara, pero sin volver a morir años después. Hubo un par de personas que regresaron de entre los muertos, como Lázaro, pero con el tiempo volvieron a morir. Con Jesús no fue así. Dios hizo algo completamente nuevo con Jesús.
Todo lo predicho en las Escrituras sobre la salvación del mundo llegó a su punto culminante mediante esos acontecimientos. Se produjo un cambio fundamental que marcó el comienzo de una nueva era, conocida como los «postreros días», una era que comenzó con la resurrección de Jesús y que culminará con Su regreso, cuando la victoria sobre la muerte sea total y los que hayan elegido cumplir con la voluntad de Él sean resucitados, en cuerpo y espíritu.
Jesús fue el primero en ser resucitado, incluyendo Su cuerpo, y ahora está en el cielo, en cuerpo y espíritu. Su cuerpo fue transformado. Dios creó un nuevo tipo de cuerpo cuando resucitó el cuerpo de Jesús. Era un cuerpo material en el sentido de que se podía tocar, pero más allá de lo material en el sentido de que podía desaparecer y atravesar muros y puertas. Ese tipo de cuerpo no existía antes, pero ahora existe en Jesús. Es el tipo de cuerpo que poseerán los seres humanos al final de los «postreros días»[1]. Jesús ascendió al cielo en forma corpórea. El Señor resucitado y exaltado existe hoy en día en cuerpo y espíritu. Los que acepten a Jesús como su Salvador serán resucitados de la misma manera, en cuerpo y espíritu.
Con la muerte y resurrección de Jesús se cumplieron las promesas y pactos contenidos en las escrituras judías, ¡y con ello todo cambió!
Tras Su muerte y resurrección, el templo dejó de ser necesario, pues los pecados ya no se perdonaban anualmente mediante un sacrificio en el templo, sino que eran perdonados eternamente y de una vez por todas mediante el sacrificio de la muerte de Jesús. El templo dejó de ser la morada de Dios, pues después de Pentecostés, Dios el Espíritu Santo hizo Su morada en los creyentes.
La Tora fue reemplazada por las palabas de Jesús, quien fue la Palabra hecha carne. Cuando decía: «Han oído decir que… pero Yo les digo…», señalaba que Su palabra tenía mayor autoridad que las leyes de Moisés, que estaba pronunciando una nueva versión de las mismas, y que tenía el derecho de hacerlo.
Cuando Jesús comió Su última cena con Sus discípulos, estaba celebrando la Pascua, el evento que conmemoraba la ocasión en que se roció la sangre de un cordero sobre el dintel de la puerta, lo cual salvó a los primogénitos de los judíos del ángel de la muerte e hizo posible su éxodo de Egipto. No obstante, durante la última cena Jesús enseñó que el sacrificio que estaba a punto de ocurrir representaba un nuevo pacto, un nuevo acuerdo, y que el derramamiento de Su sangre nos salvaría permanentemente del pecado y daría lugar a un nuevo éxodo de las ataduras del pecado y la muerte.
La puerta que se cerró tras el pecado de Adán fue abierta. La separación ya no existe. La oportunidad para formar parte de la familia de Dios ahora está a disposición de todos. Se ha concedido a todo ser humano el derecho de convertirse en hijo de Dios a través de Jesús[2]. El Espíritu de Dios morará dentro de todo el que reciba a Jesús y le infundirá poder.
El factor decisivo de este relato es que la muerte y la resurrección de Jesús dieron inicio a una nueva era, a una nueva creación, a la fundación del reino de Dios sobre la Tierra. Los pueblos del mundo pueden ahora reconciliarse con Dios. El perdón permanente de los pecados está a nuestra disposición sin que tengamos que pagar el precio de la expiación, ya que la muerte de Jesús lo pagó por completo. Somos parte de la nueva creación de Dios. Estamos reconciliados con Él. Hemos recuperado Su aceptación, podemos ser uno de Sus hijos y hemos sido llamados a ayudar a otros a hallar esa misma reconciliación.
Si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros[3].
El relato no termina ahí, pues la muerte misma con el tiempo será derrotada y la creación será restaurada por entero, sin maldición, pecado o maldad[4].
Jesús, Dios Hijo, nació de una mujer y vivió como ser humano. Era la encarnación humana de la naturaleza y el carácter de Dios. Sus actos, Sus palabras, la vida que llevó, manifestaban la naturaleza de Dios, hecha tangible en la vida de Jesús. El amor supremo, la profunda compasión, el odio por el mal, la ira ante la injusticia, la hipocresía y el aprovecharse de los pobres y los débiles, la misericordia y la comprensión; todo ello era manifestación de la personalidad de Dios, representado de una forma que los seres humanos pudiéramos entender.
Jesús era el amor de Dios, la Palabra de Dios, que recorría la Tierra. Fue llamado a pagar el precio más elevado que existe al pagar por los pecados de los habitantes del mundo. Con ese acto hizo posible que nos reconciliáramos con Dios, que nos hiciéramos hijos de Dios, que tuviéramos derecho a recibir la herencia de nuestro Padre, que es la vida eterna.
Por ser miembros de la familia de Dios, Sus hijos adoptivos[5], desempeñamos un papel en el gran relato de Dios, en Su gran amor por la humanidad, Su amor por Sus creaciones. Hemos sido llamados a transmitir este relato a quienes nunca lo hayan oído, a quienes no lo comprendan o a los que les cueste creerlo. Como el Espíritu de Dios mora en nosotros, somos templos del Espíritu Santo. Somos embajadores de Cristo, tenemos una relación personal con Dios y la misión que nos ha encomendado el mismísimo Jesús es que transmitamos el mensaje, contemos el relato y les hagamos saber a los demás que ellos también pueden ser parte de la familia de Dios, que pueden hacerse parte del reino de Dios, de Su nueva creación. Sus pecados pueden ser perdonados, gratuitamente, ya que su entrada a la familia de Dios ya ha sido pagada. Basta con que la pidan.
Conviene recordar la finalidad de todo esto, lo que ofrece Dios, para que lo tengamos claro en nuestro corazón y mente cuando lo ofrezcamos a los demás. Los que se integren a la familia de Dios vivirán para siempre en un lugar de una belleza inimaginable que ha sido preparado como una esposa ataviada para su marido[6], con el resplandor de joyas[7], y un muro construido con piedras preciosas[8]. Un lugar en el que el sol y las estrellas no harán falta, pues Dios mismo será su luz[9]. No habrá muerte, lamentos, lágrimas o dolor[10]. Es un lugar que se encuentra libre de toda maldad[11], un lugar en el que Dios morará con los hombres[12]. ¡Para siempre! El nuestro es un mensaje de alegría, felicidad y la oportunidad de vivir eternamente en el lugar más maravilloso que pueda existir, así como la oportunidad de recibir una vida renovada hoy mismo. No cabe duda de que es el mensaje más importante que pueda existir.
Por ser partícipes de esas bendiciones eternas, por Ser sus embajadores, Sus consejeros, debemos esforzarnos al máximo por llevar una vida que sea un reflejo de Dios y de Su amor, que permita que los demás vean la luz de Dios y sientan su calor a través de nosotros, Sus hijos. Debemos ser mensajeros de la invitación de Dios, que llama a todos, de todas partes, a la fiesta, al reino de Dios[13]. Debemos predicar el Evangelio, las buenas nuevas de que cualquier persona puede convertirse en hijo de Dios, de que Su obsequio está a disposición de todos.
Debemos ser mensajeros de amor, en palabra y de hecho, a fin de transmitirlo a un mundo que necesita con urgencia a Dios, Su amor, Su perdón y Su misericordia[14]. Somos Sus mensajeros, nuestra labor es pasar la invitación, comunicar las buenas nuevas, contar el relato y hacerlo en un lenguaje que los demás puedan entender, con nuestras palabras, actos y amor. ¡Invítalos!
El Espíritu y la Novia dicen: «¡Ven!»; y el que escuche diga: «¡Ven!» El que tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida[15].
Publicado por primera vez en febrero de 2012. Publicado de nuevo en Áncora en agosto de 2016.
[1] Filipenses 3:20–21; 1 Corintios 15:42–44, 49; 1 Juan 3:2.
[2] Juan 1:12.
[3] 2 Corintios 5:17–20.
[4] Apocalipsis 21:1, 4–5.
[5] Gálatas 4:4–7.
[6] Apocalipsis 21:2.
[7] Apocalipsis 21:10–11.
[8] Apocalipsis 21:18–21.
[9] Apocalipsis 21:23.
[10] Apocalipsis 21:4.
[11] Apocalipsis 21:27.
[12] Apocalipsis 21:3.
[13] Lucas 14:23.
[14] Romanos 10:14.
[15] Apocalipsis 22:17.
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