El reino de Dios: presente y futuro
Peter Amsterdam
«El reino de Dios» era el tema central de las enseñanzas de Jesús en los evangelios, y aparece en lugares clave como son el Padrenuestro, el sermón del monte, la última cena, y en numerosas parábolas. Mientras que en el Antiguo testamento no aparece el término reino de Dios, el concepto del reino de Dios, Su majestad, sí está presente en numerosos versículos, tales como: Tu trono, Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de Tu reino. Porque del Señor es el reino y Él regirá las naciones[1].
Durante siglos el pueblo judío consideró a Dios un rey, tanto en el sentido universal de que gobierna toda la Tierra como en el específico de que era el rey de ellos y ellos, Su pueblo[2]. Dios le dio un llamado particular al antiguo pueblo de Israel para que viviera bajo Su mando y reconociera Su majestad; que Él era el rey y debían obedecer Sus mandamientos. Desgraciadamente, Israel no vivió por lo general según los términos que Dios le había marcado en Sus mandamientos. Por ese motivo Dios les envió profetas que hablaban de la necesidad de renovar el corazón:
«Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Pondré dentro de vosotros Mi Espíritu, y haré que andéis en Mis estatutos y que guardéis Mis preceptos y los pongáis por obra»[3].
Las Escrituras hablaban de uno que habría de venir, que se sentaría en el trono de David, y se daba por sentado que sería el Mesías venidero:
«Porque un niño nos ha nacido, hijo nos ha sido dado, y el principado sobre Su hombro. Se llamará Su nombre “Admirable consejero”, “Dios fuerte”, “Padre eterno”, “Príncipe de paz”. Lo dilatado de Su imperio y la paz no tendrán límite sobre el trono de David y sobre Su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre»[4].
En la época de Jesús ya llevaban tiempo esperando que surgiera el Mesías. Los judíos entendían que su aparición iba a tener algo que ver con la esperanza que tenían de ser liberados o salvados de la ocupación extranjera, a la que habían estado subyugados desde que volvieron del exilio babilónico. Llevaban siglos bajo dominio griego, ptolomeico y seleúcida. Después, tras apenas cien años de autogobierno, los ocuparon los romanos. Anhelaban profundamente volver a estar libres del dominio extranjero. Esperaban ansiosos al Mesías prometido que pensaban los libraría de la opresión foránea y establecería otra vez el reino de Israel, que para ellos era el reino de Dios.
Por eso, cuando se enteraron de que había un hombre que hacía milagros y hablaba del reino de Dios, se ilusionaron. Tal vez era que había llegado el momento de la liberación del pueblo de Israel, de que lo liberaran de los extranjeros, y se estableciera materialmente el reino nacional que habían estado esperando. Sin embargo, Jesús hablaba de un reino que iba más allá de esa expectativa de un ente político y geográfico. Esencialmente lo que hizo fue redefinir las expectativas judías acerca del reino y reemplazarlas por otro concepto.
¿Reino presente o futuro?
Jesús, hablando del reino, a veces decía que ya había llegado, y otras veces daba a entender que llegaría al final de los tiempos o fin del mundo. Según una de las explicaciones que se han dado, el periodo del Antiguo Testamento constituyó la preparación para el reino; éste se estableció con el ministerio, la muerte y la resurrección de Cristo; y el juicio final será la culminación[5].
A continuación, unos versículos que hablan de que el ministerio de Jesús dio inicio al reino de Dios en la Tierra:
Preguntado por los fariseos cuándo había de venir el reino de Dios, les respondió y dijo: «El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: “Helo aquí”, o “Helo allí”, porque el reino de Dios está entre vosotros»[6].
Según la aclaración de Jesús aquí, el reino no solamente no es algo material, sino que ya estaba entre ellos. En esos versículos Jesús dio a entender que el reino ya estaba en el mundo. Sin embargo, en otros casos dejó entrever que se trataba de algo futuro:
No todo el que me dice: «¡Señor, Señor!», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de Mi Padre que está en los cielos[7].
Entonces el Rey dirá a los de Su derecha: «Venid, benditos de Mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo»[8].
En varios casos más habló también del reino como algo futuro[9]. Entonces, ¿el reino ya estaba presente en la época de Jesús (y en la actualidad), o se refiere a un reino futuro que se hará presente el día del juicio final?
Cuando se entiende el reino como la jurisdicción de Dios, algo dinámico, se puede entender como algo presente que se inició con el ministerio de Jesús cuando vivió en la Tierra, y al mismo tiempo como algo que se terminará de manifestar perfecta y completamente en un momento del futuro.
Entrar al reino de Dios
Los milagros de Jesús constituyeron una indicación de que el reino de Dios había llegado y ya estaba entre nosotros, al menos parcialmente, durante Su ministerio. Además de los milagros, Jesús nos transmitió lo que significa «el reino de Dios» con Sus actos y Sus palabras. Cuando Juan Bautista mandó a sus discípulos a preguntarle a Jesús si Él era el que había de venir o si debían esperar a otro, Jesús respondió: «Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres es anunciado el evangelio»[10].
Jesús, con Sus enseñanzas, revelaba información acerca del reino. Asimismo, relató numerosas parábolas para ilustrar cómo es el reino de los cielos, o a qué se le puede comparar: a un grano de mostaza; un hombre que sembró buena semilla en su campo; la levadura; un tesoro escondido en un campo; una red que se echa al mar; un rey que hizo una fiesta de bodas a su hijo[11].
El hecho de que se sentara a comer con los parias del judaísmo —los recaudadores de impuestos y los pecadores—, de que tocara a la gente impura, de que perdonara los pecados y de que sanara en sábado, todo eso en conjunto nos sirve para comprender con mayor profundidad la gracia, el amor, el interés y la compasión del Padre por nosotros, así como la naturaleza de Su reino.
Al enseñar a Sus discípulos a orar con el Padrenuestro les hizo entablar un tipo diferente de relación con Dios, los invitó a formar parte de Su familia[12]. Entrar en el reino de Dios implica iniciar un nuevo tipo de relación con Él. Se entra a formar parte tomando una decisión.
Esa necesidad de hacer un compromiso aparece en muchos lugares del Evangelio, cuando Jesús llama al arrepentimiento: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!»[13] La mujer que le lavó los pies a Jesús con sus lágrimas y se los secó con su cabello lo hizo con una actitud de amor y gratitud hacia Dios que no tenía antes, porque sus pecados habían sido perdonados[14].
Cuando Dios reina en nuestra vida, nuestra actitud de confianza y fe refleja lo que expresa la oración que Jesús enseñó a Sus discípulos: «Hágase Tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo»[15]. Para las personas que depositan su confianza en Dios e inician una relación con Él por medio del sacrificio de Su hijo, el reino de Dios pasa a ser una realidad en el presente.
Cuando las personas entran en el reino, el centro de su vida pasa a ser otro, porque ocurre una regeneración; nacen en espíritu. Se entregan al reino de Dios y depositan su confianza en Él. Tal como se ve en lo que predicó Jesús en el sermón del monte y otras ocasiones, uno debe guiarse por una ética más exigente: perdonar, amar a los enemigos, etc., etc.
Aunque lo que transmitió Jesús sobre el reino tiene ciertas similitudes con el judaísmo, llega mucho más allá y redefinió su significado. Con su vida, muerte y resurrección demostró que el reino de Dios es algo más que una ambigua esperanza futura; con Él, había pasado a ser algo inminente que exigía una respuesta inmediata.
Y para colmo, enseñó que la entrada al reino no estaba limitada al pueblo judío, sino que cualquiera podía formar parte de él. Ya no era algo centrado en el Israel físico, sino en todas las personas que formarían el pueblo de Dios al renacer y tener un corazón nuevo. Jesús dejó muy claro que la entrada al reino de Dios no estaba limitada al pueblo hebreo cuando habló con la mujer samaritana en el pozo y le dijo: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que lo adoren»[16].
La culminación del reino se dará cuando Jesús regrese a establecer Su reino en la Tierra. «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de Su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos»[17].
Vivir en el reino
Al entrar al reino, creyendo en Jesús, obtenemos la vida eterna; la cual no es que comience al momento de morir. La vida eterna, igual que el reino de Dios, es también una realidad en el momento presente. Para los creyentes, nuestra vida eterna ya empezó. Aunque nuestro cuerpo material un día morirá, nuestro espíritu seguirá viviendo eternamente con Dios. Nuestra muerte consistirá en que en ese momento nuestro espíritu —nuestra esencia, la persona que somos— sencillamente saldrá como por una puerta de nuestra actual vida terrena para pasar a la siguiente etapa de la vida eterna.
Entretanto la idea es que vivamos en el reino de Dios también en el presente. ¿De qué manera? Entregándole lo que podría considerarse «nuestro propio reino». Dios nos ha concedido a cada uno cierta medida de autonomía y autoridad en forma del libre albedrío. En cierto sentido podría decirse que a cada uno nos dio un «reino», un espacio en el que podemos tomar decisiones y hacer elecciones voluntaria y libremente. Ese es uno de los aspectos en que fuimos creados a imagen de Dios.
Al entrar a formar parte del reino de Dios recibimos el llamado a integrar nuestro reino —la esfera sobre la que reinamos— con Su reino; a alinear nuestra voluntad con la Suya y a dejar que esta última nos oriente en todo, tanto nuestros pensamientos internos como nuestros actos visibles.
Vivir en el reino de Dios significa vivir el día a día como alguien que tiene una relación personal, interactiva con Él; es una relación con Él que abarca toda nuestra vida terrena y continuará después por toda la eternidad.
Artículo publicado anteriormente en julio de 2015. Texto adaptado y publicado de nuevo en julio de 2021.
[1] Salmo 45:6; Salmo 22:28.
[2] Salmo 103:19.
[3] Ezequiel 36:26,27.
[4] Isaías 9:6,7.
[5] J. Rodman Williams, Renewal Theology: Systematic Theology from a Charismatic Perspective (Grand Rapids: Zondervan, 1996), 290.
[6] Lucas 17:20,21. V. también Lucas 16:16.
[7] Mateo 7:21.
[8] Mateo 25:34.
[9] Mateo 8:11–12; 5:18–20; 13:24–30, 47–50.
[10] Lucas 7:22.
[11] Mateo 13:31, 24, 33, 44, 47; 22:2.
[12] Mateo 6:9.
[13] Marcos 1:15.
[14] Lucas 7:36–50.
[15] Mateo 6:10.
[16] Juan 4:23.
[17] Apocalipsis 11:15.
Artículos recientes
- Vencer el temor con fe
- La descuidada virtud de la gratitud
- La fe y los desafíos
- Un puesto en la mesa del Padre
- La asombrosa gracia de Dios
- Cómo enfrentar y superar la adversidad
- Obras en curso
- Respuesta cristiana en un mundo polarizado
- La viuda de Sarepta: Un relato de esperanza
- Superar el temor y la preocupación