El Padrenuestro, 2ª parte
Peter Amsterdam
[The Lord’s Prayer—Part 2]
Cuando Jesús enseñó a Sus discípulos el Padrenuestro, dijo: «Vosotros, pues, oraréis así: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre. Venga Tu Reino. Hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos metas en tentación, sino líbranos del mal”» (Mateo 6:9–13).
Al dirigirse a Su Padre en la oración, Jesús empleó la palabra aramea Abba, que significa «Padre». Es lógico que Él, siendo Hijo único de Dios, llamara Abba a Su Padre; lo notable es que a los que creían en Él también les enseñara a llamar Abba a Dios al invocarlo.
Dentro de lo que enseñó en el Sermón del Monte, Jesús insistió en el concepto de «vuestro Padre» al usar esa expresión once veces. Después del Sermón, Jesús también se refiere frecuentemente a Su Padre de una manera que parece excluir a otros de esa relación particular. Como Hijo único de Dios, Jesús tiene con Su Padre una relación distinta de la que tenemos nosotros.
Eso se aprecia en un pasaje anterior de Mateo que describe el bautismo de Jesús, cuando Dios dice: «Este es Mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mateo 3:17). Donde más claramente queda expresado es en la primera oración de Jesús registrada en Mateo: «Todas las cosas me fueron entregadas por Mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mateo 11:27).
Si bien Jesús es el Hijo único de Dios, nosotros también nos volvemos hijos de Dios por la fe en Él. La iglesia primitiva entendió que, por la muerte y resurrección de Jesús, los fieles pasaban a formar parte de la familia de Dios y por consiguiente podían llamar Padre —Abba— a Dios.
«Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, el cual clama: “¡Abba, Padre!”» (Gálatas 4:4–6).
Decir «Padre nuestro» al orar crea una sensación de intimidad, de que nos dirigimos a alguien que nos ama y vela por nosotros. La oración no debería ser un discurso complicado y formal dirigido a un ente impredecible, sino que es más bien una expresión de los sentimientos. Jesús enseñó una oración breve y sin pretensiones, una comunicación sencilla y sincera para los que son conscientes de que su aprovisionamiento diario depende de su Padre, necesitan que les perdonen sus pecados y también necesitan la protección y los cuidados divinos.
Al comenzar la oración diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos», también nos recuerda que el Ser al que nos dirigimos como Padre es sumamente excelso, porque Él está en el Cielo y nosotros no. La frase tiene cierto equilibrio, porque nos dirigimos a Dios con una expresión íntima, pero al mismo tiempo somos conscientes de Su poder e infinita grandeza. Él es Dios Todopoderoso, el omnipotente Creador de todo lo que existe. Es también nuestro amoroso Abba; y nosotros, Sus hijos que confiamos en Él y dependemos de Él.
Los que creen en Jesús y lo aceptan pueden llamar Padre a Dios. «A todos los que lo recibieron, a quienes creen en Su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12). Claro que Dios es Creador de todas las cosas y todas las personas, y es quien ha dado vida a todos; desde esa perspectiva, todo el mundo es «linaje Suyo» (Hechos 17:28–29); ahora bien, los que escribieron el Nuevo Testamento no emplean en ese sentido la imagen padre-hijo para referirse a la relación de Dios con Sus hijos. Relacionarse con Dios como Padre es para los que creen en Jesús. Llamarlo «Padre nuestro» es un don de Dios y un gran privilegio.
Tras la invocación inicial, «Padre nuestro que estás en los cielos», hay seis peticiones. Las tres primeras tienen que ver directamente con Dios: con Su nombre, Su reino y Su voluntad. Van seguidas de otras tres que tienen que ver directamente con nosotros: con nuestras necesidades físicas, nuestros pecados y nuestras tentaciones.
Si vamos a tomar el Padrenuestro como modelo, sus primeras palabras nos enseñan a comenzar nuestras oraciones pensando en nuestro Padre en el Cielo, una Persona con la que hemos establecido una relación. Accedemos a Su presencia, lo alabamos y lo adoramos. Nos presentamos ante Él conscientes de que nuestra relación con Él es como la que tiene un niño con su amoroso padre. Él nos ama, conoce nuestras necesidades, quiere cuidarnos y desea lo mejor para nosotros. Por la relación que tenemos con nuestro Padre en el Cielo, confiamos en Él, contamos con Él y sabemos que procura lo mejor para nosotros. Ese es un concepto fundamental de la oración cristiana.
Tras las palabras de introducción del Padrenuestro, Jesús dice tres frases que tienen que ver con el honor, el reino y la voluntad de Dios, seguidas de otras tres sobre nuestras necesidades. Las tres primeras frases, que están relacionadas con Dios, son estas: «Santificado sea Tu nombre. Venga Tu Reino. Hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra». Se trata de tres peticiones: que sea santificado Tu nombre, que venga Tu reino y que se haga Tu voluntad. Expresan nuestra oración por que Dios sea glorificado, y tienen que ver con Su nombre, Su dominio y Su voluntad.
La palabra santificar significa dar honra, santificar, separar, tratar con el mayor respeto. Al decir: «Santificado sea Tu nombre», honramos a Dios y le pedimos que nos ayude a venerarlo como se merece y que actúe en nuestro mundo de diversas maneras para que los que no lo veneran cambien y glorifiquen también Su nombre.
Al rezar el Padrenuestro le pedimos al Señor que haga que Su nombre sea glorificado plenamente en todas partes. Al pedirle que santifique Su nombre, le estamos pidiendo que actúe en el mundo físico, particularmente por medio de nosotros, Sus seguidores, de manera que toda la humanidad lo honre como Dios.
Al leer los Evangelios se advierte que Jesús siempre se preocupaba por glorificar a Su Padre. Sus actos motivaban a la gente a glorificar a Dios. En la oración que hace en Juan 17 dice: «Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciera». […] «He manifestado Tu nombre a los hombres» (Juan 17:4, 6). También nosotros podemos manifestar Su nombre a los demás. Mediante nuestras palabras y nuestra manera de vivir —reflejando Su grandeza, Su gloria— podemos hacer que Dios sea glorificado. Nos sirve de recordatorio que, si bien Él es Abba, nuestro amoroso Padre, también es Dios todopoderoso, al que debemos respetar y venerar.
La segunda petición, «Venga Tu Reino», es similar a la primera en cuanto a que es pedirle a Dios que traiga Su reino a nuestro mundo. Es orar para que Dios establezca Su reinado, poder y autoridad en toda la Tierra. El reino se inauguró con la llegada de Jesús al mundo. A pesar de no tratarse de un reino físico, estuvo presente a través de Él todo el tiempo que Él estuvo en la Tierra, y sigue presente hoy en día. Jesús también se refirió a él con verbos en futuro. El dinámico reino de Dios es tanto una realidad presente introducida mediante la vida y el ministerio de Jesús como una futura manifestación que se completará después de Su regreso.
Al rezar: «Venga Tu Reino», le rogamos a Dios que actúe para que el evangelio se anuncie por todo el mundo, a fin de que la gente escuche el mensaje y acceda al reino por la fe en Jesús. Le pedimos que los que empiecen a creer en Él le permitan reinar cada vez más en su vida. Al mismo tiempo, rogamos por el regreso de Jesús para consumar plenamente el reino de Dios. Esperamos con ansia el día en que quede eliminado el pecado y todo lo que se opone a Dios. Oramos, como dice al final del libro del Apocalipsis: «¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22:20).
La tercera petición, «Hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra», complementa la segunda. Cuando Dios reina, se hace Su voluntad. Aquí oramos por el pleno cumplimiento de todo lo que representa el reino.
En el Cielo ya se reconoce la soberanía de Dios y se hace Su voluntad; pero en la Tierra todavía no se reconocen plenamente. Hasta cierto punto, el reino está presente en el corazón y en la vida de los fieles, pero no «como en el cielo». En el Cielo ya se hace la voluntad de Dios; Su nombre ya es santo, Él ya es Rey, y no hay nada que impida que se cumpla Su voluntad.
Al rezar el Padrenuestro, le pedimos a nuestro Padre que obre en nuestro mundo y cambie el corazón de los seres humanos; y como un elemento de ello, que nos ayude a participar produciendo cambios en el corazón de los demás. Actualmente el mundo no hace la voluntad de Dios como se hace en el Cielo; pero en algún momento del futuro, la voluntad de Dios se hará en la Tierra como en el Cielo.
Al rogarle a nuestro Padre que está en el Cielo que santifique Su nombre, que venga Su reino y que se haga Su voluntad en la Tierra como en el Cielo, estamos poniendo las cosas en su debido orden, concediéndole el primer lugar a Dios. Al pedirle a Dios que sea santificado Su nombre, nos comprometemos a honrarlo, amarlo, adorarlo y alabarlo, ya que solo Él es santo.
Al rezar para que venga Su reino, reconocemos que, aparte de rogarle que instaure Su reino en este mundo, le estamos pidiendo que reine también en nuestra vida. Orar para que se haga Su voluntad en la Tierra como en el Cielo es pedirle que se prioricen Su reino, Su poder y Su soberanía por encima de los nuestros, y de que Su voluntad tenga precedencia sobre la nuestra.
Publicado por primera vez en julio de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en mayo de 2023.
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