El milagro navideño de Tom Carlin
Tom Carlin
Mi milagro navideño sucedió hace muchos años en Richmond, Virginia, donde yo representaba a Papá Noel desde hacía ocho años. Es más, el año de mi milagro, recibí el primer premio como uno de los diez mejores Papá Noel de los Estados Unidos.
En los grandes almacenes donde yo me sentaba en el trono de Papá Noel, los niños hacían cola y se tomaban una foto instantánea. Cuando se iban se apuntaban sus nombres y direcciones, ya sea que adquirieran la foto o no.
Una semana antes de Navidad, durante una tarde en la que había nevado mucho, el negocio iba lento a causa de lo que era prácticamente una tormenta de nieve. De pronto un niño con la cara sucia se presentó delante de mí, vestido con ropa harapienta y zapatillas con agujeros por donde se le veían los dedos, lo que era vergonzoso. En voz baja y con apremio, me dijo:
—Papá Noel, voy a traer a mi hermanita para que lo vea, pero no le prometa nada, porque no lo va a recibir. En nuestra casa no hay dinero.
Yo estuve de acuerdo.
Se fue y en unos minutos regresó con su hermanita. Salvo por su carita sucia y su ropa harapienta, se habría visto como una hermosa angelita rubia. La alcé y la senté en mi regazo y el fotógrafo tomó la foto. Con mi tono más amable le pregunté:
—¿Qué te gustaría?
Bueno, ella me soltó una lista casi interminable de cosas. Ustedes saben, cuando uno no tiene nada, lo quiere todo. Por coincidencia, uno de los supervisores del establecimiento se encontraba detrás del trono de Papá Noel y se quedó allí escuchando.
Mientras la pequeñita se bajaba de mi regazo, el asistente, como de costumbre, escribió su nombre y dirección. La niña tomó la mano de su hermano y ambos salieron apresuradamente de la tienda hacia la nieve.
El supervisor que había escuchado a escondidas por poco lloraba debido a la patética condición de aquellos niños. De inmediato pasó la voz a todos los empleados de la tienda. Todos captaron el mensaje y para la Nochebuena habían reunido cada artículo que estaba en la lista de la niña, todos donados por los empleados del establecimiento.
No podía creer lo que veía mientras ponía las cosas en mi mochila. Claro, Papá Noel tenía una Princesa de la Nieve, que llevaba puesto un exquisito vestido, una faja delgada y zapatillas de ballet rosadas. Ella me quería acompañar en aquella entrega tan especial de juguetes y ropa. La tienda cerró a las cinco y media. Afuera nevaba y estaba oscureciendo. Paramos un taxi. Le di al chofer la dirección, la cual habíamos conseguido del registro de las fotos que tomábamos.
Al llegar a la dirección, descubrimos que estábamos en la parte más pobre de Richmond, peor que un gueto, era como la escoria de la pobreza. Salimos del taxi con nuestra carga. Ni la tormenta pudo eliminar el hedor de basura podrida y repollo (col) que estaba echándose a perder.
El chofer negro del taxi nos dijo:
—Señó, uté podrá ser Papá Noel, pero yo no me atrevería a quedarme en esta parte de la ciudad a eta hora de la noche esperando por nadie. Ni siquiera por Papá Noel. ¡No, señó!
—Bueno. Claro que deseo visitar a una niñita —le respondí; también me sentía preocupado—. Supongo que podremos encontrar un teléfono en alguna parte.
A esas alturas estaba completamente oscuro y nevaba con fuerza. Subimos el escalón de la destartalada casucha y tocamos a la puerta. No pasó nada. Volvimos a tocar una y otra vez. En ese lugar el olor a pobreza era abrumador. La casa era tan vieja que estaba como inclinada hacia un lado. Tenía un par de ventanas rotas. Tocamos nuevamente a la puerta.
Por fin se abrió. Dentro se veía en la tenue luz la silueta de una mujer pequeña y desdichada con el cabello enmarañado.
—¿Qué quieren? —preguntó con un gruñido.
Cuando Papá Noel y la Princesa de la Nieve se presentan en la entrada de una casa en Nochebuena, cargados de coloridos paquetes, es toda una ocasión. Sin embargo, ella no estaba impresionada. (No recuerdo el nombre de la niña, así que la llamaré Mary Lou Hill). Yo le pregunté:
¿Aquí vive la familia Hill?
—¡No! Los eché —respondió, quejándose—. No pagaban el alquiler.
Seguidamente, nos cerró la puerta en la cara de un portazo.
Para entonces, la nevada se había convertido en una tormenta de nieve y estaba oscuro. ¿Qué hacíamos ahora? Ann, la pobre Princesa de la Nieve tenía los pies empapados y lentamente se estaba congelando porque todavía llevaba puesto su delgado vestido. Yo iba vestido de Papá Noel y no tenía nada que darle para que se pusiera encima. Al fin y al cabo, no habíamos pensado estar a la intemperie.
Por esa parte de la ciudad no había un solo poste de luz. Yo miraba por la oscura calle con preocupación. A lo lejos podía ver una luz. De modo que comenzamos a ir en dirección a ella, doblándonos por la ventisca. De pronto apareció una mujer en la oscuridad. De inmediato le pregunté si sabía dónde vivía la familia Hill.
—¿Por qué habría de saberlo? Nos respondió bruscamente y desapareció en la penumbra.
De pronto, sentí que me tocaban el brazo. Era la misma mujer. Nos dijo:
—Quiero disculparme. Sí conozco a esa familia. De hecho, yo también me apellido Hill, aunque no tienen relación con mi esposo. El padre toma y, bueno, no son la familia más feliz del mundo.
Nos quedamos conversando por un momento en el frío. Luego ella dijo:
—Yo vivo aquí mismo. Por qué no pasan y se calientan un poco, voy a llamar a mi esposo. Tal vez él sepa a dónde se han mudado.
Entramos en la pequeña casa. Para sorpresa nuestra estaba impecablemente limpia. Ella llamó a su esposo. Mientras esperábamos, agradecidos por el abrigo del lugar, nos hizo una taza de chocolate caliente. Finalmente apareció su esposo, pero no tenía conocimiento del paradero de la familia de Mary Lou.
—¿Qué es esa luz calle abajo? —pregunté.
—Es una cafetería respondió. Es posible que alguien allí sepa algo. Ya saben, en los bares lo saben todo.
Aquella pareja se nos unió y nos acompañó hasta el bar. El pequeño lugar estaba bastante lleno, había unas ocho o diez personas. Cuando entramos los cuatro, yo vestido de Papá Noel con mi bolsa llena de paquetes, Ann en su empapado vestido de princesa (que ahora se había vuelto de color azul), y la pareja que nos acompañaba, armamos un pequeño revuelo. Preguntamos por la familia Hill que había sido desalojada.
El encargado del bar respondió:
—Ah, sí, conozco a esa familia, claro. Me enteré que los desalojaron de su casa, pero no tengo la menor idea de a dónde se habrán mudado.
Yo estaba desconcertado y ansioso por saber qué hacer.
Un anciano de rostro arrugado se acercó a mi lado y me dijo:
—Oí lo que estaban hablando. La semana pasada vi a ese hombre conduciendo un camión. A ver… ¿cuál era el nombre del camión? Ya no me acuerdo bien.
Se rascó la cabeza por unos momentos, como hablando consigo mismo. De pronto se le iluminaron los ojos.
—¡Ya lo recuerdo! ¡Hart’s! Ese era el nombre que llevaba el camión a un costado. ¡Hart’s! (Este también es un nombre ficticio).
Resultó que Hart’s quedaba al otro lado de Richmond, por el río en la zona de los depósitos. Se estaba haciendo tarde y yo estaba desesperado.
—Vamos. Cierro el bar y los ayudo a encontrarlo ofreció el encargado del bar. Todos salieron en dirección a sus vehículos. Había un viejo y destartalado Ford, una camioneta y un auto grande, un viejo Chrysler, creo. Todos se subieron a sus respectivos autos y empezamos a cruzar la ciudad en dirección a Hart Company.
La nieve se iba apilando en las calles. De seguir así, podíamos quedar varados. Pero, ¿quién ha oído jamás que Papá Noel se quedara varado en la nieve? Por fin llegamos a Hart’s. Golpeamos a la entrada de la alta alambrada que rodeaba la propiedad. Apareció el vigilante nocturno con su linterna.
Le expliqué el apuro que estábamos pasando. Él respondió que no era mucho lo que podía hacer por nosotros. Contó:
—Tenemos bastantes personas con empleos temporales. Trabajan durante una o dos semanas. Estoy seguro de que no se guardan registros de esas personas. Pero vayamos a la oficina y veamos qué puedo encontrar.
Todos se bajaron de sus vehículos y nos amontonamos en la oficina donde estaba más calentito que esperar en los fríos autos.
—Aquí está la lista del personal —nos dijo el vigilante. Buscó una tarjeta con el nombre Hill, pero sin éxito.
Luego añadió con una sonrisa:
—Voy a llamar al dueño de la empresa. Es un buen caballero y vive en Petersburg. No creo que le importe que lo moleste en Nochebuena para ayudar a Papá Noel.
Petersburg queda a unos treinta y cinco o cuarenta kilómetros de Richmond. Con todo, el caballero dijo que vendría enseguida. Esperamos como cuarenta y cinco minutos. Los caminos estaban resbaladizos; viajar era peligroso. Por fin apareció un Cadillac de color gris y líneas elegantes y el dueño entró de prisa a la oficina. Le expliqué nuestra urgente situación.
—Revisemos los archivos —sugirió.
Luego de una minuciosa búsqueda, el hombre negó con la cabeza.
—No hay nadie con el nombre de Hill.
Mientras cerraba el cajón, éste se atascó. Lo volvió a abrir y descubrió que una hoja de papel había impedido que cerrara. Créanlo o no, aquel papel era el archivo del padre de Mary Lou, un archivo que debió ser revisado, pero de alguna forma se había colado entre otra tarjeta. En la hoja estaba la nueva dirección.
A esas alturas el dueño ya estaba con nosotros en la labor y había telefoneado a su hermano, el cual llegó con su esposa y tres hijos. Nuestra comitiva había aumentado. Todos nos subimos a los vehículos, cinco de ellos: el viejo y destartalado Ford, la camioneta, el viejo Chrysler, el Cadillac de color gris y un flamante Plymouth que pertenecía al hermano del dueño de la empresa. Era una curiosa caravana de Papá Noel. La ventisca no había amainado. Nos abrimos paso peligrosamente en la dirección que aparecía en el archivo.
Por encima del ruido de la tormenta y del motor, ocasionalmente se oían algunas campanadas. Richmond es conocida como la ciudad de las campanas y el sonoro sonido calmó mi agitación. ¿Llegaríamos a tiempo?
Por fin llegamos a la dirección. La casa era una de esas pequeñas viviendas sucias y horribles inclinadas hacia un lado. En vez de vidrios, habían puesto papel de aluminio en las ventanas para evitar que entrara el frío.
La Princesa de la Nieve estaba a punto de sufrir un colapso. Se aferró a mi brazo mientras avanzábamos penosamente por la nieve profunda que había a la entrada de la casucha. Los demás descendieron de los vehículos y se acurrucaron en un grupo. Sus voces se alzaron al unísono en un villancico espontáneo. En ese preciso instante Papá Noel llamó a la puerta, era Navidad, a las doce en punto de la noche. Las campanas de Richmond sonaron de manera melódica y gloriosa.
La Princesa de la Nieve y yo nos estremecimos, no por el frío, sino por la emoción del momento. Esperamos, con los ojos llorosos mirando fijamente a la puerta. Por fin, se abrió de par en par, dejando ver a una radiante Mary Lou. Su rostro sonriente no reflejaba sorpresa, sino una confiada expectativa. Simplemente exclamó:
—Hola, Papá Noel, ¡yo sabía que vendrías!
A menos que aquella niña, ahora convertida en mujer, cuyo nombre no sé, lea este relato, jamás sabrá la serie de milagros que llevaron a su puerta a la Princesa de la Nieve y a Papá Noel con su gran bolsa de regalos hace ya muchos años[1].
Publicado en Áncora en noviembre de 2012.
[1] Tom Carlin es un conocido presentador de radio en Salt Lake City y tiene a su cargo Teatro 138. Cada año en la temporada navideña cuenta este relato.
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