El llamado contracultural del cristianismo
Tesoros
[The Countercultural Call of Christianity]
Cuando Pilato preguntó a Jesús si Él era un rey, Jesús contestó que Su reino «no es de este mundo» y «no es de aquí» (Juan 18:35–36). Jesús dijo a Sus seguidores: «Si fueran del mundo, el mundo los amaría como a los suyos. Pero ustedes no son del mundo, sino que Yo los he escogido de entre el mundo» (Juan 15:19). Los cristianos han nacido de nuevo en Su reino, el cual «no es de este mundo» y «nuestra ciudadanía está en los cielos» (Filipenses 3:20).
Los cristianos somos llamados a estar en este mundo, aunque no somos de él (Juan 17:14–15), para que podamos hacer brillar Su luz a nuestro alrededor. Por medio de nuestra vida, nuestro testimonio y nuestras acciones, queremos que las personas perciban que somos diferentes y que se acerquen a Dios, a Su amor y verdad que brilla a través de nosotros (Mateo 5:16).
El sermón más aclamado de la Historia, el de las bienaventuranzas, transformó el mundo para siempre, enseñó verdades que eran opuestas a la manera de actuar del mundo. Jesús lo predicó a Sus discípulos, y más adelante subió a la cima de Su última montaña —el Calvario, el Gólgota—, para morir por los pecados del mundo. Tres días después, Jesús resucitó y se apareció a Sus discípules y los envió a predicar, a dar testimonio y anunciar las buenas nuevas de que todo el que cree en Él recibirá el perdón de los pecados a través de Su nombre (Hechos 10:40–43).
Después de que los discípulos de Jesús oyeron el sermón del monte no volvieron a ser los mismos, pues oyeron la voz de Dios comunicándoles verdades para que se cumpliera todo lo que había sido registrado en las Escrituras hasta ese momento. Las enseñanzas de Jesús eran diametralmente opuestas al mundo de su época que se encontraba bajo el poderoso imperio de los romanos, cuyas conquistas sacudieron su parte del mundo.
Jesús enseñó en el monte: «Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5:3). Personas comunes, por lo menos cuatro eran pescadores, escucharon de la boca de un carpintero verdades de un reino más formidable que el Imperio romano y que dirigiría el universo.
«Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados» (Mateo 5:4). ¿Es más bienaventurado tener problemas y tristezas que poder y prosperidad? Sí, porque los que viven para el reino de Dios recibirán consolación.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mateo 5:5). Los que son mansos y no responden con violencia, sino que por su fe soportan adversidades en esta vida, serán bendecidos en el mundo venidero. «Si morimos con Él, también viviremos con Él. Si soportamos privaciones, reinaremos con Él» (2 Timoteo 2:11,12). Los pobres en espíritu, los mansos y los que lloran heredarán la tierra.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados» (Mateo 5:6). Los que tienen hambre y sed de la verdad, la bondad y la justicia serán saciados cuando busquen a Dios, pues esas cosas solo se pueden encontrar de verdad en Él. «A los hambrientos ha colmado de bienes y ha despedido a los ricos con las manos vacías» (Lucas 1:53).
«Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios. Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5:7–9). Jesús es el príncipe de paz, Su llegada fue anunciada mucho antes de Su nacimiento (Isaías 9:6). Él es nuestra paz y «vino y anunció paz» a todos, a los «que estaban lejos», y «a los que estaban cerca» (Efesios 2:14–17). Sus seguidores son llamados a anunciar el evangelio de la paz (Efesios 6:15), pues «los que procuran la paz sembrarán semillas de paz y recogerán una cosecha de justicia» (Santiago 3:18).
«Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5:10). Tal vez descubras que al sembrar las semillas del evangelio enfrentes oposición e incluso persecución por parte de los que rechazan la verdad. «En este mundo afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo» (Juan 16:33).
Así pues, «alégrense y llénense de júbilo, porque les espera una gran recompensa en el cielo» (Mateo 5:12). Es posible que en esta vida no recibas recompensa por ser un fiel seguidor de Cristo y dar testimonio de tu fe, pero el Señor ha prometido que experimentarás Su paz y gozo (Juan 14:27; 15:11).
Un solo camino
Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por Mí» (Juan 14:6). Jesús dejó claro que Él es el único camino a la salvación, la única verdad y la senda hacia la vida eterna. También dijo: «Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Pero estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la encuentran» (Mateo 7:13,14).
La Historia ha demostrado una y otra vez la capacidad del hombre para causar estragos y destrucción a otros seres humanos y a la Tierra. Como dijo el filósofo alemán Hegel, lo único que aprendemos de la Historia es que nunca aprendemos de ella. Y continúa repitiéndose la inhumanidad, inequidad, desigualdad y destrucción que leemos en la Historia.
Cuando los que están en el poder quedan al descubierto por sus pecados de corrupción, engaño, avaricia y opresión de los que son explotados, a menudo procuran con furia asegurar que lo que está mal está bien e intentan acallar y ahogar la voz de la verdad. Los mártires cristianos de la iglesia primitiva fueron vilipendiados y ejecutados por Nerón, que los consideraba una amenaza para el Imperio romano y trató de acabar con ellos. Sin embargo, el Imperio romano a la larga se derrumbó, mientras que sus ciudadanos fueron conquistados por la verdad, el amor y la paz de los cristianos perseguidos, y muchos se convirtieron al cristianismo.
La Historia está llena de ejemplos de personas que se atrevieron a desafiar el statu quo de su época, que desafiaron los valores y costumbres, que defendieron una causa impopular o hicieron más de lo que exige el deber. Adoptaron una postura por la verdad y lo que era correcto, independientemente de la narrativa popular o las normas de su época. La Biblia dice: «Los sabios resplandecerán tan brillantes como el cielo y quienes conducen a muchos a la justicia brillarán como estrellas para siempre» (Daniel 12:3).
Los imperios surgen y caen, la grandeza que alguna vez tuvo Grecia quedó en ruinas y la gloria de Roma cayó en el olvido, pero el que hace la voluntad de Dios permanecerá para siempre (1 Juan 2:17). Sabemos que lo que Dios hace «permanecerá para siempre, sin que nada se le añada ni nada se le quite», de modo que se manifieste Él que es eterno, se conozca la belleza de Su creación y la gloria de Su poder (Eclesiastés 3:14).
En todo el mundo vemos vestigios de las que fueron grandes construcciones y estructuras y que ahora están en ruinas. Una potencia surgía para luego caer y ser remplazada por otra en la Historia siempre cambiante. Uno construye y otro destruye, uno edifica y el otro derriba, uno crea y el otro demuele. Cada nuevo reino o imperio ha sido eliminado y solo quedaron los vestigios del pasado —escombros y ruinas de los siglos—; en muchos casos los quitaron para construir un nuevo monumento. A la larga terminaron en el sepulcro del olvido, recordatorios de la posesión transitoria del hombre sobre la tierra, en marcado contraste con la eternidad de Dios y Su reino.
Poner la mirada en lo eterno
Dios obra continuamente en el universo y efectúa cambios en todos los ámbitos de la creación. Nunca está estático, lo único inalterable es Su esencia: «Yo, el Señor, no cambio» (Malaquías 3:6); Su Palabra: «Para siempre, oh Señor, permanece Tu palabra en los cielos» (Salmo 119:89); y el futuro, las promesas que ha hecho a Sus hijos de que tendrán vida eterna en Su presencia. «La voluntad de Mi Padre es que todo el que ve al Hijo y crea en Él tenga vida eterna, y Yo lo resucitaré en el día final» (Juan 6:40).
No importa cuánto cambie el mundo que nos rodea o nuestras circunstancias personales, ya sea que vivamos en escasez o abundancia, estemos en tiempos de guerra, de paz, en la vida o la muerte, «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Hebreos 13:8). Como lo expresa la letra de este bello himno:
No me abandones en la oscuridad.
La noche pronto cae, la luz se va.
Las alegrías de la Tierra se disipan;
desaparecen Sus glorias, finalizan.
Todo declina, todo ha de morir.
Tú que no cambias, sigue junto a mí.
Henry Francis Lyte, 1847
La Biblia nos dice que pongamos nuestros pensamientos y afecto en las cosas de arriba —el reino de los cielos—, no en las cosas de la Tierra (Colosenses 3:2). Se nos pide que no fijemos la vista «en las cosas que se ven sino en las que no se ven», porque las que se ven son temporales, mientras que las que no se ven son eternas (2 Corintios 4:18).
Desde tiempos inmemoriales, los hijos de Dios han buscado un mundo invisible, «la ciudad que tiene cimientos» —eternos— «cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hebreos 11:10). No habiendo recibido todo lo que Dios les había prometido, sino que vieron esas promesas de lejos, permanecieron en la Tierra como extranjeros y peregrinos porque buscaban una patria mejor, es decir, una celestial. «Por lo cual, Dios no se avergüenza de ser llamado Dios de ellos, pues les ha preparado una ciudad» (Hebreos 11:13–16).
Esta es la esperanza de todas las épocas: el reino de los cielos donde habitaremos eternamente con Dios, descrito en los últimos dos capítulos de la Biblia, Apocalipsis 21 y 22. Jesús instruyó a Sus seguidores que oraran así: «Venga Tu reino. Hágase Tu voluntad, así en la tierra como en el cielo» (Mateo 6:10), y seguiremos esperando con ilusión el día en que «el reino del mundo ha venido a ser el reino de nuestro Señor y de Su Cristo. Él reinará por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 11:15).
Por lo tanto, «busquen primero Su reino» (Mateo 6:33). No las cosas efímeras de este mundo, sino el reino de Dios, cuyo edificio somos cada uno de nosotros, piedras vivas en una morada espiritual no hecha por manos, sino eterna, en los cielos (1 Pedro 2:5; 2 Corintios 5:1).
Las eternas creaciones de Dios —las almas de los seres humanos— durarán más que todos los imperios, las potencias mundiales, los monumentos, tecnologías y adelantos científicos de la humanidad. La manifestación divina en Su creación, toda inmortal alma humana es obra de Sus manos. Todo cristiano es «hechura Suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas» (Efesios 2:10). Por nuestra parte, Jesús nos ha pedido: «Vayan por todo el mundo y prediquen la Buena Noticia a todos», y que los animemos a venir a Su reino (Marcos 16:15; Lucas 14:23).
Publicado en Áncora en junio de 2025.
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