El hombre que cambió la historia de una nación
Tesoros
[The Man Who Changed the History of a Nation]
Nuestro relato ocurre en el siglo V a. C., durante el tiempo en que Israel había sido llevado cautivo como resultado de su pecado y debido a su rebelión contra Dios (2 Crónicas 36:14–21). Dios no abandonó para siempre a Su pueblo en el exilio y, después de setenta años, se le permitió volver a su tierra como había sido profetizado en las Escrituras (Jeremías 25:9–13). En el año 537 a. C., el rey Ciro de Persia permitió al pueblo judío volver a Israel para empezar la reconstrucción de la ciudad y el templo.
En esa época, Nehemías ocupó un puesto de honor como sirviente, el de portador de la copa del rey Artajerjes de Persia. Pasó la mayor parte de su vida en el exilio, pero nunca flaqueó su fe y es un testimonio perdurable de la fidelidad a Dios y la diligencia en la oración.
Al enterarse Nehemías de la llegada de Hanani y algunos hombres de Judá que venían de Jerusalén tras una travesía de 1.100 km, ansioso por tener noticias de su pueblo, los invitó al palacio de Susa. Hanani le hizo un recuento de los pesares, el oprobio y el sufrimiento de quienes habían regresado de su exilio. El gran muro de la ciudad aún se hallaba en ruinas y los portales habían sido consumidos por el fuego, pero nadie había hecho nada por reconstruirlos (Nehemías 1:1–3).
Al escuchar eso, Nehemías se sentó, lloró y se lamentó. También continuó en ayuno y oración delante de Dios por varios días. Intercedió por su pueblo con una sentida oración: «Te ruego, oh Señor, Dios del cielo, el grande y temible Dios, que guarda el pacto y la misericordia para con aquellos que lo aman y guardan Sus mandamientos, que estén atentos Tus oídos y abiertos Tus ojos para oír la oración de Tu siervo, que yo hago ahora delante de Ti día y noche» (Nehemías 1:4–6).
Nehemías reconoció que la grave situación del pueblo de Israel se debía a su pecado y le recordó a Dios Su promesa de restituir: «Acuérdate ahora de la palabra que ordenaste a Tu siervo Moisés: “Si ustedes son infieles, Yo los dispersaré entre los pueblos; pero si se vuelven a Mí y guardan Mis mandamientos y los cumplen, aunque sus desterrados estén en los confines de los cielos, de allí los recogeré y los traeré al lugar que he escogido para hacer morar Mi nombre allí”» (Nehemías 1:6–11).
Un profundo anhelo ardía en el corazón de Nehemías, el de ir a Jerusalén y ayudar a su pueblo. A Nehemías se le hizo difícil ocultar su pena. Al notar el rey el rostro triste del que siempre había sido un siervo alegre, le preguntó: «¿Por qué estás triste, Nehemías? […] Lo que reflejas es un profundo pesar». Nehemías, con temor y temblor, respondió: «Oh rey, ¿cómo no he de estar triste sabiendo que la ciudad donde se hallan los sepulcros de mis padres se encuentra en ruinas, y mi pueblo tiene grandes dificultades?» (Nehemías 2:1–3).
«Pues entonces, ¿en qué puedo ayudarte?», preguntó el rey. Nehemías elevó una rápida plegaria, pidiendo al Señor que le diera prudencia. Se aventuró y le pidió al rey que lo enviara a Jerusalén para reconstruir el muro. El rey consideró su petición durante un momento y luego preguntó: «¿Cuándo regresarás?» Nehemías propuso cierto período de tiempo y el rey accedió, y su oración fue respondida (Nehemías 2:4–6).
La diligencia de Nehemías al servir al rey por muchos años llevó a Artajerjes a considerar su petición con benevolencia y premiar su fidelidad. Además de darle cartas de recomendación, Artajerjes nombró a Nehemías gobernador de Judá, y autorizó al guarda del bosque real que estaba cerca de Jerusalén para que le diera la madera que necesitaba para la construcción de las puertas de la fortaleza del templo, para la muralla de la ciudad y para construir una casa para Nehemías. Asimismo, el rey le asignó una pequeña escolta militar para el largo y peligroso viaje (Nehemías 2:7–9).
Al llegar a Jerusalén, Nehemías prudentemente inspeccionó el muro en la oscuridad de la noche, ya que los que se encontraban en los territorios vecinos sin duda se opondrían a que las defensas de Jerusalén fuesen fortificadas. Por tanto, hasta no haber trazado un buen plan, Nehemías no informó a nadie de sus intenciones de fortificar Jerusalén y reconstruir la muralla (Nehemías 2:10–16).
Una vez que ideó un plan, Nehemías reunió a las autoridades, los sacerdotes y los nobles de la ciudad y les explicó que la mano de su Dios había sido bondadosa con él para reconstruir Jerusalén, haciéndoles saber que había recibido el apoyo del rey. Todos gritaron jubilosos: «Levantémonos y edifiquemos», así que emprendieron esa buena obra (Nehemías 2:17–18). La fe y los ideales de Nehemías avivaron una nueva llama de esperanza en el corazón de todos los que escuchaban. Antes de su llegada estaban abatidos y carecían de dirección, pero ahora se habían unido para trabajar juntos por una meta común.
Sin embargo, había muchos enemigos, como Sanbalat, el horonita (samaritano), y Tobías el amonita, quienes estaban muy disgustados: «les desagradó sobremanera que alguien viniera a procurar el bien de los israelitas» (Nehemías 2:10). Al poco tiempo lanzaron una campaña de difamación para desacreditar la autoridad de Nehemías, acusándolo de rebelarse contra el rey al fortificar las defensas de Jerusalén; era una acusación sumamente grave.
Pero Nehemías no se dejó intimidar. Respondió con fe y convicción: «El Dios del cielo nos concederá salir adelante. Nosotros, Sus siervos, vamos a comenzar la reconstrucción. Ustedes no tienen autoridad ni derecho, ni son parte de la historia de Jerusalén» (Nehemías 2:19,20). Nehemías organizó de inmediato los grupos de trabajadores, asignándole a cada familia la reconstrucción de una porción del muro. Confiaba en que alcanzarían el éxito, «porque el pueblo tuvo ánimo para trabajar»; y desempeñaron esa labor de todo corazón (Nehemías 4:6).
Cuando los enemigos de Nehemías que se encontraban en las tierras vecinas vieron que se reparaban las murallas y que se empezaban a cerrar las brechas, se enojaron mucho y planearon luchar contra Jerusalén y causar confusión. Sanbalat se burló de los judíos y en presencia de sus hermanos y el ejército de Samaria, dijo: «¿Qué hacen estos débiles judíos? ¿La restaurarán para sí mismos?» (Nehemías 4:1–2).
Cuando Nehemías se enteró de sus intenciones, en vez de acobardarse, clamó a Dios y puso un guardia como protección contra ellos día y noche. Luego adoptó una actitud resuelta. Armó a los obreros con espadas, arcos y lanzas, y apostó una guardia permanente durante las 24 horas del día. Gritó: «No les tengan miedo. Acuérdense del Señor, que es grande y temible, y luchen por sus hermanos, sus hijos, sus hijas, sus mujeres y sus casas» (Nehemías 4:7–14).
A partir de entonces, los obreros trabajaban con sus espadas al cinto, y los que acarreaban materiales de construcción trabajaban con una mano y con la otra empuñaban sus armas. Nehemías estaba tan alerta y tan consagrado a la obra que él y sus hombres dormían vestidos por si se presentaba algún problema durante la noche (Nehemías 4:15–23).
Cuando le informaron a Sanbalat y Tobías que el muro y las puertas estaban ya casi listas, conspiraron contra Nehemías y mandaron un enviado especial con un mensaje pidiéndole que se encontrara con ellos en una de las aldeas de la llanura de Ono. Pero Nehemías sabía que aquella invitación a una supuesta conferencia de paz era una trampa para hacerle daño. Respondió: «Estoy ocupado en una gran tarea, así que no puedo ir. ¿Por qué habría de dejar el trabajo para ir a encontrarme con ustedes?» (Nehemías 6:1–3).
Su enemigo envió cuatro mensajes más, pero al ver que Nehemías aún se negaba a reunirse con ellos, le mandaron una carta abierta en la que afirmaban que «fuentes fidedignas» les informaron que las intenciones de Nehemías eran las de sublevarse contra el rey, y que aquel era el verdadero motivo detrás de la fortificación de Jerusalén. Amenazaron con informar al rey de su «conducta traidora» si Nehemías se negaba a negociar con ellos.
Nehemías se dio cuenta de que aquello era una conspiración para asustarlos y que dejaran de trabajar en la muralla. Sin embargo, se mantuvo firme en su fe, se concentró en su trabajo, y oró: «Dios, intentan atemorizarnos, piensan que se debilitarán nuestras manos en la obra. Pero, oh Dios, fortalece mis manos». Luego les respondió: «No han sucedido esas cosas que dicen, sino que las inventan en su corazón» (Nehemías 6:8,9).
Era cierto que la gente se había cansado de trabajar y de la carga de mover todos los escombros, junto con la andanada de amenazas y la desinformación difundida por sus enemigos. Sin embargo, la fe inquebrantable y la perseverancia de Nehemías mantuvieron la unidad. La clave fue que él sabía que esa era la obra de Dios y que Él trabajaría a favor de ellos para terminar aquella enorme labor, de la que dependía el futuro de Israel (Nehemías 4:20).
Al poco tiempo, lo que aparentemente era una tarea imposible quedó concluida, ¡y el muro fue reconstruido en apenas 52 días! Al montarse y cerrarse las enormes puertas de madera y hierro, la ciudad se llenó de júbilo. La misma gente que estaba cansada, desalentada y sin esperanza, ahora cantaba con gozo en las calles, celebrando el término de la obra. Nehemías escribió: «Cuando […] se enteraron de esto, las naciones vecinas se sintieron atemorizadas y humilladas, pues reconocieron que ese trabajo se había hecho con la ayuda de nuestro Dios» (Nehemías 6:15–16).
Debido a la fe de Nehemías y la obediencia de la gente, Dios derramó Su Espíritu sobre el pueblo en un reavivamiento espiritual impresionante. Todos los habitantes de la nación se reunieron a escuchar a los sacerdotes que enseñaban la Palabra de Dios. «Ellos leían con claridad el libro de la Ley de Dios y lo interpretaban de modo que se comprendiera su lectura» (Nehemías 8:8).
Durante siete días todos se reunieron cada mañana para escuchar la Ley de Dios que estaba escrita; confesaban sus pecados y mejoraba su relación con Dios. Todos alababan a Dios y mostraban su gratitud, porque a pesar de todos sus pecados pasados y de que se alejaron de los caminos de Dios, Él los había bendecido grandemente. Pero al comprender lo que Dios había deseado para ellos, y cuánto se habían alejado de Sus caminos, lloraron y se lamentaron de sus errores del pasado.
En ese momento, Nehemías, habló delante de la gran congregación. Les dio ánimo, diciéndoles: «No lloren ni se pongan tristes. […] Coman bien, tomen bebidas dulces y compartan su comida con quienes no tengan nada, porque este día ha sido consagrado a nuestro Señor. No estén tristes, pues el gozo del Señor es su fortaleza» (Nehemías 8:9,10). Más adelante, en el libro de Nehemías leemos que a medida que el pueblo se comprometió a andar en el camino de Dios, Él los llenó de alegría. Era tal el regocijo de Jerusalén que se oía desde lejos (Nehemías 12:43).
Este es un relato asombroso de cómo la fe de un hombre cambió la historia de toda una nación al obrar con oración y fidelidad para cumplir los propósitos de Dios. Su determinación no solo protegió a su pueblo de aquella época, sino algo más importante, los preservó como nación para la venida de Jesucristo varios siglos después, cuando Él sacrificaría Su vida por nuestra salvación eterna y reconciliación con Dios. Pues «en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados» (2 Corintios 5:18,19). «A todos los que lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en Su nombre» (Juan 1:12).
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en abril de 2025.
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