El fariseo y el cobrador de impuestos
Peter Amsterdam
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[The Pharisee and the Tax Collector]
La parábola del fariseo y el recaudador de impuestos figura únicamente en el capítulo 18 del libro de Lucas. Entre otras cosas, por medio de las comparaciones que se hacen entre los dos personajes, se trata el elemento fundamental de la salvación. Comenzaremos por estudiar a los dos personajes de la parábola.
El fariseo: Los fariseos eran miembros de la sociedad judía que tenían convicciones muy fuertes acerca de observar tanto las leyes de Moisés como las tradiciones recibidas de sus antepasados. Tales tradiciones no formaban parte de la ley mosaica, pero los fariseos las ponían al mismo nivel. El término fariseo significa «separados».
Los fariseos se esforzaban por cumplir la ley de Moisés, sobre todo los mandamientos que tenían que ver con el diezmo y la pureza. Muchos judíos no observaban las leyes sobre los alimentos, la preparación de los mismos y el lavado de manos; por eso los fariseos eran cuidadosos a la hora de comer con otras personas, a fin de no volverse ritualmente impuros. Algunos criticaron a Jesús por comer con pecadores, y menospreciaron a Sus discípulos por ingerir alimentos sin haberse lavado las manos (Marcos 7:5). También censuraron a Jesús más de una vez por quebrantar las leyes sobre el sábado (Lucas 13:14; Juan 5:16).
En asuntos religiosos, los fariseos tenían fama de pasarse de la raya. La Ley escrita solo requería el ayuno una vez al año, en el Día de la Expiación; no obstante, algunos fariseos ayunaban dos veces a la semana, como acto de piedad voluntario. Diezmaban todo lo que adquirían, lo cual también era más de lo que exigía la Ley.
La mayoría de los judíos no observaban la ley mosaica tan rigurosamente como los fariseos; por eso los judíos de la época de Jesús consideraban a los fariseos muy justos y piadosos.
El cobrador de impuestos: Los romanos, que gobernaban Israel en tiempos de Jesús, exigían tres tipos de impuestos: el impuesto territorial, la capitación y los derechos de aduana. Los impuestos se empleaban para pagar tributo a Roma, que había conquistado Israel en el año 63 a. C.
Lo más probable es que el recaudador de impuestos de la parábola estuviera vinculado al sistema aduanero. En todo el Imperio romano había un sistema de peajes y gabelas que se recolectaban en los puertos, en las oficinas de impuestos y en las puertas de las ciudades. Las tarifas oscilaban entre el dos y el cinco por ciento de los bienes transportados de una ciudad a otra. El valor de los artículos lo determinaba el cobrador. Aunque existía cierto control, con frecuencia los recaudadores, para obtener ganancias, tasaban los artículos en mucho más de su valor real. Los contribuyentes consideraban que eso era robo institucional1.
Cuando unos recaudadores de impuestos fueron donde Juan el Bautista para ser bautizados y le preguntaron qué debían hacer, él respondió: «No exijáis más de lo que os está ordenado» (Lucas 3:13), una clara indicación de que cobraban de más para su propio beneficio.
Los recaudadores de impuestos eran calificados de extorsionistas e injustos y se los consideraba religiosamente impuros; por consiguiente, su casa y toda casa en la que entraran también era considerada impura. Se metía en el mismo saco a los detestados cobradores de impuestos, los pecadores y las prostitutas (Mateo 21:32). La gente respetable los rehuía.
Desde luego el recaudador de la parábola no es una persona íntegra; es un sinvergüenza, y él es consciente de ello, como se evidencia por sus acciones en el Templo y su oración.
La parábola: La parábola empieza así: «A unos que confiaban en sí mismos como justos y menospreciaban a los otros, [Jesús] dijo también esta parábola» (Lucas 18:9).
Lucas hace una introducción para explicar que la parábola es acerca de las personas que piensan que pueden alcanzar la justicia por méritos propios. Jesús dirige la parábola a unos que tienen mucha confianza en sí mismos, se estiman muy rectos y consideran a otros inferiores e indignos de respeto.
La parábola continúa: «Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano [cobrador de impuestos]» (Lucas 18:10). Las palabras subir y, más adelante en la parábola, descender hacen referencia a la elevación del Monte del Templo, que era el punto más alto de la ciudad.
Era costumbre orar dos veces al día, una en la mañana y otra en la tarde, los dos momentos del día en que se ofrecían en el Templo sacrificios de expiación. Las primeras personas que oyeron esta parábola debieron de suponer que el fariseo y el cobrador de impuestos subían al Templo para asistir a uno de los sacrificios diarios de expiación y orar.
«El fariseo, puesto de pie, se puso a orar consigo mismo así: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás. No soy como los ladrones, los injustos, los que cometen el pecado de adulterio, ni tampoco como este cobrador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que adquiero”» (Lucas 18:11,12).
El fariseo oró apartado de los demás; se separó de los demás fieles. Si su ropa tocaba la de una persona impura, él también quedaba impuro. Y no iba a hacer eso una persona que se preocupaba mucho por conservarse pura y santa. Oró de pie, mirando hacia arriba, como era habitual entre los judíos.
También era costumbre rezar en voz alta, así que había bastantes posibilidades de que otros oyeran su oración. Quizá pretendía hacer una oración sermoneadora —ya saben a qué me refiero—, en la que uno reza con la intención de sermonear a los demás en vez de dirigirse verdaderamente al Señor.
No confiesa ningún pecado, no da gracias a Dios por ninguna bendición, ni pide nada para sí ni para otras personas. Da la impresión de estar señalándoles a los demás lo malos que son, despreciándolos, y proclamando su rectitud y su observancia de la Ley. Se compara con los demás y recalca lo aplicado que es él en su religiosidad al lado de ellos.
Ayuna dos veces a la semana, o sea, 104 veces al año, cuando la Ley exigía un solo ayuno anual. La Ley hablaba de diezmar los frutos de la tierra y los animales que uno cuidaba; pero él diezma todo lo que adquiere, por si acaso la persona que se lo vendió no lo diezmó como era su obligación.
El fariseo no es hipócrita. Seguro que se abstiene de cometer los pecados que enumera y que ayuna y diezma más de lo que se le exige. Pero se siente satisfecho de sí mismo y moralmente superior. Desprecia a los que no guardan la Ley como él, y da gracias a Dios por no ser como ellos. Se cree la rectitud personificada, y el primer público que oyó la parábola lo debió de ver así.
Totalmente distintas son la conducta y la oración del cobrador de impuestos: «Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”». (Lucas 18:13).
El cobrador de impuestos se queda lejos de los demás, por la razón opuesta: porque se sabe pecador. No levanta la vista al cielo porque se siente indigno. Extorsiona a la gente y le cobra de más. Es un estafador. No le parece que merezca estar con el pueblo de Dios, y se considera indigno de conversar con Dios. Está apartado de los demás, golpeándose el pecho, y reza: «Dios, sé propicio a mí, pecador».
La palabra griega que se tradujo como «sé propicio» quiere decir «hacer propiciación». El cobrador de impuestos pide propiciación por sus pecados, expiación. No le ruega a Dios misericordia en general; pide expiación, que se le perdonen sus pecados.
El escritor Kenneth Bailey expresa de una forma muy bella la situación del cobrador de impuestos:
Uno casi siente el acre olor del incienso, oye el estruendo de los címbalos y ve la gran nube de denso humo que se eleva desde el holocausto. Allí está el cobrador de impuestos. Se queda lejos, preocupado de que no lo vean, sintiéndose indigno de pararse junto a los demás asistentes. Está desconsolado y anhela participar en todo eso. Le gustaría estar con «los justos». Tan profundo es su remordimiento que se golpea el pecho y clama arrepentido y esperanzado: «¡Oh Dios! ¡Que me sirva a mí! ¡Haz expiación por mí, que soy pecador!» En el Templo, ese hombre humilde, consciente de su pecado y de su poca valía, sin méritos propios que sean dignos de elogio, suspira por poder beneficiarse del gran y dramático sacrificio expiatorio2.
Y resulta que lo consigue. Jesús termina así la parábola: «Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lucas 18:14).
Ese final habría dejado asombrados a los primeros oyentes. El fariseo habría sido tenido por una persona justa y respetable, puesto que no solo cumplía lo que mandaba la Ley, sino que hacía incluso más. Por otra parte, el cobrador de impuestos habría sido considerado un pecador, odiado y vilipendiado por prácticamente todo el mundo, y con razón. De ninguna manera habría sido tenido por justo.
Sin embargo, ¿quién dice Jesús que fue a su casa justificado, es decir, hecho justo? El que se sabía pecador y se humilló, consciente de que todas las buenas obras que hiciera no lo iban a salvar, y genuinamente arrepentido le pidió a Dios misericordia, perdón y salvación.
Así funciona la gracia salvífica de Dios: recibe salvación quien reconoce humildemente su necesidad de Dios, no el que tiene una opinión muy elevada de sí mismo y confía en que sus buenas obras y su religiosidad lo van a salvar. No me vayan a malinterpretar: hacer buenas obras que ayuden a los demás es estupendo; pero esas obras no nos salvan. Uno no consigue de esa manera un montón de puntos a favor que compensen los puntos en contra. No podemos ganarnos a pulso la salvación o el perdón de nuestros pecados. Es simplemente un bello regalo que Dios nos ofrece.
Es cierto que la parábola muestra la necesidad de ser humildes cuando nos presentamos ante Dios en oración y nos advierte que no nos consideremos moralmente superiores por hacer buenas obras y desdeñemos a los demás; no obstante, el tema principal es la gracia de Dios. El mensaje es que nuestras obras no nos salvan; nos salva la gracia de Dios. Por causa de Su gran amor, misericordia y gracia, Dios dispuso una forma de que se nos perdonaran nuestros pecados y pudiéramos establecer una buena relación con Él.
Jesús dice a los oyentes que es por el amor y la gracia de Dios que uno se justifica y que sus pecados son expiados, lo que el apóstol Pablo expresó de la siguiente manera: «Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8,9).
Aunque la cuestión de la salvación por gracia y no por obras es el principal mensaje de esta parábola, también se pueden sacar otras enseñanzas de ella:
- Las oraciones o sermones en que nos jactamos de nuestros logros o menospreciamos a los demás por sus defectos no están bien.
- Es posible que Dios mire a los demás con ojos muy distintos de los nuestros; por consiguiente, no debemos ser criticones. Recordemos que «el Señor no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón» (1 Samuel 16:7).
- El fariseo se imaginaba que podía ser obediente a Dios al tiempo que desdeñaba a los que consideraba menos santos que él, como el cobrador de impuestos. Para él, practicar su religión era más importante que ver a los demás con amor; pero en otros pasajes Jesús dice claramente que el amor es más importante que la religiosidad, y que después de amar a Dios, lo principal es amar a los demás (Mateo 22:37–39).
La parábola revela que a Dios no le impresionan los actos piadosos ni los sentimientos de superioridad, sino que Él es un Dios misericordioso que reacciona ante las necesidades, las sinceras oraciones y el arrepentimiento de las personas. Como dice en Isaías 66:2: «Yo miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu y que tiembla a Mi palabra».
Considerarse moralmente superior, ser orgulloso, tener una opinión elevada de uno mismo y menospreciar a los demás son señales de una actitud que no armoniza con la forma en que Dios mira a las personas. Una manera eficaz de corregir un concepto exageradamente bueno de uno mismo es comparar la propia conducta con la grandeza y perfección de Dios, no con las presuntas faltas y pecados de los demás.
Dios es amor y misericordia. Ama a la humanidad y ha dispuesto una forma de que nos salvemos mediante la muerte sacrificial de Jesús. Anhela ardientemente salvar a todos, incluso a los que para el mundo son los peores pecadores, como el cobrador de impuestos de esta parábola.
Como cristianos, somos llamados a hacer todo lo posible por ayudar a otros a conocerlo, viviendo de una manera que ponga de relieve el amor, la misericordia y la comprensión que nuestro amoroso Salvador nos ha manifestado a todos; y además debemos comunicar la maravillosa noticia de que para conocer a Dios basta con aceptar el regalo que nos ofrece, la salvación por gracia.
Publicado por primera vez en junio de 2013. Adaptado y publicado de nuevo en agosto de 2024. Leído por Gabriel García Valdivieso.
1 Green, Joel B., y McKnight, Scot: Dictionary of Jesus and the Gospels (Downers Grove: InterVarsity Press, 1992), p. 809.
2 Kenneth E. Bailey: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente (Grupo Nelson, 2012), Poet & Peasant, and Through Peasant Eyes, combined edition (Grand Rapids: Eerdmans, 1985), 154.
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