El buen samaritano
Peter Amsterdam
Muchos conocemos bien la parábola del buen samaritano que está en Lucas 10:25-37. Ahora bien, como nuestra cultura es muy distinta de la que había en Palestina en el siglo I, puede que haya aspectos del relato que no entendamos. Cuando oímos o leemos esta parábola, no nos escandaliza, ni nos parece que ataque el statu quo actual. Sin embargo, los que la oyeron de labios de Jesús en el siglo I sí debieron de quedar desconcertados. El mensaje debió de chocar con sus expectativas y poner en tela de juicio sus límites culturales[1].
En la parábola aparecen varios personajes. Examinemos los personajes por orden de aparición.
La parábola dice muy poco acerca del primer personaje, el hombre que fue golpeado y robado; pero nos proporciona un dato crucial. Le quitaron la ropa y quedó medio muerto, en el suelo, inconsciente, habiendo sufrido una fuerte paliza[2].
Es significativo porque en el siglo I la gente era fácilmente identificable por su modo de vestirse y por su idioma o acento. Como el hombre que había sido golpeado no llevaba ropa, era imposible saber su nacionalidad. Como estaba inconsciente y no podía hablar, resultaba imposible determinar quién era o de dónde era.
El segundo personaje del relato es el sacerdote. Los sacerdotes judíos de Israel constituían el clero que servía en el templo de Jerusalén durante una semana cada 24 semanas. No se nos da detalles sobre el sacerdote de este relato; pero los que oyeron a Jesús contar esta parábola debieron de suponer que regresaba a su casa en Jericó tras haber estado una semana sirviendo en el templo.
El tercer personaje de la parábola es el levita. Si bien todos los sacerdotes eran levitas, no todos los levitas eran sacerdotes. Eran considerados el clero bajo y, al igual que los sacerdotes, servían en el templo dos semanas, dos veces al año.
El samaritano: Los samaritanos eran un pueblo que vivía en Samaria, una zona de colinas limitada al norte por Galilea y al sur por Judea. Aceptaban los cinco libros de Moisés, pero consideraban que Dios había escogido el monte Gerizim como lugar de culto, en vez de Jerusalén.
En el año 128 a. C., el templo samaritano del monte Gerizim fue destruido por el ejército judío. Entre el año 6 y 7 d. C., unos samaritanos esparcieron huesos humanos en el templo judío, con lo que lo profanaron. Esos dos sucesos contribuyeron a la profunda hostilidad que había entre judíos y samaritanos y que fue evidente en el Nuevo Testamento. Fue en ese ambiente de hostilidad cultural, racial y religiosa que Jesús contó la parábola del buen samaritano.
El último personaje es el intérprete de la Ley. Aunque no forma parte del relato, fueron las preguntas que le hizo a Jesús las que dieron pie a la parábola. En la época del Nuevo Testamento, los intérpretes de la Ley eran escribas. Eran expertos en la ley religiosa, intérpretes y maestros de las leyes de Moisés. Estudiaban las cuestiones más espinosas y sutiles de la Ley y emitían su opinión. Puede que este intérprete le planteara a Jesús sus preguntas con la intención de iniciar un debate sobre la interpretación de las Escrituras. Quizá también lo hizo porque tenía inquietudes espirituales.
La parábola
Ahora que conocemos mejor a los personajes, veamos lo que sucedió cuando un intérprete de la Ley le hizo a Jesús unas preguntas en Lucas, capítulo 10, versículo 25: «Cierto intérprete de la Ley se levantó, y para poner a prueba a Jesús dijo: “Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”» La cuestión de cómo alcanzar la vida eterna era motivo de debate entre los eruditos judíos del siglo I, y se hacía particular hincapié en el cumplimiento de la Ley como forma de ganarse la vida eterna.
«Y Jesús le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Respondiendo [el intérprete de la Ley], dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo”»[3].
Como se aprecia en los Evangelios, eso era justo lo que Jesús había estado enseñando; quizás el intérprete de la Ley lo había oído decir que se debía cumplir ese principio de amar a Dios con todo su ser y amar a su prójimo. En su siguiente frase, el intérprete de la Ley quiere saber qué es lo que tiene que hacer, qué obras, qué actos debe realizar para justificarse, es decir, para merecerse la salvación. «Pero queriendo [el intérprete de la Ley] justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”»[4]
El intérprete de la Ley quiere saber a quién concretamente tiene que amar. Sabe que en la categoría de «prójimo» están sus paisanos judíos. Pero los gentiles no eran considerados «prójimos», aunque en Levítico 19:34 dice: «El extranjero que resida con ustedes les será como uno nacido entre ustedes, y lo amarás como a ti mismo…» Entonces, sus prójimos serían probablemente sus paisanos judíos y todo extranjero que viviera en su ciudad. Cualquier otro desde luego no sería su prójimo, y menos los detestados samaritanos. Es en respuesta a la pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» que Jesús cuenta la parábola.
«Jesús le respondió: “Cierto hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, los cuales después de despojarlo y de darle golpes, se fueron dejándolo medio muerto”»[5]. Si bien era imposible saber la nacionalidad del hombre, dado el contexto y el desenlace del relato los primeros oyentes muy probablemente se imaginaron que ese hombre era judío.
«Por casualidad cierto sacerdote bajaba por aquel camino, y cuando lo vio, pasó por el otro lado del camino»[6]. Es probable que el sacerdote volviera de una de sus semanas de servicio en el templo. Por su categoría social, seguramente iba montado en un burro y podría haber llevado a Jericó al hombre herido. El caso era que no tenía forma de saber quién era, o de qué nacionalidad era, puesto que estaba inconsciente y además desnudo. La ley mosaica obligaba al sacerdote a ayudar a un compatriota judío, pero no a un extranjero. Además, el sacerdote no sabía si el hombre estaba muerto o vivo y, según la Ley, si tocaba un cadáver o se acercaba a uno quedaría ceremonialmente impuro. Al final, decidió pasar de largo por el otro lado del camino para guardar las distancias con él.
La parábola continúa: «Del mismo modo, también un levita, cuando llegó al lugar y lo vio, pasó por el otro lado del camino»[7]. El levita hace lo mismo que el sacerdote y decide no ayudar.
La tercera persona que hace su aparición es un samaritano despreciado, un enemigo. Jesús cuenta todo lo que este hace por el moribundo, cosas que los religiosos, el sacerdote y el levita, personas que servían en el templo, hubieran debido hacer. «Pero cierto samaritano, que iba de viaje, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio, tuvo compasión. Acercándose, le vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó»[8].
El samaritano se compadece del hombre golpeado, cura sus heridas y echa vino y aceite en las heridas para desinfectarlas. Además de eso, monta al hombre sobre su propio animal y lo lleva a una posada, supongo que en Jericó. Es el samaritano quien hace lo que ni el sacerdote ni el levita quisieron hacer.
Y eso no fue todo lo que hizo. «Al día siguiente, sacando dos denarios se los dio al mesonero, y dijo: “Cuídelo, y todo lo demás que gaste, cuando yo regrese se lo pagaré”»[9]. Dos denarios equivalían al salario de dos días de un obrero. El samaritano prometió volver y pagar todo gasto adicional para que el hombre golpeado estuviera seguro y continuara recibiendo atención.
Al terminar la parábola, Jesús le pregunta al intérprete de la Ley: «“¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” El intérprete de la Ley respondió: “El que tuvo misericordia de él”. “Ve y haz tú lo mismo”, le dijo Jesús»[10].
Cuando el intérprete de la Ley preguntó: «¿Quién es mi prójimo?» quería una respuesta categórica y simple. Pero la parábola de Jesús demostró que no se puede hacer una listita que reduzca las personas que estamos obligados a amar o que debemos considerar nuestro prójimo. Jesús aclaró que el prójimo son las personas necesitadas que Dios pone en nuestro camino.
Mediante esta parábola Jesús dejó bien claro que su prójimo —nuestro prójimo— es cualquiera que tenga necesidad, sea cual sea su raza, su religión o su posición en la comunidad. No hay límites a la hora de decidir a quién manifestar amor y compasión. La compasión va mucho más lejos que lo que requiere la ley. Hasta se nos pide que amemos a nuestros enemigos.
Las personas golpeadas con las que nos encontramos en la vida tal vez no estén medio muertas físicamente a un lado del camino. Pero son tantos los que necesitan que les manifiesten amor y compasión, y tener a alguien que los ayude o que esté dispuesto a escuchar su clamor, para convencerse de que tienen valor, de que alguien cuida de ellos. Si Dios te pone a ti en su camino, es posible que te esté llamando a ser ese alguien.
En esta parábola Jesús declaró qué espera de nosotros en cuanto a amor y compasión, y Sus palabras de cierre para nosotros, los que la oyen hoy en día, son: «Ve y haz tú lo mismo».
Artículo publicado por primera vez en mayo de 2013. Texto adaptado y publicado de nuevo en julio de 2020.
[1] Para preparar este artículo se consultaron los siguientes libros de Kenneth E. Bailey: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente (Grupo Nelson, 2012), Poet and Peasant y Through Peasant Eyes, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids, 1985.
[2] Lucas 10:30.
[3] Lucas 10:26–27 (NBLH).
[4] Lucas 10:29 (NBLH).
[5] Lucas 10:30.
[6] Lucas 10:31.
[7] Lucas 10:32.
[8] Lucas 10:33,34.
[9] Lucas 10:35.
[10] Lucas 10:36,37.
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