El aspecto de las buenas nuevas
Recopilación
Recuerdo la primera vez que pensé en amar a las personas de tal manera que supieran lo que Dios siente por ellas. Un verano trabajaba con alumnos, y me invitaron a hablar en un retiro espiritual de un colegio secundario que se llevó a cabo en un lugar cerca del río Columbia en la parte central del estado de Washington. […] [Mi amigo Jeff y yo] nos sentamos a orar acerca de la futura sesión, y tuve la fuerte impresión de que Dios me decía: «Quiero que les hagas ver a esos chicos lo que pienso de ellos». Esa idea me pareció estupenda. Sin embargo, seré franco, no entendí lo que significaba. Pensé que trataría de comunicarlo cuando llegara el momento de hablar.
Cuando me puse de pie para dirigir la palabra a los cincuenta campistas [jóvenes], todos parecían estar encerrados en un profundo estupor. Ninguna de mis bromas los hizo reír, ninguno de mis relatos los emocionó, nada dio resultado. Desde el futbolista hasta la muchacha tímida que llevaba puesto un aparato de ortodoncia para enderezar los dientes, lo que todos hacían era solo mirarme fijamente. Los alumnos de enseñanza media pueden llegar a ser intimidantes cuando miran de esa manera.
¿Por qué no lograba comunicar el mensaje: «Esto es lo que Dios piensa de ti»? Estudié oratoria y Dios me pidió que comunicara Su amor a aquellos chicos. Y allí me encontraba, de pie, sintiéndome como un tonto.
Así que empezamos a pasar tiempo con los campistas. Jeff y yo jugamos fútbol, llegamos a conocer a los chicos de uno en uno, cuando nos fue posible agregamos un poco de esperanza, después de cuarenta y dos intentos ayudamos al chico alto a ponerse de pie para hacer esquí acuático. Principalmente, los acompañamos el fin de semana; todo ese tiempo supusimos que la razón de nuestra presencia allí no se había concretado y que no sucedía nada en particular.
La última noche, cuando los cincuenta chicos se formaron para despedirse de nosotros, Jeff y yo nos dimos cuenta de que en algún momento de aquel fin de semana se había abierto la ventana de la redención. Uno por uno, los chicos nos dieron las gracias por ser amigos, por escuchar, por jugar. La mayoría de ellos lloró, hasta el futbolista.
Jeff y yo nos subimos al auto y nos marchamos, asombrados y más humildes. Sentimos lo que los discípulos debieron haber sentido cuando Jesús los mandó de viaje. En muchos casos, no sabían a dónde se dirigían, ni las razones, ni lo que deberían hacer cuando llegaran allí. Partieron, simplemente. Resultó que lo que tuvo más importancia fue que partieran. Rick McKinley[1]
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«Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo». Ahora bien, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique? ¿Y quién predicará sin ser enviado? Así está escrito: «¡Qué hermoso es recibir al mensajero que trae buenas nuevas!» Romanos 10:13-15[2]
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El famoso evangelizador norteamericano Dwight Moody (1837–1899) dijo en cierta ocasión: «La prédica que más necesita este mundo son sermones con zapatos que caminen con Jesucristo». Algunos opinan que lo que Moody quiso decir es que la mayoría de las personas ni se acercan a una iglesia. Por tanto, para que lleguen a conocer el Evangelio es imperioso que alguien se lo transmita. Otros afirman que quiso decir que la mayoría de la gente se forma su opinión acerca del cristianismo y de lo que este ofrece por los ejemplos vivos que ve y no por las prédicas que oye. Es decir, que la vida de los cristianos es más elocuente que sus dichos. Es posible que haya querido decir ambas cosas, pues las dos son ciertas.
Es necesario anunciar el Evangelio a la gente y explicárselo; pero también hay que darle un ejemplo vivo del mismo. Las palabras son necesarias; pero para que la testificación sea más eficaz debe entrañar algo más que palabras. Solamente el Espíritu Santo puede obrar en el corazón de alguien y llevarlo a aceptar a Jesús y salvarse; pero la mayoría de las personas no entienden lo que Dios ofrece ni creen que pueda hacerse realidad en su vida si no ven cómo ha obrado ese mismo poder en la vida de otros. Cuando testificamos a alguien, podemos pasarnos horas diciéndole todo lo que Dios podría concederle o hacer por él; pero a menos que vea un ejemplo en nosotros mismos, es probable que nuestras palabras caigan en saco roto. Es preciso que los demás vean que Él ha obrado un cambio para bien en nuestra vida y nos ha dado algo que ellos no tienen y no pueden conseguir por su cuenta. Shannon Shayler y Keith Phillips[3]
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Al tratar de captar a una persona, es frecuente que, para que llegue a creer en Dios o aceptar a Jesús, primero tengamos que inspirarle fe en nosotros. Es probable que no entienda o no crea lo que le digamos acerca de Dios a menos que se lo manifestemos mediante algún acto visible y tangible con el que pongamos nuestras palabras en acción, traduzcamos nuestra fe en hechos y pasemos de la teoría a la práctica, del sermón a las obras.
Sucedió que un cristiano y un ateo caminaban por la calle hablando de Dios. El ateo ridiculizaba a Dios, y decía: «Si Dios existiera de verdad, habría alguna prueba de ello. Debería haber alguna diferencia entre nosotros que la gente pudiera percibir. Si es verdad que tú tienes a Dios y yo no, ese mendigo, por ejemplo, debería notarlo con solo mirarnos. Veamos a quién le pide limosna». Cuando pasaron junto al mendigo, este extendió la mano por delante del ateo —que se encontraba más cerca de él— en dirección al otro hombre y le dijo: «Usted, caballero, que tiene a Dios reflejado en el rostro, ¿no me daría una limosna?» Los demás tienen que ver a Jesús en nosotros. Es preciso que reflejemos la luz y el amor de Su Espíritu. Y para ello, tenemos que cultivar una estrecha relación con Él, amarlo constantemente y agradecerle toda Su bondad para con nosotros. David Brandt Berg[4]
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En uno de los Salmos se nos dice que la luz está sembrada para el justo[5]. […] La imagen es asombrosa: luz que viene en semillas, que se siembra como si fuera trigo, que crece para nosotros en el suelo. […] Eso significa que en nuestra vida lo bueno no llega en pleno crecimiento, sino como semillas. Sabemos lo que es una semilla. Contiene solo el germen de una planta, un árbol o una flor. Así empieza toda la vida terrenal.
Cuando Dios quiere dar un roble al bosque, no envía un árbol enorme; planta una bellota. Cuando quiere una cosecha de trigo dorado que el viento mueva en el campo, no hace un milagro y hace que aparezca de la noche a la mañana; pone en las manos del agricultor un montón de granos de trigo para que los siembre a voleo por los surcos. La misma ley se aplica a la vida espiritual o moral. «El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo… y se hace árbol». Así pues, una vida noble empieza en una pequeña semilla, solo un punto de vida. Al principio es solo una idea, una sugerencia, un deseo; luego una decisión, un propósito santo.
Dios quiere que cada día avancemos como sembradores de luz y alegría. Ya sea que lo hagamos con esa intención o no, somos sembradores, a cada paso de nuestro camino. ¿Qué clase de semilla sembramos? El Maestro cuenta la historia de un agricultor que esparció la buena semilla sobre su campo, y que después un enemigo vino a hurtadillas y en secreto sembró cizaña entre el trigo del agricultor.
¿Qué semillas sembraste ayer? ¿Sembraste solo pensamientos puros, buenos, limpios, tiernos y amorosos en los jardines de la vida de la gente? Es lamentable que alguien ponga un pensamiento de gran maldad en la mente de otra persona.
Dios quiere que solo sembremos buenas semillas. ¡Las semillas de luz! Quiere que hagamos que este mundo sea más luminoso. ¡Las semillas de la alegría! Quiere que hagamos que este mundo sea más feliz. Algunas personas no hacen ninguna de esas dos cosas. Por dondequiera que van, siembran pesimismo y desaliento. Siembran tristeza, dolor, profunda pena. Si somos sembradores de esa clase, no cumplimos nuestra misión, decepcionamos a Dios, hacemos que el mundo sea menos luminoso y menos feliz.
En cambio, piensa en quien dondequiera que va siembra solo luz y alegría, que al igual que su Maestro, ama con sinceridad al ser humano. En alguien que nunca piensa en sí mismo, que se esfuerza cuando otro necesita de sus servicios, que solo tiene muchos deseos de hacer el bien a los demás, que sean mejores, que estén más contentos. Seamos sembradores de luz y de alegría siempre y en todas partes. De este modo, ayudaremos a Cristo a hacer que los desiertos se conviertan en jardines de rosas y a llenar el mundo de luz y amor. J. R. Miller[6]
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Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la repisa para que alumbre a todos los que están en la casa. Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo. Mateo 5:14-16[7]
Publicado en Áncora en noviembre de 2013.
Traducción: Patricia Zapata N. y Antonia López.
[1] This Beautiful Mess (Multnomah, 2006).
[2] NVI.
[3] Uno a uno (Aurora Production, 2010).
[4] Uno a uno (Aurora Production, 2010).
[5] Salmo 97:11.
[6] The Glory of the Common Life (London: Hodder and Stoughton, 1910).
[7] NVI.
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