El amor bajó del Cielo en Navidad
David Brandt Berg
Para muchas personas, la Navidad es la principal fiesta del año, unos días en que no tienen que trabajar ni asistir al colegio y pueden tomarse unas vacaciones. Para otros, la Navidad es también una temporada muy agitada, de agobio, en que se corre de un centro comercial a otro y de tienda en tienda, compitiendo con una muchedumbre que lucha frenéticamente por comprar regalos para sus familiares, amigos y conocidos.
En muchos casos, la Navidad tiende a pasar inadvertida entre los días y semanas que la preceden y siguen. Muchas tarjetas y adornos navideños llevan escrito un escueto «Felices Fiestas», sin mención alguna de lo que se celebra en la fecha. Los arbolitos de Navidad, las luces de colores, los muñecos de nieve, las campanillas, los platos especiales, los dulces, el turrón, etc., contribuyen a definir lo que para la mayor parte de la gente significa la temporada navideña. Luego, tenemos ese cuento que tanto se enseña a los niños acerca de un jovial anciano de largas barbas blancas que en Nochebuena surca los cielos en un trineo cargado de regalos, tirado por un reno volador. No es de extrañar, pues, que los chiquillos identifiquen la Navidad con la época en que viaja Papá Noel y les trae, si tienen suerte, los juguetes nuevos y regalos que desean.
Pareciera que el auténtico sentido de la Navidad prácticamente se podría olvidar y eliminar por completo entre todos los elementos que se incorporan en la temporada. La Navidad, sin embargo, es mucho más que arbolitos, adornos, Papá Noel, regalos y todo el consumismo que la caracterizan. Haciendo a un lado esas distracciones que amenazan con ahogar y enterrar el verdadero sentido y espíritu de la Navidad, podremos descubrir la belleza y la singularidad de esta fiesta. En la Nochebuena se celebra el momento en que Dios envió al mundo Su amor, encarnado en una criaturita indefensa y débil, hace dos mil años.
Jesús nació de una humilde joven que lo concibió milagrosamente sin haber tenido jamás relaciones con un hombre. Es más, la noticia de su embarazo fue tan escandalizadora para el hombre con el que estaba comprometida en matrimonio, ¡que al recibirla decidió cancelar el compromiso y anular la boda! Hasta que un ángel intervino y lo convenció de que permaneciera junto a ella y criara y protegiera a aquel niño tan especial que ella llevaba en su vientre.
Si bien aquel niño estaba predestinado a ser rey —más aún, Rey de reyes—, no vio la luz en un lujoso palacio en presencia de ilustres cortesanos. Por el contrario, vino a nacer en el suelo de un establo, rodeado de vacas y asnos; fue envuelto en trapos y acostado en el pesebre donde comían los animales.
Su nacimiento no se proclamó con bombo y platillo. Tampoco tuvo el reconocimiento del Gobierno ni de las instituciones de ese entonces. Pero aquella noche, en un cerro cercano, un grupo abigarrado de pastores se maravilló al ver el fulgor que apareció de pronto en el cielo estrellado y una multitud de ángeles que llenaba la noche con su anuncio y su cántico celestial: «¡Gloria a Dios en las alturas! Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Porque os ha nacido hoy un Salvador, Cristo el Señor»[1].
Lejos de allí, en Oriente, apareció otra señal en los cielos: una estrella resplandeciente atrajo la atención de ciertos astrólogos, que entendiendo su significado salieron en pos de ella. Recorrieron miles de kilómetros por el desierto, y la estrella los condujo al lugar exacto donde se encontraba el pequeño: la aldea de Belén, y allí lo honraron con sus presentes.
El niño tuvo por padre terrenal a un carpintero, un humilde artesano, con quien vivió y trabajó. Para poder amarnos y comprendernos mejor, adoptó nuestros usos, costumbres, idioma y modo de vida. Al ver el sufrimiento de los seres humanos tuvo gran compasión; deseó no solo sanar sus cuerpos enfermos y dolientes, sino también salvar sus espíritus inmortales.
Cuando le llegó el momento de emprender Su misión en la Tierra, fue por todas partes haciendo el bien. Prestaba ayuda, infundía fuerzas a los cansados, aliviaba a los desconsolados y salvaba a cuantos podía. No se limitó a predicar Su mensaje; lo vivió entre la gente, como uno más. Atendía las necesidades espirituales de Sus semejantes, pero también dedicó mucho tiempo a cuidar de sus necesidades físicas y materiales. Milagrosamente curaba a los enfermos, daba de comer a los hambrientos y compartía con los demás Su vida y Su amor.
No prescribió ningún ceremonial complicado ni normas religiosas de difícil cumplimiento. Predicó la verdad; asimismo, manifestó amor y se esforzó por conducir a los hijos de Dios al reino de los Cielos, cuyas leyes son: «Amarás al Señor con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo»[2]. Se despojó de toda reputación; era amigo de pecadores y de los marginados y oprimidos de la sociedad.
A medida que se difundía Su mensaje de amor y se multiplicaban Sus seguidores, los dirigentes de la religión oficial, envidiosos, tomaron conciencia de la amenaza que suponía para ellos quien hasta entonces no había sido más que un carpintero desconocido. Finalmente lograron que lo detuvieran y enjuiciaran, bajo acusaciones falsas de sedición y subversión. Pese a ser hallado inocente en juicio por el gobernador romano, las presiones ejercidas sobre éste por aquellos influyentes sacerdotes lo convencieron para decretar Su ejecución. No obstante, tres días después de que depositaran Su cuerpo sin vida en un frío sepulcro, ¡resucitó, triunfando para siempre sobre la muerte y el infierno!
Ese hombre, Jesucristo, no es un simple profeta, filósofo, maestro, rabino o gurú, sino el Hijo de Dios. Dios, el gran Creador del universo, es un Espíritu todopoderoso, omnisciente, omnipresente, que está fuera del alcance de nuestra limitada comprensión humana. Así pues, para mostrarnos más claramente Su esencia y acercarnos a Él, dispuso que Jesús tomara forma corporal y lo envió al mundo. Si bien muchos grandes maestros vertieron enseñanzas en torno a Dios y el amor, Jesús es amor y es Dios. Solo Él murió por los pecados del mundo y resucitó de los muertos. Pertenece a una categoría aparte, porque es el único Salvador. En una ocasión dijo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí»[3].
¿Te gustaría llegar a saber sin asomo de duda que Jesucristo es el Hijo de Dios, el camino que conduce a la salvación? Puedes hacerlo. Solo tienes que darle una oportunidad. Basta con que hagas una oración pidiéndole humildemente que entre en tu corazón, perdone todos tus pecados y llene tu vida de Su amor y paz.
Él existe de verdad y te ama, tanto es así que murió en tu lugar y sufrió por tus pecados para librarte de esa carga. Solo hace falta que lo aceptes a Él y el regalo que te hace: la vida eterna. La Biblia dice: «De tal manera amó Dios al mundo [a ti y a mí], que ha dado a Su Hijo unigénito [Jesús], para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna»[4].
Jesús es el regalo que dio origen a la Navidad, el regalo de amor que Dios entrega al mundo; puede convertir una festividad carente de sentido en una Navidad dichosa, y tus deseos de un próspero año nuevo en una vida realmente nueva y venturosa. Ámalo y vive para Él desde ahora. Disfrutarás para siempre de Su compañía y del Cielo. Que Dios te bendiga, y que con Su amor seas tú también una bendición para los demás.
Artículo publicado por primera vez en 1986. Texto adaptado y publicado de nuevo en diciembre de 2014.
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