¿Dónde vamos a encontrar la gracia?
Recopilación
Dios es tan rico en misericordia y nos amó tanto que, a pesar de que estábamos muertos por causa de nuestros pecados, nos dio vida cuando levantó a Cristo de los muertos. (¡Es solo por la gracia de Dios que ustedes han sido salvados!) Efesios 2:4-5[1]
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¿En qué se diferencia el cristianismo de todas las otras religiones? Hace años se hizo esa pregunta en una conferencia. Algunos participantes sostuvieron que el cristianismo es único porque enseña que Dios se hizo hombre. Sin embargo, alguien objetó, arguyendo que otras religiones enseñan doctrinas parecidas. ¿Y la resurrección? No, se adujo que otras religiones creen que los muertos resucitan. Aquello se convirtió en un intenso debate.
C. S. Lewis, un gran defensor del cristianismo, llegó tarde. Se sentó y preguntó: «¿Por qué tanto alboroto?» Al enterarse que se discutía sobre lo que hacía que el cristianismo fuera único, de inmediato comentó: «¡Ah! Eso es fácil. Es la gracia».
¡Cuánta razón tenía! El núcleo del evangelio es la suprema verdad de que Dios nos acepta sin condiciones cuando ponemos nuestra confianza en el sacrificio expiatorio de Su Hijo encarnado. Aunque no podemos evitar ser pecadores, Dios con Su gracia nos perdona totalmente. Es por Su gracia infinita que somos salvos, no por integridad, obras de justicia, guardar los mandamientos o ir a la iglesia. Cuando nos limitamos a aceptar el perdón total que nos ofrece Dios, recibimos la garantía de la vida eterna[2].
En efecto, son buenas noticias. ¡Un evangelio excelente! ¡Un Salvador como no hay otro! Anónimo
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Erma Bombeck comentó:
«Un domingo me encontraba en la iglesia y vi a un niñito que se volvía y miraba a todos sonriéndoles. No gorjeaba, ni escupía, ni tarareaba, ni pateaba ni rompía los himnarios. Tampoco hurgaba entre el bolso de su madre. Solo sonreía. Por fin, su madre lo sacudió y le dijo con un susurro algo parecido a los de una producción teatral de bajo presupuesto y que tenía la intención de que todos la escucharan: «¡Deja de sonreír! ¡Estás en una iglesia!» Luego, le dio un golpe. Lágrimas corrieron por las mejillas del niño y la madre añadió: «Así está mejor». Luego volvió a sus oraciones. […]
»De repente, me enfurecí. Pensé en que todo el mundo llora. Y si tú no lloras, entonces es mejor que lo hagas. Quise tomar a aquel niño con el rostro bañado en lágrimas, acercarlo a mí y hablarle de mi Dios. El Dios feliz. El Dios que sonríe. El Dios que tiene sentido del humor pues ha creado personas como nosotros. […] Por tradición, llevamos la fe con la seriedad de alguien que está de luto, con la solemnidad de una máscara de tragedia y la dedicación de una insignia de los rotarios.
»Pensé que la señora era insensata. Ella estaba sentada a la única luz que quedaba en nuestra civilización —la única esperanza, nuestro único milagro—, nuestra única promesa de infinidad. Si el niño no podía sonreír en la iglesia, ¿qué otro sitio quedaba a donde ir?»
Estas representaciones de los cristianos, sin duda son incompletas, pues conozco a muchos cristianos que son la personificación de la gracia. Sin embargo, a lo largo de la historia la iglesia adquirió fama de no tener gracia. Me recuerda la oración de una niña inglesa: «Dios, te pido que hagas que la gente mala se vuelva buena y que la gente buena se vuelva amable». Philip Yancey[3]
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No es una buena señal hacer más hincapié en condenar el pecado que en amar al pecador. Dios hace todo lo posible por conducirnos a Su reino manifestándonos amor. ¿Qué fue lo que los conquistó a ustedes y los acercó a Jesús? ¿Que alguien sacara a la luz sus pecados de uno en uno y les dijera que eran unos pecadores terribles? ¿Acaso se los menospreció, criticó o condenó por todas sus malas acciones? O más bien les dijeron que no importaba lo que hubieran hecho, que tenían un Padre maravilloso que los amaba tanto que estaba dispuesto a cualquier cosa —al mayor de los sacrificios— para hacerles un lugar a Su lado en el Cielo, donde serían eternamente felices y estarían en paz con Él. «Dios muestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros»[4].
Si para que amemos a alguien, primero tiene que librarse de sus pecados, ¿a quién vamos a poder amar? Si comenzamos a juzgar a las personas según sus pecados, ¿quién va a librarse? «Señor, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse?»[5] Sin el amor y la gracia de Dios estamos todos perdidos. Eso es lo único capaz de salvarnos. María Fontaine
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Christina, una brasileña, quería dejar su barrio pobre y ver el mundo. Descontenta con tener en su casa solo un camastro en el piso, una palangana y una cocina a leña, soñaba con una vida mejor en la ciudad. Una mañana se escapó y dejó a su madre con el corazón destrozado.
María, la madre, sabía cómo sería la vida en las calles para su hija, que era joven y atractiva, así que se apresuró a hacer su maleta e ir a buscarla. De camino a la parada de autobús, entró a una farmacia e hizo una última cosa. Fotos. Se sentó en la cabina de fotos instantáneas, cerró la cortina y gastó la máxima cantidad posible tomándose fotos. Con el bolso lleno de pequeñas fotos en blanco y negro se subió al autobús que se dirigía a Río de Janeiro.
María sabía que Christina no tenía forma de ganar dinero. También sabía que su hija era demasiado terca como para rendirse. Cuando se combina el orgullo con el hambre, la voluntad humana hará cosas que antes eran inconcebibles. María lo sabía y por eso empezó su búsqueda. En bares, hoteles, clubes nocturnos… cualquier lugar con la reputación de que era frecuentado por prostitutas. María fue a todos esos sitios. Y en cada lugar dejó una de sus fotos pegada con cinta adhesiva al espejo de un baño, clavada con tachuelas en el tablero de anuncios de un hotel, pegada a la cabina telefónica de una esquina. Y al reverso de cada foto escribió una nota.
En poco tiempo se quedó sin dinero y se le terminaron las fotos, y María tuvo que volver a su casa. La cansada madre lloró mientras el autobús recorría el camino de regreso a su pequeño pueblo.
Varias semanas después, Christina bajaba las escaleras del hotel. Su rostro estaba cansado. Sus ojos de color café ya no vibraban, sino que reflejaban dolor y temor. Su risa se había interrumpido. Su sueño se había convertido en una pesadilla. Mil veces había deseado cambiar aquellas camas incontables por su camastro seguro. Sin embargo, en muchos sentidos, su aldea quedaba demasiado lejos.
Cuando llegó al final de las escaleras, notó una cara conocida. Volvió a mirar y en el espejo de la recepción había una pequeña foto de su madre. A Christina le ardían los ojos y se le hizo un nudo en la garganta mientras se acercaba y tomaba la pequeña foto. Al reverso había una invitación persuasiva. «Sea lo que sea que hayas hecho, sea lo que sea en lo que te hayas convertido, no importa. Te ruego que vuelvas a casa». Y lo hizo. Max Lucado[6]
Publicado en Áncora en septiembre de 2016.
[1] NTV.
[2] Tito 3:4-7.
[3] Philip Yancey, What’s So Amazing About Grace? (Zondervan, 1997).
[4] Romanos 5:8.
[5] Salmo 130:3.
[6] Max Lucado, No Wonder They Call Him Savior (Multnomah Press, 1986).
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