Discípulos de por vida
Peter Amsterdam
No es fácil ser discípulo. Nunca lo ha sido. Jesús lo dejó claro desde el principio cuando dijo: «Si alguno viene a Mí y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser Mi discípulo. Así pues cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser Mi discípulo. Entonces Jesús dijo a Sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de Mí, la hallará. Si vosotros permaneciereis en Mi Palabra, seréis verdaderamente Mis discípulos. En esto conocerán todos que sois Mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros»[1].
Ninguna de esas cosas es fácil, pero así es la vida del discípulo tal como la describió Jesús.
En cierto modo, ser discípulo es como ser deportista profesional. Por ejemplo: muchos juegan al baloncesto. Algunos lo hacen de vez en cuando, otros juegan con sus amigos o con gente del barrio, otros como amateurs y unos pocos —muy pocos— son profesionales. Todos ellos lo juegan, pero no todos son profesionales. ¿Cuál es la diferencia? Para la mayoría de la gente que juega básquetbol, es solo un juego y una forma de hacer ejercicio, algo que hace en su tiempo libre. Para el deportista profesional, el deporte que elige es su vida.
Un deportista profesional tiene que entregarse de lleno al deporte que practica. Dedica su día de trabajo a entrenarse, jugar o desplazarse a donde tenga que competir. Cuando termina la temporada sigue entrenándose, ejercitándose, corriendo y manteniéndose en forma. No fuma, ni bebe en exceso ni abusa de su cuerpo; de lo contrario se vería afectada su capacidad para jugar. Cuando viaja a otros lugares para jugar tiene que apartarse de sus seres queridos. Juega en el equipo y viste la camiseta. Tiene que asistir a ciertos actos. Se le exige que se mantenga en forma y que se esfuerce por superarse, y si no lo hace, los entrenadores le dan la lata y lo obligan a entrenarse. Si causa problemas frecuentes al equipo o el nivel de su desempeño es siempre bajo, suelen dejarlo o venderlo a otro equipo. Si incumple las reglas, lo multan, suspenden o despiden.
¿Por qué hacen todo eso los deportistas profesionales? ¿Solo por la fama, por el dinero o por ambas cosas? Yo creo que lo hacen por amor al deporte. Hay otras recompensas y beneficios —como la fama y el dinero—, pero no me cabe duda de que la mayoría juegan porque les encanta. Están dispuestos a aguantar una vida reglamentada, los rigores del entrenamiento y el sacrificio de no poder hacer las mismas cosas que otros por su amor al deporte.
¿Por qué hay quien escoge ser discípulo? ¿Por qué soportar las muchas exigencias que ello implica? ¿Por qué hacer los sacrificios que exige la vida de discípulo? Lo hacemos porque amamos al Señor. El amor que le tenemos nos motiva a vivir como discípulos, lo que no es fácil. No somos simplemente cristianos ocasionales; somos discípulos para toda la vida.
Para muchos de nosotros, nuestra profesión es el servicio cristiano. A eso nos dedicamos. Vivimos para ello. Por ser profesionales, tenemos que estar siempre en forma, aumentar nuestra destreza y someternos a nuestro Entrenador, como los deportistas profesionales.
Lo cierto es que ser un cristiano profesional trae consigo muchos requisitos. En efecto, se te exige mucho. Con frecuencia es difícil y hay que sacrificarse, pero es lo que hace falta para ser discípulo, y eso no va a cambiar. Ese principio no solo ha sido el fundamento de la Familia desde el comienzo, sino que se encuentra en la Biblia, en las palabras del mismo Jesús.
Por ser discípulos, debemos darnos cuenta de que hay ciertas cosas que sencillamente no son beneficiosas para nuestro espíritu. Aunque nos guste hacerlas, aunque hasta queramos hacerlas, por ser cristianos y discípulos, hacedores de la Palabra, debemos optar por no hacer nada que sea espiritualmente pernicioso[2].
Ninguno de nosotros es perfecto; todos tenemos nuestras faltas y pecamos. A todos nos pasa que hay cosas que nos gusta hacer pero no nos convienen ni nos ayudan a servir al Señor. La cuestión que todos encaramos es: ¿qué hacemos? Si sabemos que esas cosas no nos edifican, o que nos embotan espiritualmente, o nos hacen un daño físico, o no ejercen una influencia positiva en nuestra vida; si la Palabra dice que no son buenas para nosotros, tenemos que elegir. ¿Las hacemos de todos modos, o nos esforzamos por no hacerlas?
Por ser discípulos, debemos comprometernos a no hacer esas cosas. Si queremos ajustar nuestra vida según el código de los discípulos que Jesús planificó en Su Palabra, eso quiere decir que a veces no podremos hacer ciertas cosas que nos gustarían. Es parte de la vida de discípulo.
La inflexibilidad es oportuna en lo que se refiere a ciertos principios absolutos. Por ejemplo, en el caso de la salvación eterna. Ese es un principio absoluto. Pero no todo es así. Parte del problema es que es más fácil ser rígido, juzgar con criterios tajantes, sin dar lugar a términos medios. Si se opta por una vía que excluya los grados intermedios, es muy fácil juzgar, decir qué está bien y qué está mal. Lo malo es que muchas cosas en la vida no son así de sencillas. Por lo general hay muchas zonas grises en casi todas las situaciones, y para juzgar con acierto hace falta sabiduría, orar y consultar. Eso también exige mucho más tiempo y más trabajo, pues hay que hacer una pausa, evaluar la situación o cuestión, y orar, consultar y escuchar al Señor. Todo ello es necesario para tomar decisiones acertadas y equilibradas, y no es fácil.
Sé de algunos que se han quedado enganchados con ciertos sitios web o actividades en Internet y que les han dedicado una cantidad desmedida de tiempo. Se han quedado hasta altas horas de la noche jugando, visitando páginas pornográficas o perdiendo tiempo en Internet. Lo han hecho noche tras noche, incluso cuando al día siguiente a duras penas podían funcionar durante el día por el cansancio. A la noche siguiente regresaban a la computadora, a su afición desmedida en Internet.
Internet en sí no es el problema; es el mal uso de ella lo que acarrea los problemas. Lo que está mal es desperdiciar el tiempo, o alimentarse de información perniciosa, volverse adicto y visitar páginas poco edificantes. Navegar por Internet es perjudicial si te quita grandes cantidades de tiempo o te empapa de mundanería, apartándote así de la vida de discípulo, de que te intereses por otras personas o de mantener un vínculo estrecho con el Señor. Claro, Internet puede ser útil y entretenida. No todo es negativo. Sin embargo, puede ser malo para la salud espiritual que se le dedique demasiado tiempo o si se visitan sitios perniciosos.
Todo el mundo comete errores, todos pecamos, todos hacemos cosas malas o necias de vez en cuando, porque somos humanos. No intentamos alcanzar la perfección personal, y tampoco deberíamos exigirle eso a nadie. Si lo hacemos, nos echaremos encima —a nosotros y a los demás— cargas poco realistas.
Por otro lado, somos una fe, una confesión religiosa, un movimiento misionero. Somos un grupo de discípulos que tienen una misión, y a fin de cumplirla, debemos comprometernos a mantenernos espiritualmente en forma. Si deseas libertad total para hacer todo lo que quieras y en la medida que se antoje, entonces tal vez no sea para ti la vida de un discípulo. Si la libertad total es tu meta en la vida, debes darte cuenta de que hay requisitos espirituales para los discípulos, cosas que el Señor espera de nosotros y que tenemos que cumplir por ser cristianos.
Para cambiar eso y deshacerse de las reglas tendríamos que dejar de lado la Biblia. Tendríamos que deshacernos de versículos como: «No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo». O: «Apartaos y no toquéis lo inmundo», o «cualquiera que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios»[3].
En el mundo actual que promueve las libertades individuales, a algunos les parece que la fe y la religión cristiana deberían permitir hacer más o menos todo lo que venga en gana, que no debería haber restricciones y que si algo es dañino espiritual o físicamente para alguien, que esa persona debería ser capaz de discernir lo que le da buen resultado, como lo que dice este versículo: «conforme a vuestra fe os sea hecho»[4].
Por lo que he leído en la Biblia, se ve que Dios considera que la gente necesita ciertas reglas y normas. En la Biblia dictó unas cuantas. A mí me parece que Él sabe que si no existieran reglas o normas que nos mantuvieran en vereda, nos apartaríamos bastante de Él.
Jesús vivió en la Tierra. Él fue humano y experimentó los mismos sentimientos que nosotros[5]. Quizás por eso ha indicado a Sus seguidores de todas las épocas que lo sigan de cerca, porque sabe lo tentadoras y engañosas que pueden ser las cosas del mundo. Dijo a Sus discípulos que estaban en el mundo pero que no eran del mundo[6]. Es evidente que deseaba que Sus discípulos no fueran del mundo. «Yo os elegí del mundo»[7].
Como confesión religiosa, creemos en elegir lo bueno y desechar lo malo[8]. Queremos tomar las cosas buenas y emplearlas de un modo responsable. Pero algunas de esas cosas agradables, si se emplean mal, dejan de ser buenas y pueden ser malas o dañinas para nosotros o para los demás.
Somos discípulos, y por serlo debemos hacer todo lo posible por ajustarnos a los límites que ha dispuesto el Señor. Debemos tener la convicción para hacer lo que Él nos pide. Nadie es perfecto, por supuesto, y todos tropezamos alguna vez. Pero si desobedecemos continuamente, si no hacemos caso de los límites espirituales, o alguna actividad es ya una adicción y nos negamos a dejar de hacerla, se vuelve una debilidad y algo perjudicial para nuestra vida espiritual.
El hombre nació en pecado, y pecar —obrar mal— es parte de la naturaleza humana. Todo el mundo peca, todos hacen cosas que no están bien, así sean cristianos o discípulos. Lo bueno es que Jesús nos perdona. Cuando hacemos algo malo, cuando pecamos, nuestro pecado puede ser borrado por el sacrificio que hizo Jesús en la cruz. Eso es fabuloso. No obstante, ese perdón no significa que no debamos esforzarnos por no pecar. No nos da licencia para hacer todo lo que queramos y cuando queramos, tanto si es bueno para nosotros como si no. No quiere decir que podamos escoger mal a sabiendas e intencionadamente[9].
Como somos una confesión religiosa, en nuestra fe tenemos derechos, deberes y reglas. Eso es parte de nuestro deber de discípulos.
El Señor quiere que lo pasemos bien. Quiere que disfrutemos de la vida y tengamos ratos de esparcimiento, pero esa no es nuestra profesión, no nos hemos consagrado a ello. Somos discípulos. Somos cristianos que se toman en serio su compromiso con Dios. Nos hemos comprometido a llevar Su mensaje al mundo, a poner en práctica Su Palabra, a dar ejemplo de la vida de cristianos, de discípulos, a amarlo con todo nuestro corazón, alma, mente, cuerpo y fuerzas. En eso mismo consiste la vida del discípulo.
Al igual que otros miles y miles de cristianos, me he comprometido a ser discípulo. Eso hago, eso soy, para eso vivo y por eso moriré. Si el día de mañana el Señor me envía a un lugar donde no haya videos, Internet, música ni otros placeres de la vida, seguiré sirviéndolo, porque lo amo y porque a eso me he comprometido.
Ser discípulo exige un alto nivel de disciplina espiritual y de conducta. Cuando se es discípulo, a veces hay que seguir adelante aunque parezca que todo y todos se te oponen, aunque estés tan deprimido que te parezca que no puedes aguantar ni un momento más.
El estilo de vida de un discípulo no es fácil. Es una vida sumamente gratificante, pero a veces resulta bastante difícil. Ya en tiempos de Jesús, cuando la situación se puso difícil y el mensaje se volvió duro, «muchos de Sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con Él»[10]. Cuando Jesús preguntó a los doce si ellos también se irían, Pedro respondió sucintamente, con un contundente mensaje que explica por qué somos discípulos, por qué servimos a Dios cada día: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente»[11].
Eso creemos, que Jesús es el Hijo de Dios y que nos ha llamado a servirle como discípulos, sea cual sea el precio que exija. Ese es el compromiso, la misión, la profesión. Y estamos orgullosos de ejercerla porque Jesús, nuestro Rey, Salvador, mejor amigo y esposo, nos lo ha pedido.
Artículo publicado por primera vez en abril de 2002 y adaptado en agosto de 2013. Traducción: Patricia Zapata N. y Antonia López.
[1] Lucas 14:26,33; Mateo 16:24–25; Juan 8:31, 13:35.
[2] Santiago 1:22.
[3] 1 Juan 2:15; 2 Corintios 6:17; Santiago 4:4.
[4] Mateo 9:29.
[5] Hebreos 4:15.
[6] Juan 17:14–18.
[7] Juan 15:19.
[8] 1 Pedro 3:11.
[9] Romanos 14:13–22.
[10] Juan 6:66.
[11] Juan 6:68–69.
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