Cuando estamos en aprietos económicos
Iris Richards
La otra mañana leí un pasaje de los Hechos, donde Pablo, en su charla de despedida de la iglesia de Éfeso, habla acerca de vivir una vida generosa y trabajar arduamente para asegurarse de tener siempre algo que dar a los pobres, y que es más bienaventurado dar que recibir[1]. Yo no tenía la menor idea de que pocas horas después iba a ser probada en esos mismos principios.
Mi amiga y yo estábamos en el balcón disfrutando de una cálida tarde primaveral, tomando un jugo de frutas frío. Habíamos estado conversando acerca de los logros de la semana y de los planes para el próximo mes. Antes de irse, mi amiga, que es trabajadora social en un vecindario pobre, trajo a colación una situación urgente que se había presentado hacía poco.
«Mercy ha sido huérfana la mayor parte de su vida y lamentablemente a la temprana edad de 25 años le han diagnosticado cáncer. Se gana la vida lavando ropa, y la mayoría de los meses ni siquiera llega al sueldo mínimo. Por falta de medios para pagar un seguro médico, ahora ha quedado desamparada y tiene que financiar por su cuenta el urgente tratamiento que necesita. Ha solicitado la ayuda de personas simpatizantes, pero todavía le falta dinero para los medicamentos.»
Con mirada expectante, mi amiga hizo una pausa, tras lo cual se hizo un momento de silencio entre las dos. Sentí la convicción de ayudar, pero era fin de mes y había cuentas por pagar. Me alegré cuando sonó su celular y se puso a hablar con alguien. Eso me dio un momento para resolver el conflicto que se iba formando dentro de mí.
—¿Por qué ahora? —pensé.
Al meditar un poco más, mi mente entró en acción: «Creo que ya hemos llegado a nuestro tope de dar. Y después de pagar las cuentas, tenemos planificado empezar a ahorrar finalmente para algunas de las necesidades de nuestra numerosa familia».
Luego intervino mi conciencia: «¿Acaso no ha provisto Dios cada vez que te sacrificaste para dar a alguien necesitado?»
Mi mente: «Es cierto, pero nos hemos comprometido a empezar un plan de ahorros».
Mi conciencia: «Justo el otro día le enseñabas a un colega sobre las maravillas del ciclo de dar y cómo el vacío que se crea se llena sin falta».
Mi mente: «Lo recuerdo, pero era para animar a alguien que le cuesta dar».
Mi conciencia volvió a intervenir: «¿Por qué no pensar en los principios que enseñó Jesús, de dar a quien te pida y hacer con los demás como quieras que hagan contigo?[2]
Mi mente: «Es cierto, pero necesito urgentemente encontrar un equilibrio entre dar y ahorrar».
Mi conciencia no se daba por vencida: «De gracias recibiste, da de gracia, y si das aunque sea un vaso de agua a un sediento, no perderás tu recompensa»[3].
Mi mente replicó: «¡Es que no se trata de un vaso de agua! Estamos hablando de dinero, del cual en este momento tenemos muy poco».
Mi conciencia: «Piensa en otro principio que enseñó Jesús: “En cuanto lo hiciste a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hiciste”»[4].
Suspirando profundamente, alcé la vista y nuevamente me encontré con la mirada de mi amiga.
—Claro que puedo ayudar. Después de todo todavía queda tiempo antes que se venzan las cuentas —dije procurando consolarme.
Mi conciencia había ganado, con una inesperada sensación de paz busqué en mi reserva monetaria y di lo que hacía falta, confiando en que Dios llenaría el vacío que acababa de crear.
Casi había olvidado ese incidente cuando estando de compras un par de días después, me encontré con un viejo conocido. Antes de despedirnos, metió la mano en su maletín y me entregó un sobre sellado, y dijo: «Dios puso en mi corazón que te diera esto por todo lo que has hecho por mí. Estoy seguro que una persona generosa como tú le dará buen uso».
Cuando llegué a casa, encontré una generosa cantidad de dinero en el sobre, la cual hizo que se completara el ciclo mensual de dar y recibir. Y hasta había suficiente como para ahorrar.
Ahondando más en esta metáfora, comprendí que para que el ciclo funcione tiene que empezar y terminar con dar, luego empieza con recibir y cual rueda, gira y gira, bien equilibrada sin que le falte nada.
Cuando creamos un vacío al compartir y dar, no solo atrae bendiciones económicas sino también felicidad y una sensación de logro. Fomenta amistades y camaradería. Nos protege de la enfermedad del acaparamiento y nos enseña el arte de desprenderse, no solo de cosas materiales, sino también del resentimiento y la amargura, lo cual a su vez sana el corazón y produce paz interior.
Ahora que lo pienso, mantener en marcha el ciclo de dar ha salido en nuestro auxilio durante épocas de apuros económicos, a veces por medio de donaciones inesperadas, de un vecino generoso, de un amigo que nos da la mano o por un puro milagro de la inacabable provisión de Dios. Y aunque en ocasiones me he encontrado en las últimas, puedo afirmar con toda seguridad que «más bienaventurado es dar que recibir»[5].
[1] V. Hechos 20:32–35.
[2] Mateo 5:42; Lucas 6:30–31.
[3] Mateo 10:8, 42.
[4] Mateo 25:40.
[5] Hechos 20:35.
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