Cristo en nosotros:
nuestra esperanza de gloria
David Brandt Berg
No se puede ocultar un espíritu feliz, servicial y radiante; irradia a todo el mundo la misma luz, la misma alegría. La gente lo nota y dice: «Sus rostros están llenos de luz, se les ve tan felices, tan radiantes. ¡Siempre andan sonrientes!» Irradian alegría.
Tu felicidad depende de lo que pongas de tu parte. Es una ley de Dios, tanto como la de la gravedad, que la felicidad no se consigue cuando uno la busca para sí mismo ni cuando pretende que otra persona lo haga feliz a uno. Más bien se encuentra cuando nos esmeramos por entregársela a los demás. La felicidad no se alcanza persiguiéndola. Más bien te propones hacer felices a los demás y la felicidad te encuentra a ti. Te persigue, te alcanza y te llena.
Reza un dicho muy sencillo que el amor no es amor hasta que no se da. ¿Qué quiere decir? Que el amor no es amor de verdad hasta que dedicas tiempo para demostrárselo a los demás; no cuando pretendes que te lo demuestren a ti. Eso no es amor, sino egoísmo, desear una satisfacción egoísta.
Cuando se está deprimido, lloroso y con cara de circunstancias se quiere que todos se bajoneen, se compadezcan y compartan la misma tristeza. «¿Cómo se atreven a estar felices cuando yo estoy tan triste? ¿Cómo pueden estar radiantes cuando yo ando bajoneado? ¡Vamos, húndanse conmigo en el abismo de la depresión! ¡No se les ocurra estar felices cuando yo estoy triste!» Da pena. Así es la naturaleza humana. En cambio, la naturaleza divina, la naturaleza espiritual, la naturaleza de Jesús, es intentar levantarles el ánimo a los demás, animarlos y alegrarlos aunque no se tengan ganas.
Lo malo es que he comprobado que muchas personas achacan todos sus problemas a los demás. Se pasan la vida buscando quien las haga felices a ellas en vez de procurar hacer felices a otras personas. Una reacción muy común es buscar a alguien a quien echarle la culpa de nuestros apuros. «¿Por qué a mí, Señor? Si no lo hice yo; ¡me lo hicieron ellos a mí! Yo no tuve la culpa; ¡la tuvo él, la tuvo ella! ¡Ellos tienen la culpa! Es por culpa de ellos que me siento así». Como estás triste o desdichado a lo mejor ni te das cuenta, pero lo que pretendes es hundir contigo a los demás.
Hay que ver cómo nos gusta que se compadezcan de nosotros cuando estamos abatidos, siendo que a veces eso es lo que menos falta nos hace. Nos hace falta que venga alguien que nos despierte de nuestro letargo y del estupor de la lástima y pena que sentimos de nosotros mismos, para que podamos fijar el pensamiento en el Señor, en Su obra y en los demás y olvidarnos de nuestro ego, que apesta. Poniendo los ojos en nosotros mismos nunca obtendremos la victoria. No hay nada que me deprima más que yo y mi persona, mi espíritu vil.
Las distintas confesiones religiosas tienen cada una su doctrina particular sobre cómo se obtiene la victoria. Algunas sostienen que todo el mundo posee su lado bueno y su lado malo, y que la única manera de alcanzar la victoria es que el lado bueno triunfe sobre el lado malo y lo domine. Lo llaman la doctrina de la supresión, según la cual siempre se tiene ese lado bueno y ese lado malo y lo único que se puede hacer es reprimir el lado malo.
El Movimiento de Santidad abraza la doctrina de la erradicación. «Sí, claro, tenemos un lado bueno y un lado malo, y la única manera de obtener la victoria es librarse del malo, someterse al proceso de santificación total. Extirpar el lado malo y eliminarlo como un cáncer para que no quede más que el bueno. Este es mi lado bueno. Este soy yo, mi verdadero yo, mi yo bueno. Ya no queda nada malo en mí; soy todo bueno; solo queda mi yo bueno».
La verdadera doctrina del Espíritu Santo no es ninguna de las dos. La victoria no se consigue dominando ese yo malo, esa tentación, esa debilidad, esforzándose por dominarlos con las propias fuerzas y que el lado bueno se imponga y los refrene. Así nunca se consigue la victoria. Tampoco se alcanza pensando que Dios le puede extirpar a uno el yo malo dejando solamente el bueno.
Quiero que sepan una cosa: el yo bueno no existe ni mucho menos. ¡Tu yo no puede ser bueno, ni una fracción del mismo! No tienes nada de bueno. El apóstol Pablo dijo: «En mí no mora el bien».[1] La verdadera victoria no está en uno mismo, sino en Jesús, en Él mismo, de forma que «no soy yo el que vive, mas Cristo que vive en mí».[2] La doctrina de habitación, cohabitar con el Señor.
«No hay justo, ni aun uno. Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios».[3] Ustedes no son mejores que yo ni yo mejor que ustedes. No hay nadie mejor que nosotros excepto Jesús. ¡Él es el único que puede ser bueno y sin Él no somos nada! Sin Jesús no podemos ser buenos, no podemos ser justos, no somos capaces de obtener la victoria, no logramos superar nuestras debilidades. No traten de espantar las tinieblas; den paso a la luz. Den paso a Jesús y Él se encargará de resolver todo el problema. Dejen la introspección y den entrada a Jesús, para que la vida de Cristo luzca en ustedes.
Despreocúpense y que Dios se ocupe. Dejen de esforzarse por ser lo que no son ni podrán ser jamás; es decir, íntegros y rectos. Solo Jesús los puede hacer íntegros. Dejen entrar a Jesús y nada más. Como decía aquella canción: «Alza el corazón al cielo y la gloria entrará. Deja que Jesús te posea y del pecado te salve ya. Alza el corazón al cielo y la gloria entrará».
«Ya déjalo todo en las manos de Dios. Ya déjalo en manos de Dios. Su Espíritu Santo lo resolverá: pon todo en las manos de Dios».
Ninguno de nosotros es tan bueno como debiera; solo Jesús lo es, y Su bondad alcanza para todos. Den paso a la luz y las tinieblas se esfumarán. ¿Qué es la gloria? Es el Espíritu del Señor. Su Espíritu, Su gloria y Su Persona.
En nuestra escuela había algunos que siempre se quejaban de los espíritus malignos, los demonios y los diablos: «¡Ah —decían—, el Diablo hizo esto, el Diablo hizo lo otro, me causó tal inconveniente. Fue él quien me retrasó. Tengo muchos conflictos con el Diablo». Yo les contestaba: El inconveniente que tienen ustedes no es Diablo. El que más conflictos les acarrea es su propio espíritu; no los espíritus malignos.
No eches la culpa a los demás ni a los malos espíritus ni siquiera al Diablo. Tú mismo puedes ser tu peor enemigo. Es posible que hayas dominado todo lo demás. No obstante, lo más difícil de dominar es tu propio espíritu; y la única manera de conseguirlo no es dominarlo tú, sino permitir que lo domine Jesús. Él es tu mejor amigo.
«Fija bien los ojos, los ojos en Jesús; y aunque esté oscuro, al fin verás la luz. Fija en Él los ojos, en Él y Su Verdad. Fija en el Él los ojos: Jamás te fallará».
Deja de tratar de tener éxito por ti mismo. Deja de desvivirte por alcanzar la victoria. Cede el terreno a Jesús y deja que Él triunfe. Ponte a pensar en el Señor. Fija la atención en tu trabajo. Concéntrate en ayudar a los demás. Procura su felicidad antes que la tuya. Alberga un amor real, auténtico, abnegado y desinteresado. En eso consiste el amor: no en afanarse uno por ser feliz ni procurar que otros lo hagan feliz a uno. Fija los pensamientos en Jesús. Pídele que te ayude a amarlo tanto que ello se traduzca en un intenso amor por los demás, el cual te lleve a olvidarte de ti mismo y te motive a vivir por Él y por los demás.
¿Por qué no te pones manos a la obra y te dedicas a trabajar duro por Jesús, a trabajar arduamente por los demás y a poner empeño en ayudarlos? Vivirás tan ocupado y tan lleno de Su Espíritu, tan lleno de Su gozo y de la felicidad que Él te da a cambio de tus esfuerzos por hacer feliz al prójimo, que te olvidarás de tu yo, tu peor enemigo; y descubrirás que tu mejor amigo —Jesús— es capaz de hacerlo todo si simplemente se lo permites.
«Cristo en mí, la esperanza de gloria. De manera que lo que ahora vivimos en la carne, lo vivimos en la gracia de Dios. Ya no soy yo el que vive, sino Cristo el que vive en mí».[4]
Artículo publicado por primera vez en junio de 1985. Texto adaptado y publicado de nuevo en febrero de 2014. Traducción: Gabriel García V. y Felipe Mathews.
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