Crecimiento en semejanza con Cristo
Peter Amsterdam
[Growing in Christlikeness]
En la economía divina de la salvación, Dios Hijo se hizo humano, vivió una vida libre de pecado y posteriormente dio Su vida en la cruz por los pecados de la humanidad1. Gracias a Su vida y a Su muerte hizo posible nuestra salvación. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en Él» (2 Corintios 5:21).
A lo largo del Nuevo Testamento leemos que Jesús vivió una vida intachable. «Apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en Él» (1 Juan 3:5). (V. también 1 Pedro 2:22.) En los Evangelios Jesús dio Su testimonio relativo a Su santidad cuando en presencia de Sus discípulos que habían vivido con Él día tras día, cuestionó a los fariseos con esta frase: «¿Quién de ustedes me puede probar que soy culpable de pecado?» (Juan 8:46.)
No solamente Jesús estuvo sin pecado, sino que vivía en perfecta consonancia con la voluntad de Dios. Jesús dijo: «He descendido del cielo, no para hacer Mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Juan 6:38). (V. también Juan 4:34.)
Naturalmente que nosotros no somos inmaculados como lo era Jesús ni podemos tampoco llegar a serlo. Pero sí es reconfortante saber que la integridad y justicia de Jesús nos han sido adjudicadas a nosotros gracias a la salvación. Debido a la vida santa que llevó y a Su muerte en la cruz, Dios le imputó o le traspasó nuestros pecados a Cristo y también nos acreditó a nosotros la justicia de Jesús.
Podemos acceder a la presencia de Dios, quien es la más excelsa santidad, porque somos santificados a través de Cristo. Gracias a que Jesús murió por nuestros pecados, somos miembros de la familia de Dios y podemos entablar relación con el Padre (Juan 1:12). Todo ello se debe a la gracia de Dios. No obstante, la calidad de nuestra relación con Dios depende de nosotros.
Ser reflejo de Cristo, en esencia tiene que ver con nuestra relación con Dios. Es imposible que alcancemos la perfección de Jesús en esta vida. Sin embargo, esa perfección nos puede servir de modelo, de ideal, al cual nos aproximamos lo más posible. Jesús ingresó en nuestro mundo con el fin de hacer la voluntad de Su Padre y nos dejó un ejemplo a seguir. Si es cierto que seguimos ese ejemplo, el principio motivador que guía nuestros pensamientos, acciones y carácter debiera ser el deseo de hacer la voluntad de nuestro Padre.
La voluntad de Dios en este contexto, no es sobre encontrar la voluntad divina para decisiones muy explícitas —como por ejemplo qué carrera seguir, con quién casarse, etc.—, sino más bien en cumplir con la voluntad de Dios tal y como viene expresada en la Escritura, procurando con energía hacer aquellas cosas que Él ha instruido específicamente a Sus hijos que debemos hacer. Parte de esa búsqueda conlleva despojarse del pecado y revestirse del nuevo ser del que habló el apóstol Pablo (Colosenses 3:5–10). Por la gracia de Dios y con la ayuda del Espíritu Santo podemos vivir de un modo más santo, más acorde con Su voluntad; en todo caso, la obligación de hacerlo recae sobre nosotros.
El crecimiento progresivo en semejanza con Cristo no es algo que suceda porque sí, por el simple hecho de ser cristianos. A través de Su gracia «Él nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de Su Hijo amado» (Colosenses 1:13); así y todo, también se nos insta: «no reine el pecado en su cuerpo mortal para que ustedes no obedezcan a sus lujurias» (Romanos 6:12). Si bien se nos ha librado del reino del pecado y del dominio que este ejercía sobre nosotros, todavía sufrimos sus embates. El pecado ha sido destronado de la morada que tenía en nosotros y ya no mantiene la misma sujeción que ejercía anteriormente sobre nosotros; no obstante, sigue presente y por lo tanto es algo que debemos afrontar y vencer con regularidad.
Somos miembros de la familia de Dios que han recibido la salvación y nuestros pecados no determinan que dejemos de ser Sus hijos; lo que sí hacen es afectar nuestras relaciones con Él. Pidiendo misericordia y perdón a Dios después de haber cometido pecados que hicieron daño a otros, David imploró: «Contra ti, contra ti solo he pecado; he hecho lo malo delante de Tus ojos» (Salmo 51:4). Cuando pecamos, independientemente de qué transgresión se trate, en última instancia lo hacemos contra Dios.
El pecado es más que una debilidad personal y más que un aspecto de nuestra vida que debemos esforzarnos por mejorar. El pecado es un acto personal que implica apartarse de Dios y Su voluntad, un acto contra Dios. Claro que algunos pecados no son decisiones conscientes de desafiar a Dios; los cometemos por ignorancia o en momentos de descuido. Aunque esos igualmente son pecados por los que necesitamos perdón, son distintos de aquellos casos en que tomamos la decisión consciente de pecar, cuando a sabiendas resolvemos actuar en contra de la voluntad de Dios.
Existe en el caso de muchos cristianos de la actualidad la tendencia de no tomar seriamente la mayoría de pecados. Por supuesto que cuando se trata de un pecado atroz, evidentemente que lo consideramos grave. Sin embargo, solemos tener una percepción muy distinta de lo que es una mentirilla por aquí y otra por allá, alardear, chismosear y cosas por el estilo. Nos resulta fácil catalogar mentalmente de aceptables algunos pecados, o por lo menos de no totalmente inaceptables. Pero si el objetivo que nos proponemos es una mayor fidelidad a los principios divinos, eso no da pie a que cataloguemos de pasables algunos pecados. Nos exige que estemos dispuestos a asumir responsabilidad personal por nuestros pecados.
Claro que contamos con la magnífica gracia de Dios que nos ayuda a conquistar nuestros pecados; empero, aunque la gracia por sí sola trae nuestra salvación inicial, es necesaria la acción para progresar hacia un crecimiento en nuestra vida cristiana. La idea de tomar medidas contra el pecado en nuestra vida no debe abordarse como una pretensión a base de esfuerzos carnales o una campaña de perfeccionamiento personal. El objetivo no es ni mucho menos alcanzar la perfección. El propósito de oponerse activamente al pecado en nuestra vida está vinculado a nuestra relación con Dios y a nuestro deseo de acercarnos a Él y mantener esa cercanía.
A lo largo de las Epístolas leemos sobre la necesidad de obrar y actuar: «Hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal»(Colosenses 3:5), «despojémonos también de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante» (Hebreos 12:1), y «procuren con diligencia ser hallados por Él en paz, sin mancha e irreprensibles» (2 Pedro 3:14).
El primer paso para poner esto en práctica es decidir que la semejanza a Cristo tiene importancia para nosotros, y que a la vez tenemos voluntad para tomar las decisiones morales correctas. Nos urge, por tanto, abrigar una íntima convicción en lo tocante a creer, obedecer y aplicar lo que enseña la Escritura sobre el pecado, y seguidamente ser consecuentes con esa convicción. Eso nos genera un conflicto interno, ya que nuestros valores y creencias basados en la Escritura chocan contra nuestra decaída naturaleza humana y los valores impíos del mundo. Ante ese escenario, con la ayuda del Espíritu Santo, optamos por obedecer lo que instruye la Escritura, aun cuando resulte trabajoso o contrario a nuestras preferencias.
Es ahí cuando realmente se pone a prueba nuestro deseo de imitar a Cristo. La semejanza a Cristo, en su médula, es consecuencia de albergar las mismas convicciones que Cristo con respecto a lo que está bien y es virtuoso, y lo que está mal y es pecaminoso. La base de ser más como Jesús está en una transmutación de nuestro espíritu, de tal manera que nuestras acciones externas sean reflejo de nuestro ser interno transformado. Ello exige que seamos resueltos en nuestra aspiración a vivir en armonía con Dios.
El Espíritu Santo desempeña un papel importante en nuestra progresiva santificación; no es que tengamos que arreglárnoslas solos en este proceso. Gracias a que el Espíritu habita en nosotros, disponemos de los medios para amoldarnos al carácter de Dios. «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a Su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Corintios 3:18).
Publicado por primera vez en septiembre de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en julio de 2025.
1 El presente artículo está basado en puntos esenciales del libro En pos de la santidad, de Jerry Bridges (Unilit, 1995).
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