Convertirnos en campeones de Dios
Peter Ámsterdam
Así que no nos cansemos de hacer el bien porque, si seguimos haciéndolo, Dios nos premiará a su debido tiempo. Gálatas 6:9[1]
A lo largo de los años he visto algunas películas sobre equipos deportivos, y supongo que ustedes también. Por lo general la trama se centra en un nuevo entrenador que llega a un colegio que tiene un equipo flojo. Con frecuencia los métodos del nuevo entrenador son muy diferentes a los del anterior, y los jugadores, sus padres o la dirección del colegio se oponen. El entrenador les exige mucho a los jugadores, que no están acostumbrados a tanto y parece que los va a matar del esfuerzo. Al principio el equipo pierde algunos partidos y los presiona más, hasta que empiezan a ganar un partido tras otro y acaban por ganar el campeonato.
Son películas muy motivadoras porque ponen de manifiesto que el trabajo y empeño del entrenador no caen en saco roto. A veces son muy melodramáticas, pero casi siempre contienen buenas enseñanzas. El entrenador también aprende sus lecciones, el mejor jugador también, los padres, los profesores y todo el equipo.
Hacia la mitad del campeonato el entrenador suele dar una arenga al equipo, justo cuando se está quedando rezagado y parece que no se va a clasificar. A veces les grita de todo; otras veces les da una charla más tranquila en que evoca la memoria de algún gran jugador fallecido, o algo de la historia del colegio para hacerlos reflexionar, y así los motiva a ganar.
Cuando acaba el campeonato y lo gana el equipo, todos se alegran. Los jugadores se sienten en la gloria, los padres están felices y el colegio orgulloso de que su equipo haya ganado el campeonato. Los jugadores saben que acaban de vivir un momento grande en su vida, y muchos pasan a jugar en el equipo de la universidad a la que van más tarde. Muchas veces en esas películas hay una escena final en que se ve al entrenador en su despacho o su casa pensando en quiénes serán los jugadores del año siguiente y cómo volverá a hacer lo mismo con ellos.
Siempre se le pueden sacar buenas enseñanzas a esas películas, y hay por lo menos dos que me vienen a la cabeza en este momento. La primera tiene que ver con algo que no suelen mostrar en las películas.
Lo que no se ve es que al final el entrenador, cuando el equipo ya ha ganado el campeonato, reúne a los jugadores y se disculpa por haberlos hecho sudar tanto para triunfar. A lo mejor les dice que el rigor con que los trató no tenía motivos personales ni se debía a que alguno no le cayera bien.
Pero nunca he visto que el entrenador se arrepintiera de la severidad del entrenamiento ni de las dificultades y sacrificios. Jamás he visto que sintiera remordimientos o se disculpara por haber tenido que exigir bastante a su equipo para que quedara campeón.
Todo lo contrario: a medida que se acerca la final el entrenador siempre se pone muy exigente. Nunca está satisfecho; siempre quiere más, espera más de ellos. Los obliga a entrenarse y correr sin parar. A veces parece que es insensible y desconsiderado, sobre todo cuando después de un entrenamiento que los deja agotados, en lugar de darles permiso para descansar, los obliga a repetir los ejercicios.
El equipo está exhausto y todos se quejan; con frecuencia uno o dos jugadores abandonan. A veces los padres se quejan y en algunos casos tratan de conseguir que echen al entrenador. Probablemente para él no es fácil exigir tanto a su equipo, pero sabe que es la única manera de que triunfe. Y al final, cuando el equipo comienza a destacar, cuando empiezan a percibirse los resultados positivos y sobre todo cuando queda campeón, todos por fin se dan cuenta de que ese esfuerzo y esas dificultades fueron la clave de la victoria.
Está claro que para ser campeones hace falta mucho esfuerzo y sacrificio. Que no hay atajos para la victoria.
En una película tan motivadora sería decepcionante que al final el entrenador reuniera al equipo tras una temporada victoriosa y le dijera: «Perdonen que les exigiera tanto y tuvieran que esforzarse de esa manera. Perdonen que los obligara a esforzarse más de lo que les hubiera gustado o de lo que pensaban que debían». No creo que vayan a encontrarse un final así en una película porque no hay equipo campeón que espere o desee un discurso como ése.
¿Por qué? Porque es un equipo de ganadores que pone sangre, sudor y lágrimas para triunfar. Sabe que lo que les aseguró esa victoria fue precisamente que su entrenador les exigiera tanto, y que en caso contrario no serían campeones. Y están muy conformes.
La segunda lección es que el entrenador se da cuenta de que cuando acaba la temporada tiene que volver a empezar con un equipo nuevo porque la mayoría de los jugadores habrá pasado a la universidad. Sabe que si quiere volver a ganar la liga tendrá que hacerlo todo de nuevo; que ganar el campeonato una vez no le garantiza que vaya a ganarlo al año siguiente. Tendrá que dedicar la misma cantidad de tiempo, trabajo y sacrificio para que su nuevo equipo quede campeón.
También tiene claro que de cara a la nueva temporada la situación habrá cambiado y tendrá que adaptar su estrategia. Los equipos con los que se enfrentará el próximo año serán distintos y tendrán otros jugadores. El suyo también será distinto. No tendrá los mismos puntos fuertes que el del año anterior. Si un jugador del año pasado era bueno en determinado aspecto y ya no está, el entrenador tendrá que modificar la estrategia para aprovechar los puntos fuertes del nuevo equipo y compensar los puntos flacos.
Esos entrenadores prácticamente tienen que empezar de cero cada año. Las glorias del año anterior se quedan en el pasado. No son renovables. Ganar la siguiente temporada supone la misma cantidad de esfuerzo, si no más, que ganar la anterior.
En ninguna película he visto una escena en que el entrenador se lamente de su suerte al pensar en la próxima temporada y el esfuerzo que supondrá. Nunca dice: «¡No puedo creer que después del año tan pesado que acabo de tener vaya a tener que hacerlo todo otra vez! ¿Cómo pretende este colegio que empiece de cero en la próxima temporada, con tanto como me esforcé en la anterior? Esta vez debería ser más fácil. Creo que debería sacarle el jugo al triunfo y poder pasarme un par de años más tranquilos. Estoy satisfecho con nuestras victorias y no me parece justo seguir matándome por formar un nuevo equipo campeón.» Nunca verán una escena así en una película.
Los grandes entrenadores no piensan así, no son de esa hechura. Lo que les interesa es ganar, están decididos a seguir luchando, sacrificándose año tras año para que haya campeones. Así es la naturaleza de la guerra espiritual en que nos enfrascamos como cristianos en nuestro servicio al Señor y los demás, y en nuestra misión de llevar la salvación a tantos como estén dispuestos a recibirlo a Él.
Estoy seguro de que habrá habido momentos en su vida por el Señor en que estaban tan agotados que les dieron ganas de abandonar y se preguntaron si aguantarían un día más. Pero no se dieron por vencidos. Siguieron luchando, sacrificándose y entregando la vida por el prójimo, y vieron los frutos de su esfuerzo, o los verán algún día. Pero seguro que —al menos si se parecen a mí— algunos habrán pensado: «¿Cómo nos puede pedir el Señor una cosa así? Es como cuando los egipcios pretendieron que los hebreos hicieran ladrillos sin paja[2]. ¿Se da cuenta el Señor de lo que nos pide? ¿Tiene idea, siquiera, de lo mucho que nos está exigiendo? ¿No se da cuenta de lo agotados que estamos? ¿Acaso no sabe que no podemos más de cierto límite? ¿Qué mosca le habrá picado?»
Lo que pasa es que Él es como un entrenador que nos exige para convertirnos en un equipo campeón. A veces tiene que exigirnos al máximo para que superemos lo que creemos que son nuestros límites y así ganemos. Como los entrenadores de las películas, está haciéndonos campeones, a cada uno y al conjunto de Su cuerpo de creyentes.
Estoy seguro de que la mayoría nos habremos sentido en algún momento como los equipos de esas películas: molestos con nuestro Entrenador, indignados de que nos exigiera tanto. A lo mejor hasta nos quejamos. Sin duda habremos sentido ganas de desistir en alguna que otra ocasión. Pero el precio de la victoria, del progreso, del campeonato, es sacrificio, trabajo arduo, mucha dedicación, obediencia, perseverancia y fe. Y esos atributos se los debemos agradecer a nuestro Entrenador, Jesús, quien nos entrenó.
Nadie obtiene una victoria sin pagar un precio. Ninguna batalla se gana sin poner el alma y la vida en ello. Ninguna competición atlética se gana sin antes dedicar meses o aun años a entrenarse arduamente. ¡Las victorias cuestan! A veces todo. La victoria es la culminación del sacrificio, el esfuerzo, la dedicación, la obediencia, la perseverancia y la fe.
Cuando lleguen al Cielo, Él le dirá a cada uno: «¡Bien, buen siervo y fiel! Entra en el gozo de tu Señor.» Oirán a los campeones de siglos pasados vitorear su nombre cuando entren a la galería de la fama del Cielo.
Esta es una guerra que vale la pena librar. Una guerra por la que vale la pena entregarlo todo. Una guerra por la que vale la pena entregar la vida. Una guerra para liberar el corazón y el alma de los perdidos. Una guerra para liberar a los cautivos. Una guerra para hacer realidad el deseo de Dios de conquistar el mundo con Su amor y Su verdad.
Esta guerra no es algo malo. Que nos esperen más batallas encarnizadas tampoco tiene nada de negativo. Es totalmente positivo que estemos metidos en una guerra espiritual, porque es la manera de asegurarnos la victoria, no solo para nosotros mismos, o para nuestros seres queridos, sino para el mundo, para el reino de Dios en la Tierra y para el futuro de la humanidad.
Nos encanta que nuestra guerra nos permita causarle daño y destrucción al reino del Diablo. Nos ilusiona arrebatarle almas de entre las garras. Nos fascina que al predicar el Evangelio por todo el mundo estemos preparando el terreno para que el Señor regrese. Nos encanta que podamos demostrarle al Enemigo que no le tenemos. ¡Nos ilusiona saber que le vamos a ganar!
Si hay una sola vía de hacer posibles tus sueños y tus metas, y ves que esas metas son tan valiosas que resuelves tomar esa vía contra viento y marea, verás que tienes dos opciones: mirar ese camino de manera positiva o negativa. Y como de todos modos has decidido tomarlo y no tienes alternativa, ¿por qué no verle el lado positivo? ¿Por qué no disfrutarlo y sacarle partido a cada instante? En vez de avanzar de mala gana, ¡imprime pasión y determinación a cada paso! Opta por ello, porque así tendrás la motivación para conducir a otros a la victoria.
A ese punto tenemos que llegar en nuestra perspectiva de las pruebas y tribulaciones que enfrentamos, y de que aún nos quedan muchos años de combate espiritual, ya que estamos metidos en una lucha por las almas de la humanidad que continuará hasta que regrese el Señor. El Arrebatamiento será la emocionante culminación de las victorias de esta ofensiva terrenal. Para llegar hasta ese punto, tendremos que «pelear la buena batalla de la fe»[3], y será una batalla difícil y prolongada. Eso sí, será emocionante, porque obtendremos unas victorias espectaculares.
Sabemos que en nuestra guerra contra Satanás por las almas del mundo tenemos la victoria garantizada, pero también sabemos que esas victorias toman tiempo y cuestan. De modo que debemos aprender a apreciar todo lo que cuesta cada victoria, o al menos a verlo con una actitud muy positiva.
Acepten el precio. Acepten lo que les cuesta ganar. Gloríense en sus debilidades[4]. Así la victoria les resultará mucho más dulce y la apreciarán más. El entrenamiento que tienen que soportar para ponerse en forma para correr la carrera y pelear la buena batalla de la fe es fácil de aceptar por las victorias que obtengan a cambio.
Él nos proporcionará todo el poder que necesitemos en toda situación. Solo tenemos que estar dispuestos a avanzar y no darnos por vencidos, independientemente de cómo nos sintamos. Tenemos que depender de Él y empuñar Su poder y Su fuerza. Descansar en Él y persistir.
¿Por qué estamos dispuestos a pelear la buena batalla? Estamos dispuestos a hacerlo porque el amor de Cristo nos constriñe, porque no hay mayor amor que este: poner la vida por Él y por el prójimo[5]. A eso se nos ha llamado; esa es nuestra misión. Podemos estar seguros de que si entregamos la vida y nos sacrificamos a Su servicio nos dará las fuerzas espirituales y todo lo que nos haga falta para perseverar y avanzar.
Sabemos que el Señor nunca nos pide más de lo que sabe que tenemos gracia para resistir[6]. Y eso no significa que nos dé la gracia mínima para soportar, sino para remontarnos, salir victoriosos y ganar. Sabemos que contaremos con las fuerzas y el poder, la fe y la gracia, y que si bien las batallas que enfrentemos en esta vida serán duras y la carga pesada, el Señor nunca permitirá que sea demasiado difícil o pesada.
Puede que a veces nos parezca que no podemos hacer algo, que es demasiado, pero si nos apoyamos en el Señor y aceptamos que es Su voluntad que nos esforcemos, nos daremos cuenta de que sí tenemos las fuerzas y la capacidad para hacer lo que nos pide. Tenemos que adentrarnos más en Jesús, en el Espíritu, de manera que obtengamos Sus inagotables fuerzas, la fuerza de voluntad y la determinación para luchar y triunfar.
Publicado por primera vez en noviembre de 2008 y adaptado en noviembre de 2013. Traducción: Irene Quiti Vera y Antonia López.
[1] TLA.
[2] Éxodo 5:12–18.
[3] 1 Timoteo 6:12
[4] 2 Corintios 11:23–30.
[5] 2 Corintios 5:14–15; Juan 15:13.
[6] 2 Corintios 12:9–10.
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