Con Dios, no se puede perder
Linda Cross
«Si permanecen en Mí y Mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y les será hecho». Juan 15:7 (RVA-2015)
Dios contesta las oraciones y Su Palabra da resultado. ¡Yo viví para contarlo!
Crecí en una familia cristiana. Siempre confié en que Dios me ayudaría. Tuve gran confianza en que si Él me respaldaba, podría dedicarme de lleno a algo y tener éxito. Pasó el tiempo y tuve mucha confianza en mí misma y en mis logros. Y lamentablemente, me apoyé cada vez menos en Dios.
Para la mayoría de nosotros, la vida es ajetreada. En mi caso, cada vez me encontraba más y más atareada. A fin de mantener el ritmo, saqué lo que me ayudaba a seguir adelante; es decir, la Palabra de Dios.
El estrés se convirtió en lo que me daba fuerza a diario y tomó el control. No hice caso de las señales de advertencia y terminé saltándome a menudo las comidas espirituales a fin de lograr más. Pensaba que, a fin de cuentas, estaría bien. Hasta ese momento me las había arreglado. Jesús dice: «permanece en Mí y Yo en ti»; pero no tenía tiempo para estar con Él largo rato y reflexionar en Su Palabra. Me las arreglé con una rápida y breve lectura devocional prácticamente a diario. Sin embargo, apenas era suficiente para alimentar mi espíritu adecuadamente. Luego, salía con prisa para hacer lo que estaba en mi lista de tareas pendientes. Creía que mi fe era inquebrantable. Así pues, poco a poco dejé de pasar tiempo con Jesús. Una transigencia que se convirtió en costumbre. Estaba demasiado ocupada para prestarle atención a Dios.
Me topé con una barrera que me impedía avanzar. Me quedé sin fuerzas. Tuve una crisis en todos los niveles. Durante semanas no pude levantarme de la cama. No podía pensar con claridad. La confusión interior laceró mi fe. Llegué tambaleando al pozo de la depresión. Nunca antes me había sentido tan débil; me dejó cuestionándome todo lo que conocía. Me dejó aterrorizada. Estaba paralizada por la ansiedad extrema y el pavor; ya no funcionaba.
Hubo un período en que me encontraba en mi peor momento. Me sentía muy sola, como si se hubiera perdido toda esperanza. Una noche, en agonía, clamé con todas mis fuerzas: «¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» De inmediato, tras decir aquellas palabras en la oscuridad, sentí la inconfundible y poderosa presencia de Jesús junto a mi cama. Sus brazos me envolvieron, como si me cargara. Estaba acostada. Toda la angustia y temor se desvanecía en ese momento en que me encontraba acunada en los brazos amorosos de Jesús. No estaba sola. ¡Nunca había estado sola!
Cuando creí que había perdido todas las fuerzas, la voluntad y la fe, ¡Jesús me amó, me dio voluntad y con un beso me devolvió la vida! Su poder se perfeccionó en mi debilidad[1].
Solo por desesperación, me aferré a la Palabra de Dios y oré de todo corazón. También pedí oración a otros. Al principio no había señal de cambio, pero persistí y me aferré a mi única esperanza. Semana tras semana y mes tras mes, no hubo señal. Poco a poco, la alegría y el amor volvieron; y también mi fe. De nuevo y con firmeza planté los pies sobre Jesús, mi roca y mi salvación.
Hace poco me reuní con una mujer de mi familia. Solo nos vemos una o dos veces al año, pues ella vive en Gotemburgo y yo vivo en Estocolmo. Expresó que estaba muy sorprendida de mi progreso, de verme feliz y sana. Repetía: «¡No entiendo! ¡Estás muy bien!» Me había visto después de mi crisis nerviosa y me dijo que había pensado que no había remedio para mí. Preguntaba: «¿Cómo es posible? Has estado en la misma situación, criando a tus hijos, y en realidad no has tenido un descanso». Es verdad. Mi esposo y yo somos los orgullosos padres de siete hijos increíbles; y aunque él ayudó mucho y me apoyó durante ese tiempo, yo no podía dejar de hacer mi labor de madre.
Añadió: «¡Y no has tomado medicamentos!» Tuvo una experiencia parecida cuando también sufrió una fuerte depresión. Cuando nos encontramos, ella estaba de baja por enfermedad. Tomaba medicamentos y se sometía a terapia. Todo lo que pude hacer fue dar a mi Dios la alabanza merecida y añadir: «¡Los medicamentos no me ayudaron! ¡Jesús me ayudó!» Expliqué que la Palabra de Dios ha sido mi medicina, como una inyección de insulina para un diabético, ¡y soy la prueba viviente de su eficacia!
De todos modos, con regularidad tenía períodos de agotamiento y ansiedad. Y había momentos en que me parecía que no podía dar otro paso. Sin embargo, había llegado a tener una gran confianza. Por consiguiente, me había enamorado más de Jesús, más de lo que había imaginado que sería posible. Lo que tenemos ahora es un amor profundo y loco; y sé que puedo confiar en Él y acudir a Él para todo. ¡Estoy a salvo en los brazos de mi amoroso Salvador! Es posible que yo sea débil, es posible que caiga, pero está bien. Sé que Él me ama y me levantará y me ayudará a seguir adelante. Nuestra relación me recuerda esa hermosa canción de John Legend: «Todo mi ser ama todo tu ser. Eres mi fin y mi principio. Incluso cuando pierdo, gano». Y es precisamente así, ¡con Dios no se puede perder!
No se trata de un amante cualquiera. Jesús es auténtico, el Hijo de Dios. Dios va mucho más allá de nuestra limitada capacidad humana para entender que Él envió a Jesús a la Tierra como un reflejo de Sí mismo, para hacernos ver cómo es Él y llevarnos a Él. Jesús, nuestro Dios de amor, es el único que nos amó lo suficiente para morir por nuestros pecados y luego resucitar, el único que puede salvarnos de nosotros mismos. Dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie puede ir al Padre si no es por medio de Mí»[2].
¿Cómo puedes saber que Jesucristo en realidad es el Hijo de Dios, el Redentor, que vino a amarte y salvarte? Es muy sencillo. ¡Ponlo a prueba! Él te ama de manera incondicional, pero no entrará a tu vida a la fuerza. Debes elegirlo a Él y pedirle que entre en tu corazón y en tu vida.
Si quieres el mejor de los amantes, un compañero y amigo que esté contigo siempre, entonces, acepta a Jesús en tu vida y en tu corazón por medio de una oración sencilla como esta:
Jesús, perdóname todos mis pecados. Creo que moriste por mí. Creo que eres el Hijo de Dios. Ahora te pido que entres en mi vida. Te abro la puerta y te invito a entrar en mi corazón. Amén.
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