Celebremos Su plan único
Recopilación
En su discurso dirigido a los filósofos ateneos el apóstol Pablo hizo una declaración definitiva sobre el plan de Dios para todos los tiempos: «De un solo hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra; y determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios. Esto lo hizo Dios para que todos lo busquen, y aunque sea a tientas, lo encuentren. En verdad, Él no está lejos de ninguno de nosotros.»[1]
Pablo dice que cada raza y cultura estaba presente en la mente de Dios antes de crearlas y darles sus territorios en la tierra. Dios posicionó a cada uno de nosotros en una raza particular, y sin embargo Pablo nos recuerda que no solo como parte de nuestra raza sino como individuos, Él no está lejos de ninguno de nosotros. Esta certeza de que Dios planeó la esencia de nuestra personalidad, que nacimos con un propósito y fuimos concebidos de acuerdo al plan de Dios, y que está cercano donde sea que estemos, es razón para celebrar la manera en que Él nos ha —por decirlo de manera coloquial— «cableado». Es fácil olvidarnos, en un mundo tan vasto y con tanta diversidad de dones, que Dios se preocupa personalmente por nuestra vida.
A menudo recuerdo el contexto en el que nació John Wesley.
Eran diecinueve hermanos. Su madre, Susannah, fue la vigesimoquinta hija. ¿Cómo resolvería el tema de la individualidad alguien que era la número veinticinco en su familia y tuvo diecinueve hijos? Sin embargo, ella había decidido desde que fue una joven mamá que cada uno de sus hijos tendría momentos a solas con ella. Hizo un plan y lo siguió. No fue por casualidad que desde niño John supo que era importante como individuo. El día en que su corazón recibió el llamado, esa misma mañana, abrió la Biblia y leyó: «No estás lejos del reino». Una vida… nada lejos del reino. Reconoció su herencia como individuo y como hijo del Rey y abrió su corazón para recibir todo lo que Dios le tenía preparado…
Creer que nos ha hecho únicos, debilitados o no, y con un toque distintivo, nos conduce a celebrar la individualidad de cada vida. En la grandeza de la creación de Dios, nuestro nacimiento y nuestra influencia es única. Podemos personalizarlo con el salmista y decir: «¿Qué tengo yo para que me tomes en cuenta?»[2] Y podemos decir también con el salmista: «Me formaste en el vientre de mi madre. Soy una creación admirable.»[3] Ravi Zacharias[4]
El valor del individuo
Sabemos que a Él no se le oculta nada de nosotros. Él conoce nuestra hechura. Sabe de qué somos capaces. Conoce nuestros dones, nuestras habilidades, nuestras flaquezas y nuestros puntos fuertes. Sea cual sea el concepto que tengamos de nosotros mismos, por muy incapaces que nos sintamos, ¡Él nos seleccionó para estar en Su equipo! Tiene la certeza de que reunimos las condiciones para desempeñar, con Su poder, la función que Él nos asigne.
Si nos vemos desde la perspectiva divina, tendremos un sano respeto de nosotros mismos. Como hijos de Dios, somos valiosos. Somos cristianos, es decir, representantes Suyos, portadores de Su verdad y Su mensaje. ¡Ya ves lo importantes que somos! Así que no te tengas en poco ni te convenzas de que eres incapaz de hacer lo que Él te pide. Fuiste hecho a imagen de Dios. Estás salvado. Dios te ama tanto que dejó que Su Hijo muriera por ti; debe de ser que eres muy importante. Dios siente por ti un amor total y perfecto. Tienes el Espíritu Santo morando en ti. ¡Eso es impresionante!
El auténtico valor del individuo estriba en el poder de Aquel que nos creó, nos redimió y ahora nos pide que lo glorifiquemos en nuestra vida.
Dios nos hizo a todos únicos. En todo el mundo no hay nadie que sea idéntico a ti, que haya vivido exactamente las mismas experiencias, que tenga los mismos conocimientos, intereses o habilidades. El Señor te hizo tal como eres. Él desea que descubras los dones naturales y las cualidades que te concedió, que los cultives y que los aproveches para tu propio bienestar y felicidad, y para contribuir al bienestar y la dicha de los demás.
Todos nosotros que somos cristianos hemos sido llamados por Dios a dar fruto que perdure. Eso quiere decir que cada uno de nosotros tiene algo positivo y beneficioso que aportar. Dios puede aprovechar nuestros dones y cualidades naturales —la forma de ser que nos dio— en primer lugar para que demos fruto en nuestra travesía por la vida y, en segundo lugar, para que demos fruto al conectar a otros con Él.
Cuando el corazón y la vida de una persona se transforman como resultado de descubrir y aceptar a Jesús, esa persona, como seguidora de Jesús, recibe el llamado de dar a conocer la buena nueva de la salvación. Es lógico, pues, que Dios quiera aprovechar en alguna medida sus dones, habilidades y cualidades singulares para la misión de cambiar el mundo.
Para contribuir a los cambios que hacen falta en el mundo, todos nosotros podemos reflejar a Jesús en nuestra manera de vivir, permitir que el Espíritu Santo brille a través de nosotros y comunicar a los demás el Evangelio. Todos tenemos la capacidad de influir positivamente en los demás; pero para ello, aparte de dedicar tiempo y esfuerzo a esa tarea, tenemos que valernos intencionadamente de nuestros dones y habilidades —y hasta de nuestra personalidad— para la gloria de Dios.
Dios quiere valerse de ti y de tus dones para expresar Su amor a la humanidad de una forma única.
Cuando nos entregamos a Dios, Él nos hace nuevas criaturas. Pero no quiere que perdamos nuestra identidad; quiere que cada persona siga siendo tal como Él la concibió al crearla. Él no desecha el talento en bruto que puso en nosotros cuando nos creó. Como dijo C. S. Lewis: «Cuanto más nos dejamos llevar por Dios, más nos convertimos en nosotros mismos, porque Él nos hizo».
Dios creó todo tipo de personas. No hay un solo tipo que sea más eficaz para influir en el mundo tal como Dios les ha indicado que lo hagan. Buckminster Fuller dijo en una ocasión:
«Nunca olvides que eres único. Nunca olvides que si en esta Tierra no hubiera necesidad de ti y de tu unicidad, no estarías aquí. Y nunca olvides, por muy agobiantes que sean los desafíos y problemas de la vida, que una sola persona puede hacer una diferencia. De hecho, todos los cambios importantes que se han producido en el mundo se han debido siempre a una persona. Procura ser esa persona.»
¡Cuánto más válido es eso si trabajamos mano a mano con el Dios del universo!
A veces sentimos la tentación de desesperarnos porque nos parece que no tendremos tiempo de realizar la misión que, en nuestra opinión, Dios quiere que llevemos a cabo. Con frecuencia nos ponemos impacientes y queremos alcanzar rápido nuestras metas. Pero Dios no suele andar apurado. Es consolador que Él siempre nos dé suficiente tiempo para hacer Su voluntad.
En el establecimiento de Su reino en la tierra, Dios tiene una función asignada a cada uno de nosotros. Si te parece que ahora mismo dispones de pocas oportunidades de servicio, es posible que estés pasando por una temporada de preparación en el taller de Dios —por así decirlo—, donde Él está dándote forma con la herramienta de la paciencia mientras tú haces gala de fidelidad con los asuntos aparentemente triviales y prosaicos de la vida. Si te da la impresión de que tus posibilidades de servicio altruista son pocas o incluso inexistentes, la siguiente cita de A. B. Simpson te servirá de aliento: «Dios está preparando a Sus héroes. Cuando surja la oportunidad, puede colocarlos en su lugar en un instante. Y entonces el mundo se preguntará de dónde salieron.»
Dios te está llamando a participar en Su magnífico plan para transformar el mundo de alma en alma; y en eso todos podemos participar. Si aprovechamos el valor del individuo, otras personas llegarán a conocer a Jesús; y ellas a su vez hablarán de Él con otras. Peter Amsterdam
*
Yo soy solo una, pero una de todos modos. No puedo hacerlo todo, pero sí puedo hacer algo; y por el hecho de que no pueda hacerlo todo no voy a negarme a hacer lo que puedo hacer. Helen Keller[5]
Publicado en Áncora en noviembre del 2015.
[1] Hechos 17:26–27 NVI.
[2] V. Salmo 8:4.
[3] Salmo 139:13–14.
[4] Recapture the Wonder (Nashville: Thomas Nelson, 2005).
[5] Se le reconoce con frecuencia a Helen Keller, pero el autor podría ser Edward Everertt Hale.
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