Celebrar la Pascua: lo determinante es la resurrección
Peter Amsterdam
Al celebrar la Pascua, celebramos la forma en que Dios nos dio la salvación. En Su amor por la humanidad, Dios nos proporcionó un medio para establecer una relación eterna con Él. Ese medio fue la venida al mundo de Su Hijo para vivir como un ser humano y dar la vida por nosotros. Jesús hizo precisamente eso. Vino al mundo por amor, vivió como nosotros y se entregó para ser crucificado. Su muerte posibilitó que llegáramos a conocer a Dios y vivir con Él para siempre.
Jesús fue el Hijo de Dios. Esto nos consta por lo que se relata de Él en los Evangelios y el resto de la Biblia. Hizo y dijo muchas cosas que atestiguan del hecho de que era el Hijo de Dios. Su resurrección de los muertos, que celebramos cada Pascua, fue prueba de que era todo lo que afirmó ser, que era el largamente esperado Mesías y que era el Hijo de Dios.
Jesús se refirió a Sí mismo como el Hijo del hombre más de setenta veces a lo largo del Evangelio. Si bien ocasionalmente afirmó que era el Mesías, por lo general no se refería a Sí mismo en esos términos. Para la gente de Su época, el título de Mesías conllevaba ideas preconcebidas y expectativas de naturaleza política. Afirmar continuamente que era el Mesías probablemente le habría acarreado conflictos prematuros con los dirigentes judíos y con el gobierno romano. Además habría dado pie a las ideas estereotipadas acerca del Mesías que eran tan comunes en aquellos días: que alguien rompería los grilletes de los opresores romanos y liberaría físicamente al pueblo judío.
Al referirse a Sí mismo como el Hijo del hombre, un título no mesiánico del libro de Daniel con el que los judíos de la época de Jesús estaban familiarizados[1], este empleaba un apelativo que le permitía hablar modestamente de Sí mismo e incluir aspectos de Su misión, tales como Su calvario y muerte, que no eran considerados parte del papel del Mesías. Al mismo tiempo, en consonancia con lo que dice Daniel, le permitía expresar Su rol exaltado evitando las concepciones mesiánicas erróneas de la época. Al emplear el título Hijo del hombre, Jesús podía hablar sobre Su misión en la tierra —que incluía Su sufrimiento y muerte, Su segunda venida, Su papel como juzgador y Su glorioso futuro— sin utilizar el título políticamente cargado de Mesías.
En los Evangelios Jesús fue el único que usó el título Hijo del hombre en referencia a Sí mismo. Lo hizo para invocar la autoridad que le permitía hacer lo que solamente le estaba permitido a Dios, por ejemplo, perdonar pecados. «Que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —dijo entonces al paralítico—: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»[2].
También se refirió a Sí mismo de esa manera al contarles a Sus discípulos Su venidera crucifixión y resurrección al tercer día. Dijo que el Hijo del hombre daría la vida como rescate, dando a entender así que Su muerte sería un sacrificio vicario, que daba la vida por la salvación de otros. «Estando ellos en Galilea, Jesús les dijo: “El Hijo del hombre será entregado en manos de hombres y lo matarán, pero al tercer día resucitará”»[3].
Jesús predijo que como Hijo del hombre daría la vida por nosotros: «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por todos»[4]. Así, fue crucificado, muerto y sepultado; y luego resucitó. Es gracias a eso que contamos con la certeza de que Su Padre celestial puso Su sello sobre Él, y que el sacrificio redentor de Su muerte nos ha dado la vida eterna[5].
Otra forma en que Jesús empleó la frase Hijo del hombre fue al referirse a Su segunda venida, cuando retornará a la tierra para establecer Su dominio y emitir juicio. El libro de Daniel habla de «uno como Hijo de hombre» que viene en las nubes del cielo. Esa referencia a una figura de aspecto humano, que se presenta con autoridad, gloria, que es objeto de adoración y cabeza de un reino eterno evoca una imagen de poder que normalmente le está reservada a Dios.
Miraba yo en la visión de la noche, y vi que con las nubes del cielo venía uno como un Hijo de hombre; vino hasta el Anciano de días, y lo hicieron acercarse delante de Él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieran; Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará; y Su reino es uno que nunca será destruido[6].
Al hablar de Su retorno, Jesús se refiere a lo que Daniel vio en su visión. Explica que vendrá «en la gloria de Su Padre, en las nubes del cielo con poder y gran gloria, sentado en el trono de Su gloria, a la diestra del poder de Dios»[7].
También habla del tiempo de juicio que Él presidirá, pues Su Padre le ha dado autoridad para ejecutar sentencia. «Cuando el Hijo del hombre venga en Su gloria y todos los santos ángeles con Él, entonces se sentará en Su trono de gloria, y serán reunidas delante de Él todas las naciones; entonces apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos»[8]. Estas afirmaciones hechas por Jesús acerca de impartir justicia son extraordinarias y trascienden lo que cualquier ser humano podría o debería afirmar. Sin embargo, como Hijo de Dios, Jesús tiene esa autoridad y Sus afirmaciones quedaron validadas por el hecho de que Dios lo resucitó de la muerte.
A lo largo de los Evangelios, hay referencias a Jesús como el Hijo de Dios, hechas tanto por Él mismo como por otros. Su condición como tal está entretejida en los Evangelios, sobre todo en lo que dijo sobre Sí mismo. Los Evangelios nos dan a entender que existió eternamente con el Padre desde antes de la creación del mundo como Logos, la Palabra de Dios, y que hizo todas las cosas. El Logos luego se hizo carne en la persona de Jesús, quien nos enseñó acerca de Dios y Su amor por medio de la vida que vivió.
En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho fue hecho; y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre[9].
Se nos refiere Su condición de Hijo en las narrativas de Su nacimiento, en las que la paternidad se atribuye directamente a Dios por medio de la concepción del Espíritu Santo, y por ende se lo llama Hijo de Dios[10]. Se le puso por nombre Jesús, que significa «Yahweh es la salvación». Yahweh era uno de los nombres por el que el pueblo judío se refería a Dios.
Cuando Jesús fue bautizado por Juan el Bautista en el Río Jordán al inicio de Su misión, la voz de Dios afirmó que Jesús era Su Hijo. «Y Jesús, después que fue bautizado, […] vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma y se posaba sobre Él. Y se oyó una voz de los cielos que decía: “Este es Mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”»[11]. Cerca del final de Su misión, cuando fue transfigurado, Dios una vez más declaró que era Su Hijo[12].
Jesús tenía una relación única con el Padre porque lo conocía de forma que solo podía hacerlo Su Hijo unigénito. El Padre además entrega todas las cosas en Sus manos[13]. Cuando los dirigentes judíos le preguntaron si era el Hijo de Dios, respondió afirmativamente: «El Sumo sacerdote le volvió a preguntar: “¿Eres Tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Jesús le dijo: “Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo.”»[14]
Las afirmaciones que hizo Jesús acerca de Sí mismo y Su relación con Dios en el sentido de que era igual a Dios, en ciertos momentos aceptando que le rindieran culto[15], y declarando que hacía la obra del Padre, eran desopilantes y blasfemas. Los dirigentes religiosos judíos que lo tildaron de falso mesías llegaron a la conclusión de que tenía que morir para que los romanos no destruyeran el país a causa de Él[16]. Si bien no contaban con la autoridad para matarlo ellos mismos, lo hicieron crucificar por las autoridades romanas. El presunto falso mesías que afirmaba ser el Hijo de Dios fue crucificado y el problema parecía haber quedado resuelto.
Pero entonces... Resucitó. Y Su resurrección demostró que todo lo que había afirmado ser, la autoridad que había dicho que tenía —Su condición de Mesías e Hijo, Su poder y el dominio, y la autoridad para juzgar—, era cierto. Es, en efecto, Quien afirmaba ser.
De no haber resucitado, de no haber habido resurrección, todo lo que dice la Palabra de Dios sobre Él sería falso. Como dijo Pablo, nuestra fe no valdría nada[17]. Sin embargo la resurrección demuestra que nuestra fe es de un valor inestimable. Pone en evidencia que Jesús es el Hijo de Dios.
A raíz de la resurrección tenemos la certeza de la vida eterna por medio de nuestra fe en Jesús. Ese es el punto medular de la Pascua. Por eso es un día para alabarlo y agradecerle Su sacrificio, el haber dado la vida por nosotros. Por eso es un día para alabar a Dios por el maravilloso plan de la Salvación que Él dispuso. Por eso es que la Pascua es un día estupendo para comprometernos personalmente a compartir las buenas nuevas de que Jesús resucitó y que Su ofrecimiento gratuito de la salvación se encuentra a disposición de todos cuantos lo acepten. ¡Feliz Pascua!
Artículo publicado por primera vez en abril de 2014. Pasajes seleccionados y publicados de nuevo en abril de 2022.
[1] Daniel 7:13,14. Todos los versículos son de la versión RVR1995.
[2] Mateo 9:6.
[3] Mateo 17:22,23.
[4] Mateo 20:28.
[5] Juan 6:27.
[6] Daniel 7:13,14.
[7] Mateo 16:27, 24:30, 26:64.
[8] Mateo 25:31,32.
[9] Juan 1:1-3, 14.
[10] Lucas 1:31,32, 35.
[11] Mateo 3:16,17.
[12] Mateo 17:5.
[13] Juan 3:35.
[14] Marcos 14:61,62.
[15] Mateo 14:33.
[16] Juan 11:47-50.
[17] 1 Corintios 15:14.
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