¿Casi nada o todo?
María Fontaine
La Madre Teresa comentó en una ocasión: «Las palabras amables pueden ser cortas y fáciles de decir, pero sus ecos son realmente infinitos». ¡Muy cierto! Unas cuantas palabras, enunciadas por personas sencillas, pero llenas de amor y del Espíritu del Señor, pueden repercutir de forma tangible e impactante en la vida de aquellos a quienes fueron dirigidas.
Hay tantas situaciones en las que, si nos detenemos y reflexionamos en ello, podemos pronunciar palabras sencillas, corteses, que causen impacto en los demás. Resulta útil pensarlo con un poco de anticipación.
Qué se podría decir en situaciones como éstas, que probablemente encontrarás: ¿A un amigo que pasa por una mala racha? ¿A un niño? ¿Al jefe? ¿A un profesor? ¿A alguien con una hermosa sonrisa? ¿A una señora mayor que ha envejecido con dignidad? ¿Al vigilante nocturno? ¿Al jardinero? ¿A la persona que barre la calle? ¿Al empleado de una tienda?
Unas pocas palabras afectuosas pueden tener un gran efecto.
Este es un ejemplo:
Una señora que trabajaba para una aerolínea importante, de vez en cuando notaba en el pasillo y en la sala de espera la presencia de un joven que tendría la mitad de la edad de ella. Su apariencia era descuidada y siempre tenía mal olor a cigarrillo. Un día, tomaba un descanso y lo vio de pie cerca de la puerta.
—¿Por qué fumas? —No lo preguntó con tono áspero, sino de curiosidad.
—Es un hábito que tengo desde la secundaria.
—¿La enseñanza media? ¿Qué edad tienes?
—Diecinueve.
—Entonces, has fumado solo unos cuantos años. Podrías dejar de fumar.
—¿Usted cree…?
Asintió con la cabeza. La conversación terminó allí. Continuó encontrándose con él de vez en cuando durante los siguientes meses. En esas ocasiones, le preguntaba si había hecho progresos para dejar el cigarrillo y le expresaba su preocupación por él. Siempre terminaba la conversación con esta frase: «Me importa tu bienestar». Un día preguntó de nuevo a Greg, así se llamaba el joven, cómo le iba.
—Bueno, ayer fue un día estresante. Fumé un cigarrillo… pero solo uno.
—¿Solo uno? ¿Dejaste de fumar?
—No he fumado por varias semanas. Gracias por escucharme y por su interés.
Aquel joven cambió de actitud porque alguien se interesó por él[1].
Hace años me contaron otro relato que me impresionó mucho. Es acerca de un matrimonio que estaba al borde de la ruina.
El marido había perdido su empleo y en poco tiempo se volvió temperamental, mordaz y ruin. La esposa no le dio el apoyo de debería haberle dado. No se dio cuenta de lo demoledor que puede ser para la autoestima de un hombre perder el empleo, sin mencionar la fuerte carga de la responsabilidad económica que sienten la mayoría de los hombres con respecto a su familia. Aumentaron la frustración, el resentimiento y la tensión nerviosa. La situación empeoró tanto que parecía que el divorcio sería inevitable. El esposo empezó a beber y a salir hasta muy tarde, gastándose el poco dinero que les quedaba.
Una noche, la esposa esperaba que él saliera del cuarto dando grandes pisotones para dirigirse al bar de la esquina. Se sentó junto a la mesa de la cocina. Estaba furiosa. Al mismo tiempo, escuchaba una tenue voz en su interior que le insistía que le recordara que todavía lo amaba. Lo amaba, pero no le agradaba la situación en que se encontraba ni todo el dolor que conllevaba. Fue sumamente difícil que dijera esa frase; él casi salió por la puerta antes de que con un gran esfuerzo ella lograra decir: «Todavía te amo».
El marido se detuvo en seco, se dio la vuelta y se dirigió a donde se encontraba su esposa. Luego se arrodilló y, con palabras entrecortadas, le preguntó: «¿Todavía me amas?»
Lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ella también empezó a llorar. Se abrazaron, se expresaron su amor y se pidieron perdón.
Esas tres palabras salvaron su matrimonio… y a su esposo. Aquella noche salía dispuesto a poner fin a su vida.
Y este es otro testimonio, el autor es Richard North, que ejemplifica la enorme huella que un sencillo comentario puede dejar en alguien. Es más, también puede marcar una gran diferencia en la vida de muchos otros.
Era profesor de colegio. Tenía treinta y cinco años y llevaba casi diez en la enseñanza. Sin embargo, pensaba dejar la docencia y buscar una nueva profesión. Gradualmente había muerto la ardiente inspiración idealista con que había comenzado, hasta que últimamente a menudo me preguntaba por qué había elegido ser profesor. Me parecía que me había esforzado al máximo en ese trabajo, pero que no valía la pena: los chicos eran agresivos y desconsiderados, y los padres con mucha frecuencia estaban enojados e irritables. Me parecía que los años que dediqué a la enseñanza habían sido un desperdicio. Había comenzado a preguntarme si alguien apreciaba todo lo que me había costado. Le dediqué diez años de mi vida y me daba la impresión de que no había logrado nada.
Mi trasformación se dio con la llegada a mi aula de un profesor adjunto. Vino a colaborar y a recibir formación práctica. Había asistido unos dos días a las clases cuando, de casualidad, entré al comedor de los maestros a la hora del almuerzo y escuché que conversaba con otros profesores ayudantes.
«Me asombra lo mucho que el señor North quiere a los niños. Es amable con ellos, los escucha y los anima, sea cual sea el nivel en que se encuentren. Me habría encantado tener un profesor así cuando tenía esa edad.»
Escuchar aquel comentario tuvo un inmenso efecto en mi alma agotada. Me ayudó a recordar por qué me dediqué a la enseñanza. Empecé a ver mi profesión desde un nuevo punto de vista y recuperé la motivación. A medida que se transformaba la percepción que tenía de mi trabajo, también cambiaba el comportamiento de mis alumnos. Cuando llegaron las vacaciones de verano, me había convertido en alguien distinto. Esas pocas palabras de aprecio, que escuché por casualidad, me cambiaron la vida. Tenía que vivir a la altura de mi reputación, y volver a encontrar un propósito e ideal también motivó a muchos otros a esforzarse por obtener grandes logros[2].
Lo que me impresiona es que las palabras que emitimos —que parecen decirse con naturalidad, que son muy comunes, exiguas, insignificantes y a menudo poco elegantes— pueden de hecho tener un valor incalculable y ser de gran consecuencia para quien —o quienes— se dirigen. Lo que nos parece muy poca cosa, puede ser alimento para un alma hambrienta, o agua para un hombre que se muere de sed. Lo que damos que nos cuesta muy poco y parece muy pequeño en el orden del universo, para otra persona puede significarlo todo.
Publicado por primera vez en septiembre de 2012. Texto adaptado y publicado de nuevo en septiembre de 2016.
[1] Relato resumido tomado de The Esther Effect. Dianna Booher (Nashville: Thomas Nelson, 2001).
[2] Richard North.
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