Aprender a tomar decisiones
Peter Amsterdam
¿Alguna vez has tenido que tomar una decisión importante para la que necesitabas orientación explícita, y te dio la impresión de que Dios te daba la callada por respuesta, justo en el momento en que más te habría gustado que te diera una contestación precisa para ayudarte a tomar esa decisión trascendental? A mí me ha pasado, y fue una lucha espiritual. Tenía tantas ganas de que el Señor me indicara claramente el camino; sin embargo, Él sabiamente optó por no darme una respuesta directa. Por consiguiente, me vi en la necesidad de seguir adelante y hacer el laborioso trabajo de estudiar las diferentes opciones, pedir consejo a personas piadosas, evaluar las puertas abiertas y oportunidades que se me presentaban, orar con fervor y, sobre todo, encomendarle mis caminos. Tuve que confiar en que Él allanaría mis sendas de la manera que mejor le pareciera.
En momentos así se agradecen mucho las revelaciones directas. Lo que más querríamos es que el Señor nos mostrara, de entre las diferentes opciones, cuál es la mejor, y así nos evitara el proceso a menudo angustioso de examinar las diversas posibilidades, sopesar los pros y los contras y asumir la responsabilidad de tomar una decisión sin saber bien en qué terminará todo. A menudo el Señor confirma Su voluntad con un mensaje en profecía, como señal de Su gracia y favor, lo cual puede ser tremendamente alentador y motivador. Otras veces, Él espera que pasemos por todo el proceso de analizar la situación y las opciones hasta tomar la decisión final, lo cual generalmente resulta ser una experiencia didáctica que nos obliga a crecer.
Todo eso puede suponer una gran lucha mental, emocional y espiritual, similar a la experiencia de Jacob cuando peleó una noche entera con un ángel[1]. Pero si hemos hecho todo lo que podíamos para orar y seguir a Dios conforme a nuestra capacidad, podemos tener la confianza de que los resultados y el desenlace de nuestra decisión redundarán en última instancia en nuestro bien[2].
Un aspecto importante del plan de Dios para la humanidad es el hecho de que nos dotó de libre albedrío, el cual nos permite escoger y tomar decisiones por voluntad propia. En calidad de cristianos que queremos glorificar a Dios en nuestra vida, queremos aprender a tomar decisiones basadas en sanos principios y elegir las mejores opciones de las muchas que se nos puedan presentar cotidianamente. Examinar diversas posibilidades, sopesar ventajas y desventajas, aprovechar la sabiduría que nos ha dado Dios y evaluar situaciones mediante la Palabra de Dios son formas de amar a Dios con toda nuestra mente, corazón y alma, en obediencia al primer y mayor mandamiento[3].
Aunque no recibamos una revelación directa de Dios que nos guíe a la hora de tomar una decisión, podemos cobrar ánimo por el hecho de que Él ha prometido guiarnos si le encomendamos nuestros caminos y procuramos averiguar Su voluntad por medio de todos los métodos que tenemos a nuestra disposición. En realidad, aunque Él nos dé una revelación es prudente verificar que la decisión se ajuste a la buena y aceptable voluntad de Dios[4]. Podemos evaluar tales decisiones haciéndonos preguntas como: ¿Concuerda la decisión con la Palabra de Dios? ¿Me ha hablado Él por medio de pasajes específicos de las Escrituras? ¿He pedido asesoramiento a consejeros inspirados por Él?
En parte, el estrés y la confusión que a menudo se apoderan de nosotros cuando debemos tomar una decisión se deben al temor al fracaso, a no dar con la voluntad de Dios, o a tomar una decisión que imprevisiblemente tenga un efecto negativo en nosotros o en otras personas. Cuando se trata de una decisión importante que definirá nuestro futuro, o por lo menos nuestro futuro inmediato, la experiencia nos enseña que por culpa de una decisión imprudente nos podemos ver obligados a dar marcha atrás más adelante, o a sufrir las repercusiones de un desacierto. A veces, por mucho que tengamos muy buenas intenciones y deseos, nuestras decisiones conducen a consecuencias y resultados negativos, que no nos queda más remedio que aceptar.
Dado que hemos sido diseñados por Dios como seres con libre albedrío, tenemos la capacidad de elegir de forma autónoma, y por lo mismo somos responsables de las decisiones que tomamos y de los resultados de las mismas. Responsabilizarnos de los resultados de nuestras decisiones constituye una parte importante del proceso. Por otra parte, debemos confiar en la promesa de Dios de hacer que todo redunde en bien para quienes lo aman, sean cuales sean las consecuencias iniciales. Aun si hemos cometido errores y parece que la hemos embarrado con las coordenadas de nuestras decisiones, Dios puede corregir nuestro rumbo de manera que sea beneficioso y nos lleve al destino final que Él ha dispuesto.
Las curvas inesperadas a lo largo del camino y los resultados no planeados son parte de la vida, por muy prudentes que sean nuestras decisiones. Incluso cuando tomamos decisiones acertadas, no hay garantía de que todo vaya a ir como una seda. Es habitual que sigamos topándonos con escollos y contratiempos, los cuales son parte de la experiencia humana y en muchos casos sirven para fortalecer nuestra fe. Dios, nuestro Padre celestial, sabe que aprender a tomar decisiones y responsabilizarnos de los resultados de las mismas —con todas las enseñanzas que eso nos deja— contribuye a nuestro desarrollo y crecimiento espiritual.
Él ha prometido que si lo buscamos de todo corazón, lo encontraremos[5], y que si le encomendamos nuestros caminos y lo tenemos presente, Él allanará nuestras sendas y hará caer nuestras cuerdas en lugares agradables[6]. Podemos tener la confianza de que nunca nos dejará ni nos abandonará, aun cuando parece que guarda silencio y no nos proporciona directamente las indicaciones que buscamos para una decisión que debemos tomar. A veces Dios parece guardar silencio en esos momentos cruciales y decisivos porque deja el asunto en nuestras manos, y quiere que nosotros tomemos una decisión prudente y acertada y que nos responsabilicemos de las acciones y consecuencias que se deriven de ella. Al crear a los seres humanos, Dios nos dotó de volición, que es la capacidad de elegir entre varias opciones y de actuar para acercarnos a la consecución de lo que hemos escogido.
Desde el principio, Adán y Eva, los primeros seres humanos, debieron tomar decisiones en el huerto del Edén. Dios los creó a Su imagen, como seres racionales, y de inmediato los puso a tomar decisiones. A Adán se le encargó que diera nombre a todas las criaturas vivientes, y en la Biblia no hay nada que sugiera que Dios le haya dicho cómo hacerlo o qué nombre ponerles. Dios le encargó la tarea sabiendo que las cualidades racionales e intelectuales con que lo había dotado le permitirían tomar buenas decisiones. Claro que su autodeterminación le dio igualmente la libertad de tomar malas decisiones, como se aprecia en la decisión de Adán y Eva de desobedecer el mandamiento de Dios. Su decisión de comer del fruto prohibido contravino la voluntad expresa de Dios y resultó en la caída del hombre, con todas las consecuencias negativas que eso trajo aparejadas.
La desobediencia abrió la puerta al pecado, y el pecado creó un distanciamiento entre el Creador y Su creación. Afortunadamente, Jesús expió nuestros pecados e hizo que pudiéramos reconciliarnos con Dios y establecer una relación con Él. No solo nos hemos reconciliado con Él, sino que al optar por amarlo y aceptar el sacrificio de Jesús hemos tomado la senda que conduce a una relación íntima con Dios. La metáfora del matrimonio que se emplea en la Biblia para describir la relación espiritual entre Jesús y Su iglesia representa la unión de corazón, mente y espíritu que Jesús busca tener con cada uno de nosotros. Si amamos a Dios y vamos incrementando nuestra fe por medio del estudio de Su Palabra y la observancia de los preceptos contenidos en ella, esa relación se convierte en una aventura llena de opciones y alternativas, muchas de las cuales son buenas posibilidades que se ajustan a Su voluntad.
Parte de ese viaje para alcanzar una mayor intimidad con Dios y llevar una vida productiva en la que Él esté muy presente consiste en aprender a tomar decisiones prudentes, que honren a Dios, estrechen nuestra relación con Él y aumenten nuestra fe y nuestro fruto, a la vez que confiamos en Su providencial cuidado, que nunca nos falta. Si le encomendamos nuestros caminos y procuramos complacerlo y hacer lo que le resulta agradable, podemos tener confianza en nuestra relación con Él, y la seguridad de que nos acompañará en cada decisión, grande o pequeña, que tomemos a lo largo de nuestra vida[7].
El Dios de paz […] los haga aptos en toda obra buena para hacer Su voluntad, obrando Él en nosotros lo que es agradable delante de Él mediante Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Hebreos 13:20,21
Artículo publicado por primera vez en abril de 2014. Texto adaptado y publicado de nuevo en agosto de 2017.
[1] Génesis 32:24–30.
[2] Romanos 8:28.
[3] Mateo 22:37–38.
[4] Romanos 12:2.
[5] Jeremías 29:13.
[6] Proverbios 3:6; Salmo 16:6.
[7] 1 Juan 3:21–22.
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