Amor sobrehumano
María Fontaine
«Hijitos míos, que nuestro amor no sea solamente de palabra, sino que se demuestre con hechos». 1 Juan 3:18[1]
Tener siempre en cuenta a los demás y procurar ayudarlos, sobre todo cuando ello implica cierto sacrificio personal, no es nada fácil. Lo más cómodo es ser perezosos, egoístas y egocéntricos. La mayoría lo somos por naturaleza. Nuestra primera reacción generalmente está centrada en nosotros mismos, en lo que deseamos y lo que nos hace felices. Pero si invocamos la ayuda de Jesús y hacemos un esfuerzo, podemos adquirir nuevos hábitos y reacciones automáticas que con el tiempo contribuirán a que seamos más amorosos y amables.
Jesús comprende que el amor que nos hace falta para vivir como Él nos ha pedido no nos surge espontáneamente. Sin embargo, eso no es pretexto. El simple razonamiento de que no podamos no quiere decir que Él no lo espere de nosotros, porque Él lo hará por nosotros y por intermedio de nosotros y si de veras lo deseamos y pedimos Su ayuda. Le place capacitarnos para entregar amor desinteresadamente. Nos comunicará todo el amor que necesitemos manifestar, pues es Su voluntad que lo hagamos.
En el hombre rige el instinto de preservación, de satisfacción de sí mismo y de procurarse su propio bien. El hombre tiene propensión natural a buscar su supervivencia y su propio bienestar antes que los de sus semejantes. En esto, quienes han aceptado el amor de Dios en Jesucristo llevan una gran ventaja, pues la Biblia nos promete: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas»[2]. Él nos ayuda a romper esos circuitos naturales. Reprograma nuestros pensamientos y nuestro corazón para que estemos inclinados a cumplir Su voluntad, la cual consiste en amar a los demás.
¡Qué maravilloso es esto! Jesús dijo a Sus primeros seguidores: «En esto conocerán que sois Mis discípulos [seguidores de Sus enseñanzas], si tuvierais amor los unos con los otros»[3]. En aquella época, el amor que había entre los discípulos de Jesús y el que manifestaban a sus amigos e incluso a desconocidos fue un contundente ejemplo y llamó mucho la atención y se propagó.
Muchos se mueren por el amor que Jesús predicó, encarnó y nos ofrece. Por eso nos invita a acometer la tarea de manifestar amor profundo, abnegado y sin parcialidad a los demás, aunque sabe que semejante amor está fuera de nuestro alcance. Nos resulta imposible brindar esa clase de amor por nuestra cuenta. Si pretendemos obtenerlo por nuestras propias fuerzas, acabamos decepcionados, abatidos y desgastados por el intento. En cambio, si clamamos a Jesús y le pedimos con sencillez el amor por el prójimo que nos hace falta y luego nos mostrados dispuestos a traducir ese amor en hechos, Él nos lo dará.
Para convertirnos en el ejemplo del amor divino que deseamos ser, pidámosle una mente y un corazón dispuestos, un espíritu creyente, y después seamos consecuentes realizando pequeños actos de amor desinteresado. En la medida en que hagamos lo que está a nuestro alcance, probablemente nos iremos dando cuenta de que pensamos más en los demás, comprendemos con mayor presteza sus necesidades y nos preocupamos más por su bienestar. De hecho, poco a poco tal vez seremos incluso más proclives a abandonar algunos de nuestros planes e ideas por el bien de otras personas, y lo haremos con alegría.
Cuando nos entregamos a los demás, cuando hacemos un esfuerzo por ofrecer nuestra amistad a otro ser humano, cuando nos molestamos en conversar con alguien que se siente solo o en confortar a un enfermo, cuando ayudamos a alguien en sus conflictos o hacemos que se sienta necesario e importante, y cuando le indicamos a alguien la fuente —Jesús— de ese amor extraordinario que transmitimos, sentimos profunda satisfacción, pues todo esto trae consigo una recompensa espiritual. Al realizar esos pequeños actos de amor y abnegación, el Señor nos bendice muy íntimamente con una alegría que no puede conseguirse de ningún otro modo: la felicidad de saber que hemos sido una bendición para una persona necesitada.
Al ser amorosos, generosos y abnegados, no solo permitimos que Dios se valga de nosotros para ayudar a los demás, sino que posibilitamos que nos conceda múltiples bendiciones, pues Él favorece a los desinteresados y altruistas. Dios bendice a quienes se entregan a los demás, y en cambio priva de algunas bendiciones a quienes siempre piensan primero en sí mismos e insisten en obrar a su antojo. «Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza. El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado.»[4]
El amor humano tiene sus limitaciones. Para desarrollar todo nuestro potencial y lograr todo lo que somos capaces de hacer, debemos estar llenos del amor de Dios. Él puede llenar nuestro corazón con más amor del que cabe imaginar siquiera, si solo creemos, lo recibimos y accedemos a ponerlo por obra.
Dejemos, pues, que el amor de Jesús reluzca a través de nosotros. Amémonos más unos a otros. Hagamos con los demás lo mismo que nos gustaría que hicieran con nosotros. Manifestemos el amor del Señor demostrando mayor perdón, comprensión y apoyo, mejorando la comunicación con los demás y realizando actos cotidianos de amor y desvelo. Dediquemos tiempo y prestemos oído a quienes lo necesitan. Abramos nuestro corazón a los demás. Seamos prontos para perdonar y olvidar. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance por cuidar de nuestros hermanos. Prestémonos a ser el puntal o paño de lágrimas de alguna persona. No nos apresuremos a sacar conclusiones o a juzgar infundadamente. Concedamos más bien a los demás un margen de confianza. Procuremos de todo corazón dar buen ejemplo de amor incondicional. Sobrellevemos los unos las cargas de los otros y cumplamos así la suprema ley de Dios: el amor[5].
Adaptación de los escritos de María Fontaine. Publicado en Áncora en noviembre de 2015.
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