Algo acerca de la ceguera
Mila Nataliya A. Govorukha
Hoy me desperté y, antes de abrir los ojos, me sentí muy mareada. Mi oración matutina va a ser mucho más larga que lo usual, pensé con decepción. Rogué por mi salud, en contra de los mareos, luego oré por la salud de mis hijos, por la de mi mamá y hermana. Después rogué por toda clase de cosas, grandes y pequeñas, y finalmente nuevamente recé en contra de los mareos y la debilidad. Pensé: esto no va a parar. No podré levantarme tan rápido como lo hago de costumbre.
Ya era el quinto día consecutivo que me despertaba con fuertes mareos. Todo me daba vueltas y en mi cabeza había una orquesta de percusionistas que me bombardeaba los oídos desde dentro. Cada pequeño movimiento parece tomarme una eternidad. Me dirijo al baño asegurándome de asirme de la pared y de tener ambos pies firmes y estables en el suelo. Cubrir una distancia de unos pocos metros me toma mucho esfuerzo.
Luego me toma unos minutos poner la tetera, incapaz de encender un fósforo con facilidad. Me voy enojando lentamente, primero conmigo misma y luego con la situación. Me lavo la cara y por accidente me golpeo la cabeza contra el lavabo. ¡Lo que faltaba! Es solo la primera hora del día y ya perdí los papeles.
¿Qué es esto? ¡Yo era una buena chica, en serio, lo era! (la película My Fair Lady [Mi bella dama] resuena en mi cabeza). Recuerdo que oraba cada mañana y pasaba tiempo con Jesús. También fui a ver a una doctora que me prescribió unas medicinas y una serie de masajes en el cuello y en la parte superior de la espalda. También me recomendó que asistiera a una sesión de grupo en la clínica para hacer ejercicios terapéuticos especiales, que ayudarían a que la sangre fluya libremente ida y vuelta desde el corazón a la cabeza y al cerebro. Empecé con todo eso inmediatamente después de la prescripción.
Pero ahora, unos días más tarde, los mareos continúan. Tengo debilidad en las rodillas, todo me da vueltas, no puedo ni leer porque me cuesta enfocar la vista.
Derramé un poco de agua haciendo té. En ese momento empezó con fuerza un festival de sentir lástima de mí misma. Me lamentaba por mi estado miserable, imaginándome el peor de los escenarios, comenzando por no tener comida en el refrigerador, luego no tener suficientes ingresos, para luego ir a parar al hospital en ambulancia, etc. ¡Y todavía ni llego a los 50!
Por alguna razón ese número me recuerda que hay millones de personas en el mundo que tienen el mismo tipo de problemas, sin mencionar los incontables casos que son mucho peores. Y muchos de ellos tienen cinco, diez o veinte años más que yo. No todos se ven temblorosos, ni gruñen y se quejan todo el tiempo. De alguna manera tengo que reponerme. Debería darme vergüenza.
Recordé a un fisioterapeuta que conocí hace poco que está a cargo de mis sesiones de masajes. Lo había visto antes un par de veces, sin prestarle mucha atención. Era el típico médico, con el cabello bien cortado, uniforme blanco de médico y voz baja. Lo único que había notado antes eran sus extraños ojos.
La última vez que lo vi, me tenía que inscribir para los masajes, así que tuve que ir a su oficina para hablar con él. Sale de detrás de unas cortinas, se me acerca mucho y me pregunta si tengo la recomendación de un terapeuta. Luego me pide que se la lea en voz alta. Estoy sorprendida, pero igual empiezo a leer. Pensé que tal vez tenía las manos untadas con aceite de un masaje previo y no quería manchar la hoja.
Me invita a pasar detrás de la cortina, se sienta en su mesa, saca un extraño cuaderno y una delgada tabla de aluminio con varios agujeros cuadrados simétricos. Me pide mi nombre completo y empieza a escribir, haciendo huecos con algo similar a un lápiz en aquellos diminutos huecos. ¡Santo Dios! Está completamente ciego. Me sentí en shock. Nunca había visto a una persona ciega tan cerca. Y claro, nunca había visto a nadie escribir en Braille delante de mí. Observé cuidadosamente, perpleja. Me pidió que repitiera mi apellido. Puso más información y guardó su cartilla.
Ahora me encuentro en la camilla de masajes. Mientras me masajea el cuello, charla despreocupadamente acerca del clima y me informa que se va a ausentar dos semanas por vacaciones. Yo no sabía que los ciegos podían viajar por vacaciones. No sabía nada acerca de ellos.
Luego de preguntarle acerca de otro tipo de masajes, me explicó en detalle acerca de su sala de masajes particular en otro edificio. Exactamente, ¿por qué los llamamos discapacitados? Masajea un músculo cerca de mi hombro que yo no conocía y de manera inteligente y sencilla me explica algunos detalles en torno a los problemas que estoy teniendo. ¿Quién decidió llamarlos discapacitados? Sintiéndome yo misma discapacitada, sentí admiración por ese hombre exitoso, completamente ciego, que —si bien otros lo llaman inválido— me libera del dolor y ayuda a que mi cuerpo funcione.
Esa pequeña escena de lo ocurrido hace unos días me despierta. Me siento avergonzada por ser tan pusilánime, y me siento culpable por mi estado de autocompasión. Qué bueno sería tener el botón de borrar o la tecla de repetición.
Revisemos la trama de mi mañana.
Me levanté esta mañana y antes de abrir los ojos sentí lo mareada que estaba. ¡Vaya, hoy mis mareos no son tan fuertes como ayer! Gracias Dios mío. No tengo dolores en el cuello ni en la cabeza. Estoy consciente. Tengo dispositivos para ver la hora y el clima, y el día va a estar cálido y soleado. ¡Alabado sea el Señor!
Oré por mi salud, en contra de los mareos, luego por la salud de mis hijos, de mi madre y hermana, y luego por todo tipo de asuntos grandes y pequeños. Tengo el gran privilegio de saber que Dios escucha mis oraciones y las responde, y tiene en cuenta lo que más me conviene.
Todo me da vueltas, una orquesta de percusionistas retumba en mi cabeza. Está bien, la buena noticia es que todavía puedo ver bastante bien, incluso sin anteojos, y puedo oír a mis vecinos a través de la ventana abierta de mi pequeño y simpático departamento de bonitos colores y lindas plantas que hay sobre la repisa de la ventana.
Me dirijo al baño, asegurándome de asirme de la pared con seguridad y de sentir mis pies firmes en el suelo. Esperen. Déjenme ponerle un poco de música a eso. Gracias a Dios que tengo Internet y una tableta. Ahora puedo simular que estoy bailando de camino al baño, ¿no es fantástico que pueda hacer todo eso?
Puse la tetera y recordé mi encuentro con el doctor ciego. Estar espiritualmente ciego es mucho más peligroso y desolador que la ceguera física. Jesús, ayúdame a verte en todo lo que me rodea por pequeño que sea.
Para mí, no hay nada como empezar la mañana con mi taza de té favorito, bien caliente, y con un buen pedazo de chocolate. Una abeja entra volando y sobrevuela mi geranio color coral que está en flor.
Querido Dios, por favor arregla las discapacidades de mi corazón, mente, espíritu y cuerpo. Ruego que alumbres los ojos de mi entendimiento, para saber cuál es la esperanza a la que me has llamado, y cuáles son las riquezas de la gloria de Tu herencia en los santos[1]. Señor, abre mis ojos para que pueda ver. «Abre mis ojos y miraré las maravillas de Tu ley»[2].
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