Cara a cara
Recopilación
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«Lo que quiero es conocer a Cristo, sentir en mí el poder de Su resurrección y la solidaridad en Sus sufrimientos.» Filipenses 3:10 (DHH)
Pablo dice: «Quiero conocer a Cristo». De ello se infiere que lo quiere conocer de manera personal; no solo intelectualmente, sino por interacción experiencial y trato con Él. Se refiere a intimar con Él en los buenos y en los malos momentos, en las dichas y en los sufrimientos. Quiere participar de todo lo que corresponda verdaderamente a Cristo.
En Efesios 1:17 Pablo escribe: «Pido que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, les dé espíritu de sabiduría y de revelación en el pleno conocimiento de Él». Eso se lo escribe a la iglesia de Éfeso, personas ya cristianas a las que Pablo exhorta a conocer mejor a Cristo. No hay otra manera de lograr eso que avanzando continuamente en el conocimiento y experiencia de Dios.
Las experiencias, sin embargo, no definen la vida cristiana: estas pasan a la historia el día después. No la definen los sentimientos, que un día andan por lo alto y al otro por lo bajo. Tampoco la definen nuestras actividades. Lo que define la vida cristiana es cultivar una relación con Dios. Es factible tener una relación con el cristianismo y con nuestra iglesia y estar muy comprometidos con la doctrina cristiana. Puede que hayamos nacido de nuevo por obra del Espíritu Santo, pero que nos haga falta una relación con Cristo mismo.
Mucha gente, particularmente la que desempeña un oficio o misión cristiana, tiene una relación de cooperación con Cristo. Trabaja con Él, procura obedecerle, confía en Él y desea conocer Su modo de pensar y Su voluntad. Esas personas están en el programa de Cristo y quieren experimentar Su poder para ver realizada Su obra. En realidad mantienen una relación empresarial con Él. Todo se centra en Su trabajo con Dios y tienen un vivo deseo de cumplir con Sus determinaciones. Es estupendo, pero carece de cierta intimidad, toda vez que Dios quiere introducirse en lo más recóndito de nuestro corazón […].
Es esencial para la vida cristiana pasar tiempo a solas con Dios, en circunstancias en que nada quede oculto y en que nos mostremos abiertos y vulnerables. Gracias a esta relación cara a cara con Dios recibimos lo mejor que Él desea concedernos […]: llegar realmente a conocerlo y experimentarlo. Charles Price
Procurar vivamente la presencia de Dios
En lo más recóndito del alma humana yace un ansia incontenible por el Creador. Es un común denominador en toda la humanidad, creada a imagen de Dios. A menos que se satisfaga ese deseo, el alma humana permanece inquieta, en pugna constante por alcanzar aquello que a la postre resulta inalcanzable.
Para cualquier cristiano con criterio es fácil ver que los hombres y mujeres están sumidos en un pavoroso caos moral y espiritual. Para poder comprender dónde debiera estar, primero la persona debe saber dónde está. Sin embargo, la solución no se inscribe dentro de la esfera del empeño humano. El más sublime ideal o realización del hombre es liberarse del cautiverio espiritual y acceder a la presencia de Dios, sabiendo que se ha entrado en territorio amigo.
En el pecho de cada ser humano late ferozmente ese deseo que lo mueve a perseverar en su búsqueda. Muchas personas confunden el objeto de ese deseo y se pasan la vida entera procurando asir lo inasible. Expresado en términos simples, la gran pasión del corazón de todo ser humano, creado a imagen de Dios, es experimentar la majestuosidad de la presencia de Dios. La realización más sublime de la humanidad es acceder a la envolvente presencia de Dios. Ninguna otra cosa puede saciar esa ardiente sed.
La persona común y corriente, incapaz de entender esa pasión por entablar intimidad con Dios, llena su vida de cosas con la esperanza de que de una u otra forma satisfarán su ansia interior. Persigue lo exterior anhelando, inútilmente, apagar su sed interior.
San Agustín, obispo de Hipona, captó la esencia de ese deseo en sus Confesiones: «Nos creaste para Ti, Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse plenamente en Ti». Esto en buena parte explica el espíritu de inquietud que domina cada generación y cultura, ese afán permanente de búsqueda que nunca deriva en un conocimiento verdadero de la presencia de Dios.
Juan el apóstol manifiesta algo parecido en el Apocalipsis: «Señor, digno eres de recibir la gloria, la honra y el poder, porque Tú creaste todas las cosas, y por Tu voluntad [deleite] existen y fueron creadas»[1]. Dios se complace inmensamente en que descansemos de lleno en Su presencia, momento a momento. Dios creó expresamente al hombre para […] Su deleite y compañía. Nada en este mundo se compara con el sencillo deleite de experimentar la presencia de Dios.
El espíritu de inquietud que surca el mar de la humanidad atestigua esta verdad. Nuestra razón de ser como criaturas es emplear nuestro tiempo deleitándonos en la presencia manifiesta de nuestro Creador…
La intimidad con el Creador separa al hombre de todos los demás entes de la creación de Dios. La gran pasión que yace en el pecho de todo ser humano creado a imagen de Dios es poder experimentar el majestuoso esplendor de Su presencia […]. Nacimos para ascender hasta la mismísima esfera de la presencia de Dios donde pertenecemos. A. W. Tozer[2]
Hallar verdadero amor en Su presencia
Con esa finalidad precisamente creó Dios al hombre en un principio. Nos hizo para que lo amáramos, disfrutáramos de Él eternamente y ayudáramos a los demás a hacer lo mismo. Dios fue el creador del amor y el que puso en el hombre la necesidad de amar y ser amado. Él es el único capaz de satisfacer esa ansia profunda de amor total y comprensión absoluta presente en toda alma.
Por eso, aunque las cosas temporales de este mundo puedan satisfacer el cuerpo, solo Dios y Su amor eterno pueden llenar ese angustioso vacío espiritual que hay en el corazón de cada persona, ¡y que Dios creó exclusivamente para Sí! El espíritu humano —ese algo intangible, esa esencia de nuestro ser que habita en nuestro cuerpo— solo halla plena satisfacción en la unión total con el gran Dios amoroso que lo creó.
Él es el mismísimo Espíritu del amor, amor verdadero, eterno, amor auténtico que nunca deja de ser, el amor de un amante que nunca abandona, el amante por excelencia, Dios mismo. ¡Lo vemos reflejado en Su Hijo Jesucristo, que vino al mundo por amor, vivió con amor y murió por amor para que nosotros pudiéramos vivir y amar eternamente!
Si la gente entendiera la magnitud del amor del Señor —lo verdaderamente incondicional, profundo, amplio e infinito que es—, resolvería muchos de sus problemas. Se liberaría de muchos temores, preocupaciones y remordimientos. Si lograra entender eso, sabría que a la larga todo se va a solucionar, que Él hará que todo redunde en bien, pues Él dispone hasta el detalle más mínimo, y la mano con que dirige y modela nuestra vida obra con perfecto amor. David Brandt Berg
El bien más preciado
Solo Dios sabe por qué dispuso que algunos de los recursos más preciados se alojen en sitios de muy difícil acceso. Si Su intención era poner a prueba nuestra voluntad —es decir, ver hasta dónde estamos dispuestos a llegar y qué sacrificios estamos dispuestos a hacer para conseguirlos—, dio resultado.
Bien si se trata de perforar en busca de petróleo en los desiertos del Medio Oriente o en inhóspitos parajes del Círculo Polar Ártico, o de descender al frío y oscuro subsuelo para extraer oro, diamantes y otras piedras y metales preciosos, los más empeñosos soportan algunas de las condiciones más adversas del mundo y hasta arriesgan la vida y su integridad física para llegar a ellos y hacer fortuna.
Cabe preguntarse, sin embargo, si todo ese esfuerzo vale la pena, incluso para los pocos afortunados que tienen éxito. ¿Cuánto tiempo les duran sus riquezas, y de cuánta felicidad auténtica gozan entre tanto? Profundizando en ello, se hace evidente que si esos triunfos no les dejan algo más perdurable, terminan siendo verdaderas desventuras.
¿No te parece una maravilla que Dios haya puesto al alcance de todos los seres humanos lo más preciado que se puede poseer en la vida, lo único que tiene la virtud de satisfacernos de verdad y durar por la eternidad? Naturalmente me refiero al amor de Dios. La Biblia enseña que «Dios es amor»[3]. Él es el amor mismo, la fuente de donde brota el amor en todas sus extraordinarias manifestaciones. Keith Phillips
Publicado en Áncora en marzo de 2021. Leído por Gabriel García Valdivieso.
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