Ninguna condenación

mayo 19, 2014

María Fontaine

Hay ocasiones en que la condenación nos pega muy duro, haciéndonos sentir que hemos fallado en algún aspecto importantecuando las cosas en el trabajo o en lo personal se ponen difíciles, o cuando se enfrentan con una batalla de la que no parecen poder salir, o cuando piensan que no están progresando lo suficiente hacia las metas que se han trazado en la vida. Son varios los que han dicho que el arma que al Enemigo más le gusta emplear contra los cristianos es el desaliento, y la condenación le sigue de cerca.

En la Biblia la palabra «condenar» se basa en un vocablo griego que significa, entre otras cosas, «conocer algo en contra». Cuando uno se siente culpable, por lo general es porque se culpa de algo a sí mismo; se siente mal, culpable o con remordimiento porque hizo algo malo, o al menos porque piensa que lo hizo. Muchas veces el problema radica justamente en pensar, porque cuanto más piensa uno en el asunto, peor se siente, y eso lo sume en un estado de profundo desaliento y desmoralización.

Entregarnos a la condenación anula por completo la fe que nos hace falta para reclamarle al Señor la victoria, pues sentimos que no la merecemos y que por ende no tenemos derecho a pedir que se nos la conceda. Cuando cedemos ante el desaliento y la condenación, de hecho renunciamos al poder que tenemos de luchar por la victoria. Una vez que caemos en el pozo de la condenación, es muy difícil salir de él porque el Enemigo trata de convencernos de que es ahí donde merecemos estar.

También puede que sintamos la presión de querer hacer todo lo que el Señor nos pide y el sentimiento de fracaso por no conseguirlo, así como la sensación de estar desilusionando al Señor y a los demás al no estar a la altura de lo que se espera. Teóricamente, debemos «orar sin cesar»[1]. Debemos alabar en todo momento[2]. Debemos dar gracias por todo[3]. También debemos ser abnegados y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos[4]. Teóricamente, debemos ser la sal de la tierra y la luz del mundo[5]. Debemos ser generosos y hospitalarios, dar a todo aquel que nos pida y poner la otra mejilla cuando nos hacen un mal[6]. Pero, naturalmente, no vamos a poder hacerlo todo todas las veces. Todos nos quedamos muy pero muy cortos. Entonces, ¿cómo podemos cambiar nuestra forma de ver las cosas?

Tenemos un Dios estupendo que nos conoce muy bien y nos ama sin poner condiciones. No nos mide con una vara ni anota en una gráfica nuestro progreso; más bien, se regocija cada vez que damos un paso para seguirlo y le encanta el amor que le profesamos, es así de simple. De modo que si han estado combatiendo la condenación o el fracaso, ¡no se preocupen! Él sabe que no podemos ser perfectos, que nunca lo seremos.

Me recuerda a la leyenda del sultán y Satanás, en la que Satanás despertó al sultán para que orara. El sultán se quedó muy sorprendido de que Satanás quisiera que orara. Cuando le preguntó a Satanás por qué lo despertaba para orar, al principio el Diablo le dio una serie de excusas falsas. Ante la insistencia del sultán, el Diablo finalmente le explicó que lo había hecho porque si por casualidad se quedaba dormido un día y no oraba, se iba a sentir arrepentido y humilde, y eso lo acercaría aún más al Señor. Mientras que si lograba la perfección total en cuanto a la oración y no se le pasaba ni un solo día, se volvería orgulloso y santurrón y estaría en peor estado. Así pues, ¡demos gracias al Señor de que no somos perfectos! Eso nos mantiene humildes y con una actitud ferviente, y nos recuerda constantemente cuánto dependemos de Jesús.

Él sabe que cometeremos errores y caeremos, que a veces nos equivocaremos y fallaremos. Pero se vale de dichas experiencias como peldaños que nos acercan a Él, permitiendo que Su fortaleza se perfeccione en nuestras debilidades. Se fija en nuestro corazón, y cuando ve que sinceramente tratamos de agradarle, nos premia y bendice de acuerdo a eso, a pesar de cualquier tropiezo y caída. Así pues, que el Señor nos ayude a todos a recordar continuamente lo débiles e incapaces que somos, y que tiene que ser el Señor en nosotros. Todo tiene que ser un milagro de la gracia de Dios. Hasta nuestra obediencia a Él es un milagro, y por ella debemos darle al Señor toda la gloria. ¡Alabado sea el Señor!

Y recuerden, el Señor sabe que no son perfectos, que nunca podrán cumplir todo lo que manda en la Palabra en cada circunstancia, en cada aspecto de su vida. Nos pone metas que alcanzar, pero sabe que no lograremos vivir a la altura de la Palabra en cada cosa, todo el tiempo.

Las metas que nos ha puesto el Señor son metas celestiales, y nosotros todavía seguimos siendo humanos; cometeremos errores y nos quedaremos cortos. Si aprenden a encarar sus errores como es debido —consultando la opinión del Señor al respecto y dejando que esos errores los ayuden a reconocer con humildad su condición y los acerquen todavía más a Él— los mismos inclusive obrarán a su favor y los volverán más mansos, más sabios, más deseosos de buscar al Señor y por ende más útiles a Él.

En cualquier caso, ¡no cedan ante la condenación! Jesús no los condena, así pues, no dejen que el Enemigo los condene. Niéguense de plano a aceptar la condenación. Siempre que estén dispuestos a seguir adelante, encomendando a Jesús sus caminos, no fracasarán. En tanto que luchen, están haciendo progresos. Cada uno de ustedes puede confiar en que está haciendo progresos al hacer todo lo que puede por seguir a Jesús, pues Él los guiará continuamente, paso a paso, cuesta arriba, por el sendero de Su voluntad.

«Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte».  Romanos 8:1–2[7]

 

Victoria sobre la condenación

Jesús dijo:

«No es Mi voluntad que se sientan condenados. Es así de simple. Yo no los condeno. No me fijo en sus faltas y defectos.

»En ciertos casos, cuando se sienten culpables es porque hay algo en lo que podrían actuar mejor. Es cierto que no son perfectos, que cometen errores. Pero Yo los amo de todas formas y estoy dispuesto a ayudarlos en cualquier aspecto que sea necesario; estoy dispuesto a pasar por alto sus defectos cuando veo que sinceramente buscan agradarme.

»Si les parece que no están haciendo todo lo que pueden o que hay muchos aspectos en los que francamente deben mejorar, propónganse mejorar en serio y empiecen a dar los pasos que corresponden. Entréguenme a Mí el aspecto en que les parece que deben madurar, preséntenmelo, reciban Mis palabras de consejo e instrucción y luego hagan todo lo que puedan por ponerlas en práctica. No es Mi voluntad que se sientan condenados. ¿Pueden creerlo? Si creen Mis Palabras alcanzarán la victoria sobre la condenación.»

 

«La mayoría de la gente tiene complejo de inferioridad. La mayoría de la gente considera que no está a la altura de lo que se espera de ella y que está fallando, y el peor temor de todos es su temor a fallar. La mayoría de las personas necesitan saber que aunque son vasos de barro, tienen en sí mismas el poder del universo —el Espíritu Santo—, y por ello son poseedoras de una energía increíble.

»Cuando los miro no veo los fracasos, veo los avances. Veo el progreso que están logrando. Lo que cuenta son los progresos y las pérdidas no tienen importancia. Es una buena forma de llevar la cuenta de las cosas, ¿no les parece? Pero a la gente le resulta muy difícil creerlo. Cuando ustedes llevan la cuenta, se fijan en cuántos errores han cometido y eso los hace ser severos con ustedes mismos. Deben recordar que esos retos que les presento son metas. No espero que alcancen al instante los objetivos que les trazo. Solo espero que empiecen a intentarlo, que empiecen a orar por lograrlo, a canalizar sus energías en esa dirección.

»Eso es lo que veo cuando los miro: veo su gran amor y su deseo de hacer lo debido por Mí. Los juzgo según su corazón y su amor por Mí y por los demás, no por la perfección que tratan de lograr en cada aspecto ni por sus logros.»

«¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Ninguno. Cristo es el que murió —más aun, el que también resucitó—, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.»  Romanos 8:31–34[8]

 

Artículo publicado por primera vez en enero de 2000. Adaptado y publicado de nuevo en mayo de 2014. Traducción: Irene Quiti Vera y Antonia López.


[1] 1 Tesalonicenses 5:17.

[2] Salmo 34:1.

[3] 1 Tesalonicenses 5:18.

[4] Santiago 2:8.

[5] Mateo 5:13–14.

[6] 1 Pedro 4:9–10; Mateo 5:42, 39.

[7] RV 1960.

[8] RV 1960.

 

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