junio 13, 2014
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo mandamiento es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos.» Marcos 12:30-31[1]
De acuerdo a las enseñanzas de Jesús, nuestro trato con quienes nos rodean —hombres, mujeres y niños— es inseparable de nuestra relación con Dios. El amor a Dios y al prójimo son dos caras de la misma vocación:
«Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como Yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois Mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros.» Juan 13:34-35[2]
La mayoría considera que el prójimo son quienes componen su círculo de conocidos, pero Jesús especificó que se trata de toda la humanidad. Incluso nuestros enemigos. La conocida parábola del buen samaritano es un claro ejemplo de que amar al prójimo equivale a amar a todo el mundo en todo lugar. No solo a nuestros amigos, conocidos, compatriotas y personas con las que sentimos afinidad. (Véase Lucas 10:25-37.)
La enemistad entre judíos y samaritanos había persistido durante cientos de años. Los judíos de la época de Jesús consideraban a los samaritanos ceremonialmente impuros, marginados sociales, proscritos y herejes. Así y todo, el samaritano se apiadó del pobre hombre al que ladrones habían golpeado y robado. Dio de su tiempo y dinero para ayudarle. No se trataba solo de un desconocido, sino de un acérrimo enemigo de su pueblo. Mediante dicha parábola, Jesús nos exhorta a hacer lo mismo.
Para dar a entender que el principio de amar al prójimo se aplica a todos por igual, Jesús extendió Su ley de amor incluso a nuestros enemigos.
«Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero Yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Orad por los que os ultrajan y os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos.» Mateo 5:43-45[3]
Al igual que el benévolo samaritano de la parábola de Jesús, a nosotros nos corresponde comunicar amor e interés a nuestros congéneres —o prójimos— del mundo entero. Pecaríamos al excluir a cualquier persona o grupo producto de su condición social, supuestas faltas de carácter o diferencias de religión, raza, etnia, ciudadanía y demás.
La parábola de Jesús sobre las ovejas y los cabritos es prueba de ello (véase Mateo 25:31-46). Él no nos ha creado para que endurezcamos nuestro corazón ni llevemos vidas egoístas. Todo lo contrario. Nos ha creado para llevar nuestra fe a la práctica y demostrar amor a quienes nos rodean, especialmente a los más necesitados.
Dios nos ha provisto de talentos y dones únicos para emplearlos a Su servicio. Su deseo —al ponernos en la Tierra— es la aplicación de nuestros dones y talentos al servicio de los demás. Cada uno de nosotros puede dar de sí a quienes padecen necesidad. Podemos ofrecer de nuestro tiempo y dinero a fines benéficos, extender nuestra amistad a quienes padecen enfermedad o sufren soledad, realizar labores de voluntariado o esmerarnos por fomentar la paz. Nos corresponde dar de nuestro tiempo de manera desinteresada a nuestra pareja, hijos y padres. Podemos elegir una ocupación dirigida al servicio ajeno. O, cuando menos, realizar nuestras labores diarias con integridad y respeto por los demás.
La creencia generalizada es que mientras más ofrecemos a otros, menos tenemos para nosotros mismos. Pero es todo lo contrario. El servicio a los demás produce satisfacción y brinda sentido a la vida de maneras que el dinero, el poder, las posesiones y los objetivos egoístas nunca podrán. Jesús dijo:
«Dad y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo, porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir». Lucas 6:38[4]
¿Ello implica que seremos incapaces de acatar los mandamientos de Jesús a menos que tengamos abundantes posesiones que repartir o talentos extraordinarios que ofrecer? De ninguna manera. Lo que más importa no es cuánto se da, sino la manera en que se hace. Eso es lo que le importa a Dios. Cada uno de nosotros tiene la misión de compartir los bienes y talentos recibidos. Tanto si son muchos como si son pocos. Jesús admiró la ofrenda de una pobre viuda por encima de las abultadas dádivas de personas pudientes. ¿Por qué? Porque ellos dieron una ofrenda simbólica de sus posesiones. A los ojos de Dios, la viuda dio mucho más, puesto que dio lo que tenía y lo hizo de todo corazón:
«Estando Jesús sentado delante del arca de la ofrenda, miraba como el pueblo echaba dinero en el arca; y muchos ricos echaban mucho. Y vino una viuda pobre y echó dos blancas, o sea, un cuadrante. Entonces, llamando a Sus discípulos, les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca, porque todos han echado de lo que les sobra, pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento.» Marcos 12:41-44[5]
Todos tenemos dos blancas que dar. Algunos tienen riquezas. Otros, talentos. Y otros más, tiempo. Sin importar los dones recibidos —tanto grandes como pequeños—, debemos compartirlos con generosidad. Al hacerlo, mejora la vida de otras personas y se encuentra significado y satisfacción propios.
Los sermones y parábolas de Jesús nos motivan a abandonar nuestro egoísmo y superficialidad en aras de sentir mayor compasión por el bienestar de hombres, mujeres y niños del mundo entero. El motor de las enseñanzas de Jesús es el amor universal. Es la cúspide de la obra de Dios en nosotros.
Lo que más importa a Dios es nuestro amor por Él y unos por otros. Las posesiones, el poder y la condición social carecen de todo valor en el reino de los cielos. Al extender nuestro amor sincero al prójimo, nos esmeramos por hacer del mundo un lugar mejor, y —a su vez— descubrimos la fuente de la verdadera satisfacción.
Extractos de http://www.christianbiblereference.org/jneighbr.htm. © Cliff Leitch, The Christian Bible Reference Site, www.ChristianBibleReference.org. Utilizado con permiso. Traducción: Sam de la Vega y Antonia López.
Copyright © 2024 The Family International