Consolar con el consuelo de Dios

abril 1, 2014

Recopilación

El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios.  2 Corintios 1:4[1]

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Estoy convencida de que Dios quiere alentar a las personas, pero que en muchos casos necesita que seamos nosotros los portadores de ese ánimo. Y, aunque parezca mentira, nosotros tenemos lo que los demás necesitan. ¡Tenemos el amor de Dios, que es poderosísimo! ¡Tenemos el Espíritu del amor y las palabras de amor! Nuestra vida impacta a los demás debido al poder de nuestras palabras. No es necesario que sean palabras profundas ni elocuentes: basta con palabras sencillas, con tal de que satisfagan la necesidad de amor, esperanza, significado y consuelo que tenga la persona a quien se las dirigimos.

Si piensas que no tienes tiempo ni energías, o que no cuentas con las habilidades, no te preocupes: a la mayoría nos pasa lo mismo. No obstante, todos podemos dar a otros por medio de nuestras palabras de ánimo, a través de las cuales nos es posible influir en los demás y propagar el amor de Dios a donde vayamos. En cinco minutos o menos podemos marcar la diferencia en un paradero de autobús, en el metro, al cruzar la calle, en la tienda, en el trabajo, en el colegio, en línea, cuando salimos a dar un paseo y en miles de circunstancias más.

Algo que podemos preguntarnos es: «¿Qué podría decirle a esta persona que la ayude de alguna manera? …que le levante el ánimo, le alegre el día; que haga que se sienta apreciada y valorada; que la haga sentir que vale la pena como persona; que la haga sentirse bien consigo misma y la ayude a creer que su aporte es valioso…» Y después, pidámosle al Señor que nos ayude a tener la fe para decirle lo que sea que Él nos inspire.  María Fontaine[2]

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¿Por qué permite Dios que las personas pasen por tribulaciones para luego ofrecerles consuelo en medio de ellas? Para que puedan consolar a otros. «Para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación.» Un hombre que jamás haya pasado tribulaciones se sentiría muy incómodo si tratara de consolar a una persona atribulada. Por lo tanto, si el ministro de Cristo ha de ser de utilidad al servicio de Dios, deberá pasar por muchas tribulaciones. «La oración, la meditación y la aflicción», decía Melanctón, «son la esencia del ministro de Dios.» La oración, la meditación y la aflicción deben hacerse presentes. No podemos trasmitir la promesa al oído del que sufre sin haber conocido el valor de la misma en nuestra propia hora de aflicción.

La voluntad de Dios es que el Espíritu de Dios, el Consolador, a menudo obre por medio de hombres conforme a Su antigua palabra: «Consuélense unos a otros una y otra vez, pueblo Mío, dice su Dios. Consuelen a Jerusalén.» Los consoladores se hacen, no nacen, y se forjan pasando por el fuego de prueba. No pueden consolar a los demás a menos que hayan conocido la aflicción y en ella hayan encontrado el consuelo. […] Algunos desean consolar a los afligidos, pero carecen del poder para hacerlo. «Todos ustedes son unos miserables consoladores», ¡dijo Job a sus amigos! Y lo mismo les han dicho a aquellos que trataron de consolar a los afligidos, pero, al intentarlo, pusieron el dedo en la llaga con lo cual agravaron la situación. El buen consolador es aquel que conoce tan bien la prueba como la promesa que proporcionará el alivio.

Además, debemos estar preparados para ser consoladores ya que nuestro deber es «consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios.» Nuestra propia experiencia nos permite hablarle con autoridad a un alma afligida. Quien haya tomado un determinado medicamento y haya comprobado sus bondades, está en posición de recomendarlo a los demás.

Por lo tanto, el Señor permite que sus ministros pasen por pruebas que jamás tendrían que soportar de no ser por las personas. De la misma manera que el Pastor en Jefe tuvo que soportar las andanzas del rebaño, en mucha menor escala, el pastor adjunto debe cargar con las andanzas del mismo, pues de lo contrario no podría consolar a las ovejas.

Queridos amigos, la próxima vez que pasen por una prueba, les recomiendo que tomen nota de ello y una vez que la hayan superado: «¿De qué forma me consoló Dios?» Ténganlo presente, porque algún día, tendrán necesidad de ese mismo consuelo, o tal vez conozcan a alguien que esté pasando por la misma calamidad por la que ustedes pasaron, y podrán decirle: «Sé de algo que puede ayudarle, pues lo tengo anotado en casa, cómo Dios me ayudó a salir de una situación muy parecida a la suya».  Charles Spurgeon[3]

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Kumiko tiene 24 años. Hace unos años su hermano mayor murió en un accidente de auto y sus padres se divorciaron. Debido a ello, decidió no volver a creer en Dios. Cuando la conocí estaba muy desanimada y no hacía más que hablar negativamente de su vida y de los demás.

Empezó a llamarme por teléfono cada vez que tenía dificultades con sus amigos o colegas. La mayoría de las llamadas eran después de la medianoche y duraban más de una hora. En ocasiones exclamaba llorando: «Debería quitarme la vida. No hay razón para vivir.» La escuchaba y trataba de animarla diciéndole que independientemente de lo que los demás dijeran de ella, Jesús la amaba y veía lo bueno que había en ella. Que algún día prevalecerían su naturaleza tierna y demás cualidades y que por lo tanto no debería permitir que estas fueran opacadas por cosas aparentemente negativas. También le dije que oraría por ella, lo cual hice.

Luego, cierta noche ella oró conmigo para recibir a Jesús como su Salvador. A partir de ese momento, Kumiko empezó a cambiar poco a poco. Más adelante me dijo que cada vez que se veía en apuros o se sentía desanimada clamaba a Jesús. Hace poco nos volvimos a ver. ¡Había cambiado mucho! Ahora se podía reír acerca de sus reacciones inmaduras a las cosas que anteriormente la afectaban tanto. Luego me dijo algo que me conmovió muchísimo: Cerca de un mes atrás, había tocado fondo y decidió quitarse la vida. A la medianoche se fue en su auto hasta la orilla del mar dispuesta a lanzarse. Pero de repente se acordó de mí y empezó a rezar a Jesús. Cambió de parecer y regresó a casa sin novedad. ¡Me puse feliz y sentí un gran alivio al oír sus palabras!

No siempre me fue fácil escuchar a Kumiko hablar de sus problemas una y otra vez, especialmente cuando me sentía muy cansada o tenía trabajo que debía terminar antes de irme a la cama. […] Al principio, ella no parecía estar creciendo o cambiando espiritualmente, pero el Señor constantemente me recordaba que ella no tenía a nadie más que pudiera animarla o ayudarla. En medio de todo, creo que aprendí más que Kumiko acerca de la grandeza del amor de Dios. Me está enseñando a amar más a los demás y a demostrarles más paciencia y misericordia, especialmente a los que están perdidos y buscan amor auténtico y respuestas a sus interrogantes.  Akiko Matsumoto[4]

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Dios puede tocar con Su mano la vida de una persona desde el cielo. Puede con Su brazo atravesar el espacio y atraer a los cansados y agotados a Su cariñoso pecho. Su amoroso brazo no se ha acortado para que no pueda bendecir a los perdidos y a los que han perdido la esperanza. [No obstante,] se vale de los que estén en las cercanías para que ayuden, consuelen y rescaten a los desesperanzados, a los insatisfechos. Pues, ¿cómo puede el alma desalentada y asustada experimentar el amor de Dios de no ser por el amor de alguien que se encuentre a su lado dispuesto a amarla? ¿Cómo puede esa alma amedrentada y acobardada sentir el toque alentador y la paz si no se los brinda la mano más cercana que se extiende para ofrecer ternura? Sea por medio de amigos o desconocidos, Dios utiliza las manos que se hayan consagrado a Él para tocar vidas. Uno podría argumentar que simplemente son personas como uno. ¿Pero acaso el amor no proviene de Dios? Dios también nos habla a través de otras voces humanas.

Cierta amiga mía estaba afligida y solitaria y creía que Dios se había alejado de ella. Había orado y le había rogado a Dios que le permitiera sentir el toque de Su mano una vez más en su vida. ¿Cómo puede Dios abandonarme? Imploraba. Su amiga se le acercó y le susurró al oído: «Solamente ora y pídele que toque tu vida, y Dios pondrá Su mano sobre TI.»

En medio de su angustia rezó una vez más. De repente sintió el toque de la mano de su Padre Celestial y gritó en medio de su exultación: «¡Me ha tocado! ¡Mi corazón se llena de gozo! ¡Una sensación de calidez me invade! Pero ¿sabes una cosa?, era como si fuera tu mano la que me tocaba.»

«En efecto, era mi mano», le respondí a mi amiga.

Una mirada de total desencanto y decepción atravesó su rostro. «¿Tu mano?»

«Desde luego. ¿De veras crees que era una mano real y viva la que atravesó el techo para tocarte? ¡Dios simplemente utilizó la mano que tenía más cerca!»  Mrs. Charles E. Cowman[5]

Publicado en Áncora en abril de 2014. Traducción: Luis Azcuénaga y Antonia López.


[1] RV 1960.

[2] Publicado por primera vez en mayo de 2011.

[3] Charla de Spurgeon en el Metropolitan Tabernacle, Newington, 15 de junio de 1882.

[4] One Heart at a Time (Aurora Production, 2010).

[5] Streams in the Desert, Volume 2 (Zondervan, 1977).

 

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