Un taxista fuera de serie

enero 22, 2014

Tommy Paluchowski (Zambia)

Ring, ring, ring… El timbre del teléfono móvil interrumpió mi navegación en Internet.

—Señor, ya descubrimos el problema con su coche. Puede acercarse al taller para recoger la pieza averiada y comprar un repuesto idéntico —informó con voz alegre mi interlocutor al otro lado de la línea.

—¿Tan pronto? —atiné a responder.

—Así es. Si se da prisa podremos terminar de arreglar el coche hoy mismo.

—Iré enseguida —contesté, procurando imprimir una nota alegre a mi afirmación.

A decir verdad, la interrupción no me causaba ninguna gracia. La zona industrial se encontraba al otro lado de la ciudad. Me había levantado muy temprano ese día para evitar el intenso tráfico y luego de dejar el coche en el taller, caminé a un centro comercial para hacer compras de última hora. Estaba rendido. Entré a una cafetería a desayunar. Lo único que buscaba era relajarme y disfrutar del servicio gratuito de navegación que la cafetería ofrece a sus clientes.

Lo que es más importante, buscaba un pequeño remanso de calma y tranquilidad. El Párkinson empezaba a causarme temblores y rigidez. He descubierto que la mejor manera de calmar los temblores es haciendo una pequeña pausa y descansando. Pero todo indicaba que no tendría tiempo para ello.

Tomé una profunda bocanada de aire. Me esforzaba por no perder la calma. Pagué la cuenta y recogí mis pertenencias.

—¿Necesita taxi? —gritó un hombre desde un coche negro y amarillo tan pronto me vio salir del centro comercial.

Se había estacionado de manera estratégica en el punto más cercano a la entrada principal. Me sorprendió un poco que sacara la cabeza por la ventana del coche en vez de apearse a ayudar. Aún peor, se había estacionado en el espacio reservado para conductores con discapacidad.

Lo primero fue negociar un precio que nos pareciera correcto a los dos.

Una vez acordado el precio, abrí la puerta de atrás. Allí —sobre los asientos traseros— había una muleta. Coloqué las bolsas de compras junto a ella y rodeé el coche para sentarme en el asiento delantero.

Luego de encender el coche, el conductor maniobró una segunda muleta colocada estratégicamente junto a su mano derecha. Haciendo gala de gran habilidad, colocó la punta de la muleta sobre el acelerador y la hundió con la mano. El coche avanzó por el estacionamiento y pronto salimos a la calle.

Desconcertado, observé las piernas del conductor. Su pierna derecha era un muñón a la altura de la rodilla.

Está conduciendo con una sola pierna, pensé sorprendido. Pero me esperaban más sorpresas.

Pronto nos acercamos a un semáforo en rojo. Para detener el coche, el conductor levantó su pierna izquierda con la ayuda de la mano izquierda y la colocó sobre el freno. Cuando el semáforo cambió a verde, el conductor, otra vez ayudado por la mano izquierda, levantó la pierna del freno y presionó el pedal del acelerador con la muleta sostenida en la mano derecha. Coordinaba tan bien sus movimientos que el coche frenaba y aceleraba sin ninguna dificultad.

Estaba fascinado por lo que veía. En ese momento le escuché decir:

—Disculpe, señor. ¿Le molestaría que le haga una pregunta?

—Para nada. Adelante —contesté.

—¿Asiste usted a una iglesia?

—He recibido al Señor en mi vida. Gracias por preguntar —su deseo de dar testimonio ante cualquier oportunidad era admirable—. ¿Le puedo hacer yo una pregunta?

—Por supuesto que sí —respondió con amabilidad.

—¿Cuánto tiempo lleva con el taxi?

—Tres años —resumió  con brevedad.

Era obvio a lo que me refería, por lo que continuó:

—Me negué a pedir limosna en la calle. Tengo una familia que mantener y no existe un futuro en la mendicidad. Además, un hombre debe realizar un trabajo respetable o no podrá vivir consigo mismo.

En ese momento mi perspectiva cambió. Yo me estaba quejando de los pequeños temblores que producía mi enfermedad y de la interrupción en el horario planeado. Pero tenía ante mis ojos un hombre que no se había amedrentado por la mala fortuna. De pronto me sentí sumamente bendecido. Podía caminar sin ayuda. Acababa de desayunar. Podía costear un viaje en taxi. Mi coche se encontraba en el taller y lo más probable es que quedaría arreglado ese mismo día. Mi vida era muy buena.

Poco después llegamos a nuestro destino.

—Muchas gracias y que Dios lo bendiga. No se dé por vencido —animé al conductor.

Es una vida maravillosa, cantaba para mis adentros.

Me quejaba
porque no tenía zapatos,
hasta que conocí a un hombre
que no tenía pies.
Denis Waitley

Traducción: Sam de la Vega y Antonia López.

 

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