Guardar la Navidad

diciembre 13, 2013

J. R. Miller

Duración del audio: 11:31
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La misión del niño Jesús fue transformar el pecado y el dolor de la Tierra en la santidad y el gozo del Cielo. La Tierra en nada se parecía al Cielo aquella noche. Era un lugar donde gobernaban el egoísmo y la crueldad, las rencillas, el pecado y el mal, la opresión y el dolor. Millones de hombres vivían bajo el yugo de la esclavitud. El hedor de la depravación llegaba hasta el mismo Cielo. Reinaba la tiranía… Había alguna que otra alma pía que pensaba en Dios,  y unos pocos hombres y mujeres que llevaban vidas puras y bondadosas. Sin embargo, en el mundo cundía el pecado. Amor… claro que había amor: las madres amaban a sus hijos, los amigos a sus amigos. Pero había grandes multitudes que no sabían nada del amor tal como lo concebimos hoy en día. El verdadero amor, el amor cristiano, nació aquella noche de la primera Navidad. El amor de Dios, el amor del mismísimo Dios, un chispazo divino de vida, descendió del Cielo a la Tierra cuando nació Jesús. Christina Rossetti lo describe así:

«Bajó el amor en Navidad,
divino y encantador;
nació el amor en Navidad,
el Cielo entero lo anunció.

Sea el amor nuestra señal,
amor por ti, amor por mí,
por Dios y por la humanidad,
amor gratuito, amor sin fin.»

Esa diminuta chispa de amor se abriría paso entre hombres y naciones hasta afectar a toda vida en la faz de la Tierra, hasta transformarla, purificarla, endulzarla y suavizarla. En parte, a eso se refería Jesús cuando habló de la mujer que ponía una porción mínima de levadura en una enorme cantidad de masa, de modo que se abriera paso hasta llegar hasta cada rincón del mundo. Recordemos las palabras de la canción que entonaron los ángeles: «...en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad». Eso es lo que provocaría la venida de Cristo en la carne a esta Tierra: instaurar la paz y poner buena voluntad en los corazones de los hombres.

[El nacimiento de] Jesús tenía por propósito activar la levadura de la buena voluntad en el mundo. Se ha logrado mucho en ese sentido a lo largo de todos estos siglos de cristianismo en la Tierra. En territorios donde reina el cristianismo se ven bellas iniciativas en lo que respecta al cuidado de pobres y ancianos, de ciegos, huérfanos y enfermos, y de todos los menos favorecidos; se puede apreciar el espíritu de bondad y amor que prevalece en la sociedad.  Todo esto se debe a la propagación del amor de Dios entre los hombres. No obstante, la obra aún no ha concluido. No todo el mundo se ha transformado en la dulzura, pureza y hermosura del Cielo. Aun donde más se ha logrado, queda mucho por hacer.

Podríamos aplicarlo a nuestra propia vida: ¿qué responsabilidad tenemos en lo que a la Navidad respecta? Después de todo, esa es la pregunta más relevante para nosotros. No podemos hacer lo que corresponde a los demás, tal como nadie puede ocuparse de lo que es responsabilidad nuestra. Hay quien por pasárselas mirando al jardín del vecino deja que en su propio jardín proliferen las hierbas malas hasta ahogar y sofocar sus plantas y sus flores. Pero ¿qué hay de la pequeña parcela que se nos encomendó en este gran mundo de Dios? Si la [misión] de la iglesia es propagar la Navidad en todo el mundo, a cada uno de nosotros nos pertenece una pequeña porción.

Todos deberíamos procurar que la Navidad ocupe un lugar preponderante en nuestro corazón y nuestra vida. La Navidad consiste en emular a Cristo. La vida del cielo bajó a la Tierra en Jesús y comenzó en el humilde lugar donde Él nació. ¿Hay en nosotros aunque sea alguna medida de esa vida dulce y apacible, suave y humilde? Debería ser una cuestión sumamente práctica. Algunas personas experimentan sentimientos de amor, pero ese amor nunca llega a traducirse en acciones, no se manifiesta en su conducta ni su carácter. El amor de un cristiano es algo que debe traducirse en hechos.

Cuenta una anécdota que un perrito cojo procuraba con esfuerzo subirse de la calzada a la acera de una calle. Pero la pobre criatura no conseguía trepar hasta arriba, se resbalaba una y otra vez hacia abajo. Centenares de personas pasaban a su lado y al verlo se reían de sus esfuerzos y fracasos, y seguían de largo. Nadie se ofrecía a ayudarlo. Hasta que pasó por allí un labrador de tosco aspecto. Al ver al perro se compadeció de él, e hincándose de rodillas al borde de la calle, levantó a la criatura y la colocó sobre en la acera, y luego siguió su camino. Ese hombre poseía el auténtico espíritu del amor. Es eso lo que habría hecho Cristo. El amor se manifiesta de manera inconfundible tanto en la manera en que un hombre trata a un perro como en el trato que da a sus congéneres.

Si de veras deseamos abrigar la Navidad en el corazón, es necesario que hagamos a un lado nuestros propios intereses y pensemos en los demás. Debemos dejar de llevar la cuenta de lo que hemos hecho por los demás y [en lugar de ello recordar] lo que lo demás han hecho por nosotros. Es importante que dejemos de concentrarnos en lo que consideramos que otros nos deben y en vez de eso, nos centremos en lo que les debemos nosotros, y recordar que les debemos a Cristo y al mundo lo mejor de que disponemos en cuanto a vida y amor… debemos bajarnos de nuestros ridículos tronos y dejar de esperar que los demás nos rindan honores, nos presten atención y nos manifiesten deferencia, se inclinen ante nosotros y nos sirvan, y en lugar de ello, internarnos en los lugares más humildes a los que nos conduce el amor para comenzar a servir a los demás, incluso a los más modestos, y de las maneras más serviles. Así lo hizo nuestro Maestro.

Vale la pena citar el siguiente párrafo acerca de guardar la Navidad, escrito por un magnífico autor: «¿Estás dispuesto a rebajarte a tomar en cuenta las necesidades y los deseos de los niñitos, a recordar las debilidades y la soledad que padecen los que están envejeciendo; a dejar de preguntarte qué tanto te quieren tus amigos y en vez, empezar a preguntarte si tú los amas lo suficiente? ¿Estás dispuesto a tener presentes las cosas que otras personas deben sobrellevar, a esforzarte por entender qué es lo que en realidad necesitan quienes viven bajo tu mismo techo, sin esperar a que sean ellos quienes tengan que decírtelo; a dar mantenimiento a tu farol de modo que emane más luz y menos humo, y a portarla delante de ti, de modo que tu sombra quede detrás; a enterrar tus pensamientos desagradables y preparar una huerta sin muros donde siembres buenos sentimientos? ¿Estás dispuesto a hacer todas estas cosas aunque solo sea por un día? Si es así, serás capaz de guardar la Navidad.»

Debemos dar prioridad a la Navidad en nuestro propio corazón antes de cualquier otra cosa. Una persona refunfuñona, una persona egoísta, un individuo injusto y déspota, o uno poco caritativo e inclemente, no puede albergar el espíritu de la Navidad en su interior ni contribuir a la bendición de la Navidad en la vida de sus amistades ni su prójimo. La Navidad debe comenzar en nuestro fuero interno, en nuestro corazón. Debemos convertirnos en hacedores de Navidad para los demás o nosotros mismos no podremos experimentarla verdaderamente. Debemos compartir nuestro gozo. Si procuramos guardarnos la Navidad para nosotros mismos, nos perderemos la mitad de su dulzura.

Hay un relato en que un buen hombre dice: «Es muy difícil saber cómo ayudar a los demás cuando uno no tiene la posibilidad de enviarles cobijas, carbón o una cena navideña». Para muchas personas, eso es muy cierto. No conocen otra manera de ayudar a la gente que dándole cosas materiales. Sin embargo, hay mejores maneras de hacerle un bien al prójimo que enviarle una cena, ropa o un retrato para su pared, o cubiertos para su mesa. Uno puede no tener dinero para gastar y aun así ser un generoso benefactor. Podemos ayudar a los demás manifestándoles consideración, alegría o ánimo.

Según se nos dice, Jesús jamás envió cobijas a la gente para que se protegiese del frío, ni les mandó combustible para sus fuegos, ni cenas navideñas o juguetes para los niños. No obstante, nunca existió alguien que ayudase tanto a los demás como lo hizo Él. Tenía la maravillosa capacidad de ayudar a los demás a llevar sus cargas, integrándose a sus vidas. Hay en la compasión auténtica una enorme medida de ayuda, y Jesús manifestaba compasión a todos los que padecían dolor o vivían en condiciones difíciles. Amaba a las personas: ahí radicaba el secreto de su capacidad de ayudar. Se compadecía de los sufrimientos ajenos. Se afligía con todas las aflicciones de ellos. Alguien dijo una vez: «Si yo fuese Dios, se me partiría el alma al ver los sufrimientos del mundo». Lo que no comprendía era que justamente eso fue lo que sucedió con el corazón de Cristo: se partió de compasión, amor y dolor por los pesares del mundo. Y de esa manera llegó a convertirse en Redentor del mundo. Era un magnífico apoyo para los demás, no proporcionándoles cosas materiales sino impartiéndoles ayuda espiritual. Está bien que intercambiemos regalos en Navidad: pueden hacer bien siempre y cuando se los escoja debidamente y se los dé con la intención de hacer el bien. Procuremos, sin embargo, ayudar de maneras más importantes.

Autor: J. R. Miller. Extractado de Christmas Making, publicado por The University Press, Cambridge, Mass., 1910. Leído por Gabriel García Valdivieso.
Traducción: Irene Quiti Vera y Antonia López.

 

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