Jesús es nuestro consuelo en épocas de dolor

octubre 25, 2013

J. R. Miller

Muchos que tienen pesar por la muerte de un ser querido, aunque creen en la doctrina de una resurrección futura, no reciben el consuelo de ella en el presente. Jesús aseguró a Marta que su hermano resucitaría. Ella respondió: «Yo sé que resucitará en la resurrección,  en el día final». La esperanza quedaba demasiado distante como para darle mucho consuelo. La forma en que ella percibía la pérdida presente era mayor que cualquier otro pensamiento o sensación. Anhelaba que volviera la compañía que había perdido. ¿Quién ha estado junto a la tumba de un gran amigo y no ha tenido esa misma sensación de que no es suficiente el consuelo que proviene hasta de la fe más firme en la distante resurrección de quienes se encuentran en sus tumbas?

La respuesta del Maestro al corazón anhelante de Marta entrega una gran medida de consuelo: «Yo soy la resurrección». Esa es una de las excelentes esperanzas de un cristiano,  en tiempo presente. La idea que tenía Marta del consuelo de la resurrección era un consuelo vago y lejano. Jesús dijo: «Yo soy la resurrección». La resurrección es algo en tiempo presente, no algo en un futuro lejano. Sus palabras englobaban toda la verdad bendita de la vida inmortal. «Todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente». No hay muerte para los que están en Cristo. El cuerpo muere, pero la persona vive. La resurrección puede ser en el futuro, pero no hay intervalo alguno en la vida del creyente en Cristo. Jesús no está aquí, nuestros ojos no lo ven, nuestros oídos no escuchan Su voz, no podemos tocarlo con nuestras manos; sin embargo, Él aún vive, piensa, siente, recuerda y ama. En Su ser ningún poder se ha apagado por la muerte, ninguna belleza se ha empañado, ninguna facultad se ha destruido.

Esa es una parte del consuelo que Jesús dio a Sus amigos que tenían pesar por la muerte de un ser querido. Les aseguró que para el creyente, no hay muerte. Para los que permanecen en este mundo queda el dolor de la separación y la soledad, pero no debemos tener temor con relación a los que han pasado al otro lado.

¿Cómo consoló Jesús a los amigos que quedaron? Leemos el relato de la tristeza de aquel hogar de Betania, y encontramos la respuesta a nuestra pregunta. Dirán: «Resucitó al ser querido que había muerto y así los consoló al deshacer literalmente la obra de muerte y profunda pena. Si Jesús hiciera eso ahora, en todos los casos donde el amor clama a Él, en efecto sería un consuelo». Sin embargo, debemos recordar que el regreso de Lázaro a su hogar fue solo un restablecimiento temporal. Volvió a su vida anterior, de mortalidad, tentación, enfermedad, dolor y muerte. Además, volvió solo por un tiempo. No fue una resurrección a una vida inmortal; fue solo un restablecimiento de una vida mortal. Debe pasar de nuevo por el misterio de la muerte, y la segunda vez sus hermanas deben pasar la agonía de la separación y soledad. Fue solo un aplazamiento por un poco de tiempo de la separación final.

Sin embargo, además de eso Jesús dio a las hermanas verdadero consuelo. Su sola presencia, que estuviera con ellas, les dio consuelo. Sabían que Él las amaba. Muchas veces antes, cuando había entrado a su hogar, Jesús les había llevado bendiciones. Tenían una sensación de seguridad y paz en Su presencia. Incluso su profunda pena perdió algo de patetismo cuando la luz de Su rostro cayó sobre ellas. Todo amor humano fuerte, tierno y verdadero tiene un poder reconfortante. Podemos pasar con mayor facilidad por un sufrimiento enorme si está a nuestro lado un amigo en quien confiamos. El creyente puede soportar toda tristeza si Jesús está con él.

Muy a menudo, nuestro problema es que no nos damos cuenta de la presencia de nuestro Maestro aunque Él esté cerca y junto a nosotros, y nos perdemos totalmente el consuelo de Su amor. María estuvo de pie con el corazón quebrantado, junto a un sepulcro vacío; lloraba por su Señor, quien incluso entonces estaba cerca, detrás de ella, pero sin que lo pudiera reconocer «ella, [pensaba] que era el jardinero». Sin embargo, un momento más tarde, al oír que se decía su nombre en un tono de voz conocido, Él le reveló quién era; y de inmediato su pesar se convirtió en dicha. A menudo estamos de pie en las profundas sombras de una profunda pena, anhelando consuelo y amor, mientras Cristo está cerca, junto a nosotros, más cerca de lo que puede estar cualquier amigo humano. Si solo nos secamos las lágrimas y levantamos la vista para ver Su rostro, creyendo, nuestra alma se inundará de Su amor estupendo y nuestra tristeza será devorada por una alegría plena. Jamás hay la menor duda acerca de la presencia de Cristo cuando pasamos por una época de apuro; que no seamos consolados solo se debe a que seguimos sin darnos cuenta de esa presencia.

Otro elemento de consuelo para esas hermanas que tenían aquella pena fue la compasión de Jesús. Había una increíble ternura en Su actitud mientras primero recibía a una y luego a la otra. La pena de María era más profunda que la de Marta; y cuando Jesús la vio llorar, se estremeció en espíritu y se conmovió. Luego, en el versículo más breve de la Biblia, tenemos una ventana al corazón del Maestro, y encontramos ahí la compasión más excelente.

«Jesús lloró». En época de tristeza es un gran consuelo contar siquiera con la compasión humana, saber que a alguien le importa, que alguien se compadece de nosotros. Las hermanas habrían recibido algo de consuelo —mucho, en realidad— si Juan, o Pedro, o Santiago, hubieran llorado con ellas junto al sepulcro de su hermano. Pero las lágrimas del Maestro significaron incalculablemente más. Expresaron la compasión más sagrada que el mundo podría ver, la del Hijo de Dios que llora con dos hermanas y que manifiesta una gran tristeza humana.

Ese versículo, el más corto de la Biblia, no fue escrito solo como un fragmento de la narración; contiene una revelación del corazón de Jesús para todo momento. Cuando llora un creyente en Cristo, Alguien invisible está de pie y comparte ese dolor. Hay un consuelo incalculable en la revelación de que el Hijo de Dios sufre con nosotros cuando sufrimos, que se aflige con toda nuestra aflicción, y que se conmueve al sentir nuestros padecimientos. Al saber eso, podemos soportar nuestros problemas más tranquilamente.

En la manera en que Cristo consuela a Sus amigos hay otra característica que llama a la reflexión. La compasión humana es un sentimiento. Nuestros amigos lloran con nosotros; nos dicen que les apena lo que nos pasa y que sin embargo muy poco pueden hacer para ayudarnos. En cambio, la compasión de Jesús en Betania se manifestó de manera muy práctica. No solo reveló Su afecto por Sus amigos al llegar desde Perea a fin de acompañarlos en aquella situación difícil; no solo manifestó Jesús Su amor al dirigirles palabras de consuelo divino, las que desde entonces han alumbrado el camino por el mundo; no solo lloró con ellos en su dolor, sino que también hizo el mayor de Sus milagros para devolverles la alegría.

Sin duda miles de otros amigos de Jesús que tenían pesar por la muerte de un ser querido habrían deseado que Él los consolara de una manera parecida, devolviéndoles a esa persona amada. A menudo, Él hace lo que de hecho es lo mismo, en respuesta a la oración de fe libra y deja con vida a seres queridos que parece que están a punto de ser llevados. Cuando rogamos por la recuperación de nuestros amigos enfermos, si oramos de manera aceptable, nuestra plegaria siempre termina con estas palabras: «no se haga mi voluntad,  sino la Tuya». Hasta el anhelo más apasionado de nuestro afecto lo contenemos en la confianza silenciosa de la fe. Si no es lo mejor para nuestro ser querido, si no sería una verdadera bendición, si no es lo que Dios quiere, entonces, «hágase Tu voluntad». Si oramos así, debemos creer que sea lo que sea que pase, es lo mejor que Dios quiere para nosotros. Si nuestros amigos son llevados, hay un consuelo indescriptible en la confianza en que esa fue la voluntad de Dios para ellos. Si se recuperan, es Cristo quien nos los ha devuelto, como devolvió a Lázaro a sus hermanas Marta y María.

Es importante que tengamos una clara comprensión del tema de la tristeza, a fin de que cuando nos toque sufrir, de esa experiencia recibamos una bendición, y no pena. Toda tristeza que llega a nuestra vida nos trae algo bueno de parte de Dios. En Jesucristo hay un recurso infinito de consuelo, y para recibirlo solo tenemos que abrir nuestro corazón. Luego, pasaremos por la tristeza con el apoyo de la ayuda y amor divinos, y saldremos de esa experiencia con un carácter enriquecido y bendición en toda nuestra vida. Nuestras profundas penas son aleccionadoras para nosotros, y debemos procurar con diligencia aprender lo que sea que nuestro Maestro nos enseñe en la vida. En todo dolor está envuelta la semilla de bendición; deberíamos asegurarnos de que la semilla tenga oportunidad de crecer, y que tal vez tenga su fruto. En toda lágrima se oculta un arco iris, pero su esplendor solo se revela cuando la luz del sol cae sobre la gota cristalina.

Pasajes seleccionados y adaptados de The Ministry of Comfort
(Hodder & Stoughton, 1901). Publicado en Áncora en octubre de 2013.
Traducción: Patricia Zapata N. y Antonia López.

 

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