septiembre 27, 2013
Más que nunca antes, la gente está sola. Si no está físicamente separada de otros, sin duda está más aislada en el aspecto emocional. Esa es una de las grandes maldiciones de nuestro tiempo: la gente está sola y apartada, la depresión es algo muy común, más que nunca hay matrimonios que no funcionan bien y, en el caso de muchas personas, hay una sensación generalizada de haber perdido el norte. ¿Por qué estamos en esta Tierra? Creo que la respuesta a esa pregunta se puede descubrir únicamente cuando empezamos a encontrarnos unos a otros; y más que eso, a encontrar a Dios.
Cada uno de nosotros necesita hallar a Dios, pues nuestra relación vertical con Él siempre es un factor determinante en nuestra relación horizontal con los seres humanos. ¿Qué significa hallar a Dios?
A veces, pareciera que la palabra oración lleva un bagaje religioso excesivo; se ha agotado de tanto que la han empleado un sinnúmero de personas. Se ha vuelto un deber que la gente piensa que tiene que cumplir, y por lo tanto hasta la ve como una carga contra la que se revela. En mi caso, no veo la oración como un deber, sino como una oportunidad de presentarme ante Dios y hablarle de mis preocupaciones, mis necesidades, mi felicidad o mi gratitud. En ese sentido, la oración es sencillamente una conversación con Dios, algo que cualquiera puede hacer.
La oración puede ser un rito en el que haya un versículo escrito, un devocionario, un lugar, día y hora específicos, o en el que el cuerpo tenga una postura determinada. O puede no tener una forma, y ser sencillamente una postura del corazón.
Para la mayoría de nosotros, el silencio y la soledad son los puntos de partida que resultan más naturales para hallar a Dios y comunicarse con Él, ya que implican dejar de lado las distracciones externas y eliminar de la mente y el corazón las inquietudes triviales. Es como si Dios hubiera entrado al cuarto a hablar con nosotros, y primero debiéramos levantar la vista de lo que sea que hagamos para reconocer Su presencia antes de que empiece la conversación. Para otros, como en mi caso, el acto de estar en silencio delante de Dios no solo es para prepararnos para la oración, es la oración. Una conversación así es como un diálogo tácito de una pareja, o entre dos personas que se conocen tan bien que pueden comunicarse sin palabras.
Naturalmente, en una verdadera conversación hay sonidos y silencio, se alterna entre hablar y escuchar. Sin embargo, está claro que Dios no desea una verborrea egocéntrica: sabe qué necesitamos antes de que lo pidamos. Y si en nuestro interior no nos quedamos en silencio, ¿cómo podremos escuchar algo que no sea solo nuestra propia voz? Dios tampoco exige peticiones largas y verbosas. Una mirada hacia arriba o un suspiro sincero, un momento de silencio o una canción alegre, un ruego entre lágrimas o un llanto angustiado, si acudimos de verdad al Señor, serán igual de buenos. Cada una de esas cosas puede ser una oración, como lo sería cualquier número de palabras cuidadosamente elegidas. De hecho, puede que lo sea más.
Se puede orar de muchas maneras. Una mujer que conozco me dijo que cuando ora se imagina a sí misma «como un pajarito en un nido, con la cabeza estirada hacia arriba y con una boca enorme, abierta y con hambre, lista para recibir lo que sea que mi padre deje caer en ella. Sin hacer preguntas, sin preocuparme, solo recibo y estoy muy agradecida».
Vemkatechwaram Thyaharaj, alguien que conozco en India, dice:
Oro en silencio. Aunque fui criado como un brahmán, es igual, no oro a un ser abstracto, sino al Creador bíblico del universo y del hombre, a Dios el Padre. Él no está distante de su creación, pues Cristo lo puso abajo, cerca del hombre. A Él elevo mis plegarias. […] Con mucha frecuencia a fin de orar recurro a los lugares solitarios. En esos momentos siento lo divino, el toque invisible que confiere poder y vida a mi cuerpo y alma. Es cierto, siempre es un esfuerzo levantarse temprano de la cama, antes del amanecer. Sin embargo, esa ha sido mi práctica cuando medito y oro temprano por la mañana en la presencia de Dios. En esos momentos mi corazón se llena de paz y gozo inexplicables.
Vemkatechwaram toca un aspecto importante de la oración genuina: en la medida en que es una conversación, no es un estado vago, sino algo que se mueve y ocurre entre dos o más personas, incluso sin palabras.
Según Tertuliano, un padre de la iglesia primitiva, también orar es más que dirigir las emociones o los sentimientos hacia Dios. Significa experimentar Su realidad como un poder.
La oración tiene poder para transformar al débil, devolver la salud al enfermo, liberar al poseído por un demonio, abrir las puertas de las prisiones y desatar los lazos que atan a los inocentes. Además, se lleva las faltas y repele las tentaciones. Extingue las persecuciones. Consuela al que se siente deprimido y alegra a los que están de buen humor. Acompaña a los viajeros, calma las olas y hace que los ladrones queden horrorizados. Alimenta a los pobres y gobierna a los ricos. Levanta a los caídos, impide que otros caigan y fortalece a los que están de pie.
Tertuliano también habla de la oración como una fortaleza de fe, un escudo y arma contra el enemigo. Y Pablo, en su carta a los Efesios, aconseja a sus compañeros cristianos que se pongan toda la armadura de Dios y que de ese modo consigan ayuda del mismo Creador en tiempos de tribulación[1].
Aunque estas metáforas puedan ser válidas, es bueno recordar que incluso si el poder de Dios puede protegernos y consolarnos, también es un poder ante el cual a veces podemos temblar. Sobre todo, después de que hemos fallado o nos hemos equivocado, el hecho de acercarnos a Dios en oración y de presentarle nuestra debilidad significa que nos ponemos bajo Su luz clara, y vemos lo lamentable de nuestro verdadero estado.
Nuestro Dios es fuego consumidor, y mi inmundicia cruje cuando Él me toma; Dios es luz y mi oscuridad se marchita bajo Su llamarada. Es el ardor de Dios que hace que la oración sea tan imponente. La mayoría del tiempo, podemos convencernos a nosotros mismos de que somos bastante buenos, tan buenos como cualquiera, ¿quién sabe?, tal vez mejores. Luego, llegamos a la oración —la verdadera plegaria, el ruego sin protección— y no queda nada en nosotros, ningún argumento en el cual apoyarnos. Wendy Beckett
Al reconocer el contraste que hace la hermana Wendy entre el Todopoderoso y un ser humano insignificante, uno podría preguntar con imparcialidad: «¿Dios de verdad me responde, o es que orar solo hace que me acostumbre a la incomodidad de mi situación?» En efecto, hay escépticos que piensan que la oración solo es un foro para examinar los propios sentimientos, y hay quienes dicen: «Todo lo que quiero es que se haga la voluntad de Dios, y Él puede hacer eso sin mis oraciones».
No tengo respuestas sencillas a esos enigmas, pero eso no significa que no haya respuestas. Como lo veo, es algo que tiene que ver con relaciones. Si afirmo que Dios es mi padre, necesito poder hablarle cuando tengo problemas. Y antes de eso, debo tener una relación con Él y mantener la comunicación; por lo menos lo bastante como para saber dónde puedo encontrarlo.
Al habernos dado libre albedrío, Dios no obliga a ninguno de nosotros. Dios necesita que le pidamos que obre en nuestra vida antes de que Él intervenga. Debemos querer Su presencia, estar ansiosos de obtener el alimento espiritual que puede dar. Como las figuras que se encontraron en los muros de las catacumbas de Roma, debemos levantar la vista y los brazos hacia Dios, y no limitarnos a esperarlo, sino más bien levantar los brazos hacia arriba para hallarlo y recibir lo que sea que Él nos dé.
En ese sentido, orar es mucho más que hablar con Dios. La oración nos da la oportunidad de distinguir cuál es la voluntad de Dios al tener contacto directo con Él. Nos permite pedir a Dios lo que sea que necesitemos, lo que incluye criterio, misericordia y gracia para cambiar nuestra vida. Incluso es, como escribió Henri Nouwen, «algo revolucionario, porque una vez que empiezas, sometes a evaluación toda tu vida».
Amor en acción es el mensaje irresistible que se encuentra en el centro del Nuevo Testamento. Y entre sus seguidores tenemos ejemplos que, pese a las fallas humanas, divulgan el Evangelio del amor. El apóstol Pablo, que había perseguido a los cristianos, llegó a ser una de las figuras más importantes del cristianismo. En sus plegarias rara vez pide a Dios las cosas por las que oramos con mayor frecuencia: seguridad, curación del cuerpo, bendiciones materiales. Pablo está más interesado en la firmeza de carácter, la sabiduría y el discernimiento, el amor y el sacrificio, el conocimiento personal de Dios y del poder espiritual, valor para divulgar el Evangelio, resistencia y salvación. Y a diferencia de muchos cristianos de hoy día, sus plegarias no son deseos egoístas, en las que pide solo para sí mismo o sus seres queridos. Son para toda la Tierra.
Se han escrito miles de páginas acerca del Padrenuestro. Creo que mucho de su poder se debe a su brevedad y sencillez. Cuando hemos actuado apresuradamente u ofendimos al Espíritu de amor, debemos pedir perdón. En las horas de tentación, necesitamos pedir guía para llegar bien a nuestro destino, y día a día necesitamos provisión y protección. Más allá de eso, necesitamos el Espíritu Santo para que nos llene el corazón y nos cambie desde los mismos cimientos. Para que eso suceda debemos pedir: «Hágase Tu voluntad». Y decirlo en serio.
Johann Christoph Arnold es un renombrado orador y escritor. Sus obras son acerca del matrimonio, la familia, la educación y la solución de conflictos. Es pastor principal de las comunidades Bruderhof y también es capellán de la oficina de un sheriff. Sus libros se han traducido a más de 20 idiomas. © The Plough Publishing House, 2011.
Utilizado con permiso.
Publicado en Áncora en septiembre de 2013.
Traducción: Patricia Zapata N. y Antonia López.
[1] Efesios 6:11.
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