abril 10, 2013
Mi hija de 18 años acaba de mudarse a los EE.UU. Se quedará allí un mes y medio para ayudar a su hermana mayor. Es la primera vez que se ausenta de la casa. Mientras vivía conmigo me ayudaba a preparar la comida, realizar las compras y limpiar la cocina. Me facilitaba la vida de muchas maneras. Hace poco sufrí un leve infarto y desde entonces me siento desmejorada. Gracias a su ayuda tuve tiempo de descansar y acercarme al Señor durante mi recuperación.
Puesto que ya no se encuentra aquí, mi hija de quince años prepara el desayuno, mientras que yo me encargo del almuerzo y la cena. Además proceso los vegetales que cultiva mi suegra. Nos mudamos con ella hace un año para cuidar de su estado de salud. Así y todo, continúa produciendo sus propios alimentos y mis hijas adolescentes están aprendiendo el arte de cultivar la tierra. Me siento muy agradecida de ello. En resumidas cuentas, ahora me encuentro más ocupada. Vale la pena añadir que me encanta cocinar. La gracia de Dios me produce continuamente asombro y agradecimiento.
Dios me ha bendecido con 12 hermosos hijos. Son ocho niñas y cuatro muchachos. Su crianza acaparó todo mi tiempo. Apenas tenía ocasión de un respiro. Pero ahora que todos han crecido —el menor tiene 14 años—, dependo enteramente de su apoyo y ayuda. Cierta mañana pasé un buen rato reflexionando en ello y sintiendo una enorme gratitud hacia mis queridos hijos. En esas recibí una llamada de mi tercera hija mayor. Le comenté aquella sensación de agradecimiento. Ella me contesto: «Mamá, tienes que hablarle de esto a tus hijos. Les haría muy feliz saber lo mucho que significan para ti». La misma idea me había cruzado la mente y coincidí con ella.
Mis 12 hijos han crecido de un momento a otro en el curso de 34 años. Sé que suena contradictorio, pero es cierto. El paso de los años me ha inculcado la enorme valía de mis hijos. Todo lo que puedo decirles es gracias. Gracias. Gracias.
Les agradezco:
Las numerosas lecciones de vida que me han enseñado.
Que algunos aún vivan conmigo.
Que otros hayan alzado vuelo y ya no residan en mi casa.
Las ocasiones en que se acordaron de llamarme.
Las ocasiones en que me llamaron para hablarme de un problema.
Las visitas de mis hijos mayores durante mi recuperación en el hospital.
Las lágrimas que derramaron cuando enfermé.
Las risas que me produjeron cuando necesitaba unas palabras de aliento.
El pastel que una de mis hijas hornea para celebrar mi cumpleaños y el delicioso almuerzo conmemorativo que preparan.
Las llamadas telefónicas los días previos a mi cumpleaños para preguntarme qué deseo de regalo.
La impresión de un álbum familiar de fotos que mi hija mayor recopila y me envía al término de cada año.
La fidelidad con que cortan la madera para la estufa principal de la casa.
La apreciación de una amplia variedad de personalidades y características.
A mis nietos por llamarme abuela y a mis hijos por cuidar tan bien de ellos.
El tiempo que mis hijos me han dedicado cuando he pasado una temporada difícil.
Deseo decirle a cada uno de mis hijos: «Eres necesario. Te doy las gracias. Eres maravilloso».
Nuestra mayor fortuna es saber que otros nos necesitan. Pero de no expresarlo en palabras, puede que nunca se llegue a conocer la manera que complementamos la vida de los demás. Ese es el motivo por el que he puesto en palabras lo que siento por mis hijos. Mientras ponía mi agradecimiento por escrito, empecé a pensar en Jesús: el mayor acreedor de nuestra gratitud.
Me pregunté si le he manifestado mi gratitud. Últimamente no lo he alabado mucho y me pregunto si ello le entristece. Mi agradecimiento hacia Él supera al de todos los demás componentes de mi vida. Su amor me permite extender mi cariño a los demás. El amor que me propicia me motiva a amar a otros.
Mientras le expresaba mi agradecimiento por éstas y muchas otras bendiciones, mis sentimientos se tornaron en alabanza. Recordé a la hermana que me ayudó a conocerlo. El hermano que me dictó la primera clase de la Biblia. Todas aquellas personas que tuvieron parte en mi vida y crecimiento espirituales. También recordé a mis amigos, demasiados para enumerar. Una vez más, me maravillé de la inmensidad del amor de Dios.
Se dice que la alabanza invoca el poder de Dios. Estoy segura que es cierto. En los momentos de agotamiento se vuelve incluso más importante alabarle. La verdad es que al momento de escribir estas líneas me encontraba un poco debilitada. Pero mis fuerzas se renovaron cuando empecé a alabar a Dios. El motivo central del artículo es la gratitud, por lo que resulta natural que termine en alabanzas.
*
Alabad al Señor, naciones todas; alabadle, pueblos todos. Porque grande es Su misericordia para con nosotros, y la verdad del Señor es eterna. ¡Aleluya! Salmos 117:1-2[1]
Venid, cantemos con gozo al Señor,
aclamemos con júbilo a la Roca de nuestra salvación.
Vengamos ante Su presencia con acción de gracias;
aclamémosle con salmos.
Porque Dios grande es el Señor,
y rey grande sobre todos los dioses,
en cuya mano están las profundidades de la tierra;
Suyas son también las cumbres de los montes.
Suyo es el mar, pues Él lo hizo,
y Sus manos formaron la tierra firme.
Venid, adoremos y postrémonos;
doblemos la rodilla ante el Señor nuestro hacedor.
Porque Él es nuestro Dios,
y nosotros el pueblo de Su prado
y las ovejas de Su mano. Salmos 95:1-7[2]
Traducción: Sam de la Vega y Antonia López.
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