abril 5, 2013
A menudo Dios habla al alma de los hombres a través de la música; también nos habla por medio del arte. El famoso cuadro de Millet que lleva por título El Ángelus es como un texto esclarecedor, y esta noche hablaré un poco acerca de ese tema.
En esa pintura hay tres cosas: un campo de papas, dos jóvenes campesinos de pie en medio del campo, y en el horizonte el chapitel de la iglesia de un pueblo. Eso es todo. No hay un gran paisaje ni personas pintorescas. En los países católicos al atardecer suena la campana de la iglesia para recordar a la gente que ore. Algunos van a la iglesia, mientras que los que se encuentran en los campos inclinan la cabeza por unos momentos y hacen una oración en silencio.
Ese cuadro contiene tres grandes elementos que contribuyen perfectamente a llevar una vida cristiana… El Ángelus puede darnos sugerencias de lo que constituye una vida plena.
Probablemente pasamos en el trabajo tres cuartas partes de nuestro tiempo. Claro, el significado de ello es que debemos esmerarnos en el trabajo en la misma medida que en la adoración, y a menos que trabajemos para la gloria de Dios, tres cuartas partes de la vida se quedan sin santificar.
La prueba de que el trabajo es algo religioso es que Cristo pasó la mayor parte de Su vida en el trabajo. Una gran parte de los primeros treinta años de Su vida, con la ayuda del martillo y el cepillo de carpintero, Jesús se dedicó a la manufactura de arados, yugos y muebles para el hogar. El ministerio público de Cristo fue de solo dos años y medio de Su vida terrenal; la mayor parte de Su tiempo lo pasó haciendo simplemente tareas comunes y cotidianas; y desde entonces, el trabajo tuvo un nuevo sentido.
La llegada de Cristo al mundo fue revelada a tres delegaciones, las que fueron a conocerlo y adorarlo. Primero llegaron a verlo los pastores, o la clase trabajadora; seguidamente, los reyes magos, o los estudiantes; y la tercera delegación fueron Simeón y Ana, los dos ancianos del templo; es decir que Cristo es revelado a los hombres mientras se encuentran en su trabajo, es revelado a los hombres en sus libros y es revelado a los hombres mientras adoran. Los ancianos encontraron a Cristo mientras estaban dedicados a la adoración; y a medida que tengamos más años pasaremos más tiempo dedicado exclusivamente a la adoración que el tiempo que podemos dedicarle ahora. Mientras tanto, debemos combinar la adoración con el trabajo, y podemos esperar que encontraremos a Cristo en nuestros libros y en las tareas comunes.
Es posible que El Ángelus sea el cuadro más religioso de este siglo. No es posible verlo y contemplar al joven que se ha quitado el sombrero y está de pie en el campo y a la muchacha al lado opuesto de él con las manos juntas y su cabeza inclinada sobre el pecho, sin que eso nos recuerde a Dios.
¿A dondequiera que vamos nos acordamos de Dios? Si no, hemos perdido la mejor parte de la vida. ¿Tenemos la convicción de que Dios siempre está presente dondequiera que estemos? No hay nada más necesario en esta generación que una idea mayor de Dios, una idea más acorde con las Escrituras. Un gran escritor estadounidense cuenta que de niño la idea que tenía de Dios, la cual provenía de libros y sermones, era la de un abogado sabio y muy estricto. Recuerdo bien la terrible idea que tenía de Dios cuando era niño. Me habían regalado un tomo ilustrado de los himnos de Watts, en el que se representaba a Dios como un gran ojo penetrante en medio de un nubarrón. La idea que ese dibujo me dio en mi imaginación de joven fue que Dios era un gran detective, que espiaba mis actos, como decía un himno: «escribir ahora la historia de lo que hacen los niñitos».
Esa fue una idea muy errónea y dañina que me llevó años borrar. Pensamos en Dios como alguien que se encuentra allá arriba, o que hizo el mundo hace 6.000 años y luego se jubiló. Debemos aprender que Él no está limitado por el tiempo ni por el espacio. No se debe pensar en Dios como que se encuentra en el pasado o que está arriba en el espacio. Si no es así, ¿dónde está? «Cerca de ti está la palabra, en tu boca». El Reino de Dios está dentro de ti, y Dios mismo está entre los hombres. ¿Cuándo vamos a cambiar ese Dios de nuestra infancia —un Dios atroz, lejano, ausente—, por el Dios de la Biblia que está presente en todas partes?
Da la impresión de que la idea que tenían de Dios muchos de los escritores cristianos de la antigüedad fue muy parecida a la imagen del mayor de los hombres, una especie de emperador divino. Dios es infinitamente más; Él es un espíritu, como dijo Jesús a la mujer que se encontraba junto al pozo, y en Él vivimos, y nos movemos, y somos. Pensemos en Dios como Emanuel —Dios con nosotros—, un Dios siempre presente, omnipresente, eterno. Hace largo, largo tiempo, Dios hizo la materia, luego hizo las flores, los árboles y los animales; después hizo al hombre. ¿Se detuvo? ¿Dios está muerto? Si Él vive y actúa, ¿qué hace? Hace que los hombres sean mejores.
«Dios es el que en vosotros produce». Todavía no han salido todos los brotes de nuestra naturaleza; la savia para hacerlos proviene de Dios que nos hizo, de Cristo que mora en nosotros. Nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, y debemos tenerlo presente, porque Dios se siente no por medio de la lógica, sino por experiencia.
Hasta los siete años de edad, la vida de Helen Keller —la niña de Boston que era ciega y sordomuda— fue un espacio vacío; nada llegaba a esa mente porque tenía los oídos y los ojos cerrados al mundo exterior. Luego, gracias a ese excelente procedimiento que se había llegado a descubrir —y por el que los ciegos ven, y los sordos oyen, y los mudos hablan—, el alma de esa niña se abrió y empezaron a impartirle conocimientos en pequeñas cantidades; y poco a poco empezaron a educarla. Phillips Brooks se encargó de darle la instrucción religiosa. Después de varios años, cuando Helen tenía doce años de edad, la llevaron con Phillips, quien empezó a hablar con ella; le transmitía los mensajes por conducto de la joven que podía comunicarse con Helen por medio del tacto. Es un procedimiento sumamente delicado. Empezó a hablarle de Dios y de lo que Él había hecho, de que Dios amaba a los hombres, y lo que Él es para nosotros. La niña escuchó con gran inteligencia y finalmente comentó:
—Sr. Brooks, ya sabía todo eso, pero no conocía Su nombre.
A menudo hemos sentido algo en nuestro interior que nos impele a hacer algo que no habríamos concebido por nuestra cuenta, o que nos capacita para hacer algo que no podríamos lograr sin ayuda. «Dios es el que en vosotros produce». Ese hecho grande y sencillo explica muchos misterios de la vida, y se lleva el temor que tendríamos al enfrentar dificultades que se nos ponen por delante.
En este cuadro notamos de manera delicada la búsqueda de compañía, representada por el joven y la muchacha. No importa si son hermano y hermana, o amado y amada; en esas dos personas que he nombrado está la idea de amistad, el último ingrediente en nuestra vida. El cuadro habría quedado incompleto si solo el hombre o la mujer hubieran estado en el campo.
El amor es el elemento divino de la vida, porque «Dios es amor». «Todo aquel que ama, es nacido de Dios». Por lo tanto, como alguien dijo: «No dejemos de reparar las amistades». Cultivemos el espíritu de amistad, y dejemos que el amor de Cristo llegue a ser un gran amor, no solo hacia nuestros amigos, sino para toda la humanidad. A dondequiera que vayas y hagas lo que hagas, tu trabajo será un fracaso a menos que tengas este elemento en tu vida.
Esas tres cosas llegan lejos para llevar una vida bien equilibrada. Es posible que algunos de nosotros no tengamos esos ingredientes en las medidas adecuadas; si les falta alguno de ellos, oren para recibirlo y trabajen para conseguirlo, de modo que lleven una vida equilibrada y completa, como Dios dispuso que fuera.
Publicado en Áncora en abril de 2013. Traducción: Patricia Zapata N. y Antonia López.
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