marzo 18, 2013
Cuando pienso en el amor que Jesús nos prodiga, estos son algunos de los adjetivos que me vienen a la cabeza: perfecto, gratuito, incondicional, eterno.
Su amor es perfecto. Es lo único en este mundo que es absolutamente perfecto. Hay muchas cosas bonitas, hermosas y maravillosas, pero nada tan perfecto como Su amor. Vivimos en un mundo imperfecto, de seres humanos imperfectos y en circunstancias que dejan bastante que desear; pero Su amor nos permite remontar las dificultades de la vida. Dios es perfecto, y Su amor también.
Su amor es gratuito. No tenemos que ganárnoslo a pulso ni demostrar que somos dignos de él. Menos mal que es así, porque todos pecamos y cometemos errores. Si tuviéramos que merecernos Su amor, ninguno lo lograría, ya que todos tenemos debilidades y flaquezas parecidas. Jesús sabiamente lo previó y por eso decidió amarnos sin exigir nada a cambio.
Su amor es eterno. No es pan para hoy y hambre para mañana. No tiene fecha de caducidad. No nos lo pueden quitar ni robar. No se desgasta ni pasa de moda al cabo de unos años. Si bien es tradicional e histórico, es también moderno y actual. Siempre está vigente. Aun antes de que lo conociéramos, ya nos amaba. Nos ha amado desde los albores de los tiempos y seguirá haciéndolo por la eternidad.
No solo nos ama cuando encaramos la vida con entusiasmo, somos felices, hacemos progresos espirituales o tenemos una influencia positiva en los demás. Nos ama cuando estamos contentos y cuando estamos tristes; cuando estamos enfermos y cuando estamos sanos; cuando tenemos un comportamiento digno de Su alabanza y cuando incurrimos en faltas que lo apenan.
Es provechoso que tengamos presente cuáles son las dimensiones del amor de Dios, y que no solo nos ama en los buenos momentos. El Señor obra en nosotros y maneja Sus asuntos de maneras que sobrepasan muchas veces nuestro entendimiento. Es algo misterioso que en muchos casos exige fe y paciencia, ya que por lo general Su cronograma es distinto del nuestro. La vida cristiana requiere fe y confianza, porque las riendas no las lleva uno mismo, sino Jesús. Debemos tener presente en todo momento que Él sabe lo que más conviene, que todo lo hace bien y que a menudo Él no prioriza lo mismo que nosotros, porque Su visión es mucho más abarcadora y a largo plazo.
Aun disponiendo de las colosales promesas del Señor —del orden de «Todo lo que pidiereis al Padre en Mi nombre, Él os lo [dará]»[1], «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá»[2] y «Si tuviereis fe, nada os será imposible»[3]—, debemos recordar que lo que nosotros podemos hacer es limitado y que no llevamos la voz cantante. No tenemos una visión general del pasado, el presente y el futuro, ni estamos en conocimiento del plan maestro para la eternidad. Podemos emplazar a Jesús para que cumpla Su Palabra y echar mano del enorme poder espiritual que ha puesto a nuestra disposición; pero en última instancia se tiene que hacer Su voluntad. Él es el dueño de la situación y quien mejor sabe lo que conviene.
Por eso es tan importante conservar una actitud humilde y de simple confianza en Él y en Su perfecto amor. De lo contrario, cuando algo no sale como uno esperaba o incluso como había pedido en oración, puede terminar con un montón de dudas.
La Biblia abunda en consejos sobre este tema. También hay un acervo de escritos de hombres y mujeres de fe de los últimos 2.000 años. De cuando en cuando viene bien repasar las diversas razones por las que el Señor obra como lo hace, para entender por qué las cosas no siempre nos salen como teníamos previsto, por qué no responde a cada oración como esperábamos, y por qué a veces la vida presenta más dificultades de las que nos parece que debería tener.
Si no fortalecemos nuestra fe, la vida puede llegar a hacérsenos bastante cuesta arriba, y sin entender por qué. Podemos llegar a pensar que la culpa es nuestra, que seguramente estamos haciendo algo mal, que Jesús debe de estar disgustado con nosotros porque no responde a cada oración como deseamos, o que las promesas que Él nos ha hecho quizá no son tan eficaces como se pretende hacernos creer.
El caso es que cuanto más estudies la Palabra de Dios, más crecerá tu fe[4]. Con el tiempo descubrirás una serie de promesas extraordinarias que responderán al eterno interrogante de por qué nos parece que Dios no siempre contesta nuestras oraciones. No obstante, la realidad es que la vida, con todas sus dificultades, sinsabores y épocas en que las oraciones parecen caer en oídos sordos, seguirá constituyendo una prueba de nuestra fe. Siempre será así, hasta que lleguemos al Cielo.
Cuando una situación se torne penosa, cuando las cosas no te salgan como esperabas, cuando te parezca que Dios no responde a tus oraciones, cuando las pruebas de la vida se te hagan insoportables, cuando la batalla te resulte interminable y no cesen los embates contra tu fe, cuando te falten fuerzas y dudes que vayas a aguantar mucho más, afírmate en la base maciza que ha provisto Dios para tu fe con Sus innumerables promesas y palabras de ánimo, y descansa a salvo.
Consuélate pensando que tu caso no es nada nuevo; se trata de una batalla con la que han tenido que vérselas todos los cristianos de todos los tiempos. Y recuerda que la manera de vencer sigue siendo la misma de siempre: confiar en Dios y en Sus maravillosos designios. Tú no puedes resolverlo todo. Más bien saca aliento de la Palabra, y tranquilízate sabiendo que Jesús se encargará de todo. Descansa en Sus brazos, deja que Él te proteja y te sustente, y la tormenta pasará.
Publicado en Áncora en marzo de 2013.
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