diciembre 7, 2012
Miren más allá de la superficie, para poder juzgar correctamente. Juan 7:24; NTV
En el restaurante éramos la única familia con niños. Puse a Erik en la silla alta y noté que todos comían en silencio o conversaban. De repente, Erik gritó alegremente:
—¡Hola!
Golpeó la mesa de la silla alta con sus manos regordetas. Erik era un bebé. Tenía los ojos bien abiertos de la emoción y lucía una sonrisa que dejaba ver que no tenía dientes. Luego, se retorció de alegría.
Me di vuelta y vi cuál era la causa de sus risas. Era un hombre que llevaba un abrigo hecho jirones; sucio, grasoso y desgastado. Llevaba puestos unos pantalones holgados, con la cremallera a medio cerrar. Los dedos de los pies se podían ver en lo que serían sus zapatos. Su camisa estaba sucia y su pelo sin peinar y sin lavar. El pelo del rostro era muy corto como para que se pudiera decir que llevaba barba. La nariz tenía tantas várices que parecían un mapa.
Nos encontrábamos bastante lejos de él. Sin embargo, estaba segura de que tenía mal olor. El hombre saludó a Erik agitando las manos:
—¡Hola, bebé! ¡Hola, muñeco! ¡Ya te vi!
Mi esposo y yo intercambiamos miradas. «¿Qué haríamos?»
—¡Hola! —Erik continuaba con su risa y respuesta.
Todos los que se encontraban en el restaurante lo notaron. Nos miraban y luego miraban al hombre. Aquel viejo molestaba al ponerse a saludar a mi hermoso bebé.
Nos sirvieron la comida y el anciano empezó a gritar desde donde se encontraba:
—¿Sabes jugar a la tortillita de manteca, palma con palma? ¿A esconderte? ¡Vaya! Sabes jugar a esconderte.
Nadie pensaba que el anciano era simpático. Era evidente que estaba ebrio. Mi esposo y yo nos sentimos avergonzados. Comimos en silencio. Todos estábamos en silencio menos Erik, que dedicó todo su repertorio a aquel vagabundo, su admirador. El vagabundo respondía con aquellos comentarios impertinentes.
Finalmente terminamos de comer y nos preparamos para salir. Mi esposo fue a pagar y me dijo que nos encontráramos en el estacionamiento. El anciano se encontraba sentado entre la puerta y yo. Oré: «Señor, permite que salga antes de que el anciano me hable a mí o a Erik».
A medida que me acercaba más al anciano, le di la espalda en un intento de evitar el aire que respiraba. Mientras lo hacía, Erik se apoyó sobre mi brazo, estirando los brazos en una posición que adoptan los bebés cuando quieren que los tomen en brazos.
Antes de que pudiera detenerlo, Erik se lanzó abandonando mis brazos para ir a los brazos del anciano.
De pronto, aquel anciano que olía muy mal y mi bebé pequeñito se abrazaron felizmente. Erik en un acto de confianza absoluta, de amor y sumisión, apoyó su cabecita sobre el hombro de aquel anciano andrajoso. El anciano cerró los ojos y vi que se le saltaron las lágrimas. Sus manos añosas llenas de suciedad, dolor y con huellas de trabajo duro, suavemente, con una suavidad extrema, sostuvieron a mi bebé y le acariciaron la espalda.
Jamás dos seres humanos amaron con tal profundidad por tan poco tiempo.
Me quedé de pie atemorizada. El anciano meció a Erik en sus brazos por un momento. Luego, me miró directamente a los ojos y dijo con una voz firme y tono imperioso:
—Cuide bien a este bebé.
—Así lo haré —logré decir, a pesar de que sentía que se me atoraba una piedra en la garganta.
Retiró a Erik de su pecho, a regañadientes, con nostalgia, como si al hacerlo sufriera dolor.
Recibí a mi bebé y el anciano dijo:
—Que Dios la bendiga, señora. Me ha dado un regalo de Navidad.
Entre dientes le di las gracias. No pude decir más. Me dirigí rápidamente al auto con Erik en los brazos. Mi esposo no sabía por qué lloraba, sostenía a Erik con fuerza, y repetía:
—Dios mío, Dios mío, perdóname.
Acababa de ser testigo del amor de Cristo manifestado por medio de la inocencia de un niño muy pequeño que no vio pecado, que no juzgó; un niño que vio un alma y una madre que vio la ropa. Era una cristiana ciega que tenía en brazos a un niño que no era ciego. Me dio la impresión de que Dios me preguntaba: «¿Estás dispuesta a compartir a tu hijo un momento?» Él compartió a Su hijo por toda la eternidad.
El anciano harapiento, sin darse cuenta, me había recordado que para entrar al reino de Dios, debemos volvernos como niños[1].
Publicado en Áncora en diciembre de 2012.
Traducción: Patricia Zapata N. y Antonia López.
[1] Mateo 18:3; texto anónimo publicado en inglés en http://god-bless-you.org/?p=1522
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