Detalles de Su amor

noviembre 21, 2012

Koriane

Creo que una de las principales cosas que ha hecho que mi corazón quiera estar estrechamente entrelazado con el de Jesús han sido esos detalles personalizados de Su amor que ha tenido conmigo. Me identifico con el poema que dice:

¡Encontré un magnífico Amigo!
Me amó desde que lo conocí.
Con lazos de amor me sedujo
y me conquistó por fin
[1].

Tiene detalles especiales con cada uno de nosotros. A veces nos percatamos de ellos y otras veces no. A veces los notamos pero se los atribuimos a otras fuentes. Eso seguramente ha de entristecerlo mucho. Sin embargo, Jesús nos ama demasiado como para darnos por perdidos. A lo largo de toda nuestra vida insiste en manifestarnos Su amor y repetirnos sin cesar las dos palabras más maravillosas que existen: te amo.

Aun de pequeña recuerdo que lo ponía a prueba para ver si de veras estaba en el extremo receptor de nuestras oraciones, o, para ser más específica, de mis pequeñas oraciones. Entendía que un Dios tan grande como Él pudiese interesarse en responder cuando mi familia oraba para pedirle una casa donde vivir, y que, habiendo orado, al final de una larga búsqueda consiguiéramos la mejor casa que pudimos haber encontrado. Ahora bien, de manera algo nebulosa, creía que el Señor responde a nuestras oraciones. Pero no era una creencia que me llegara al fondo del alma. No era algo con lo que me identificase personalmente.

Unos meses más tarde, jugando en el bonito jardín de aquella casa, me encontré una botella con atomizador. Estaba rota por dentro… ¡y a mí me habría encantado que funcionara! Quería rociar agua en las flores; me parecía entretenido. De modo que oré en mi corazón para que Jesús la compusiera, y volví a intentarlo. Me quedé perpleja, anonadada: durante varios minutos, aquel atomizador funcionó a la perfección (hasta que de nuevo dejó de funcionar). ¡Vaya! Jesús no solo existía y hacía caso a las oraciones importantes, sino que también escuchaba las de menos peso. Escuchaba y respondía a mis oracioncitas por cosas que no tenían la más absoluta injerencia en el enorme conjunto de circunstancias, pero que para mí eran importantes y me afectaban por un momento. Me di cuenta de que Él estaba al tanto de mis pensamientos, y que le importaba verme feliz.

Ya de adolescente, etapa en que me tocó lidiar con un sinnúmero de emociones y conocer de cerca la soledad, me hizo falta ese amor de la manera más palpable que fuese posible, de parte de Aquel al que le había entregado mi vida y mi corazón. Un día estaba caminando, cuando vi junto al camino una florecita hermosa. Me encantó. Jamás había visto una flor tan pequeñita. La recogí y la llevé cuidadosamente hasta mi casa. Como mucho, sería del tamaño de una de mis uñas, y el tallito, del largo de mi dedo. La coloqué en un vaso descartable junto a mi cama, en un intento de prolongar todo lo posible lo que supuse que sería una vida muy breve. Pasó una semana entera y la florcita seguía en el agua como nueva, radiante y hermosa. Me puse muy contenta.

Después de eso, ocurrió algo curiosísimo, uno de esos sucesos irrepetibles. De aquel diminuto tallito empezaron a crecer raíces… que al poco tiempo se volvieron cada vez más largas y robustas. La planté en una maceta y ya se imaginan la felicidad con que la vi crecer hasta convertirse en una planta hecha y derecha que dio muchas flores más. Mi Creador —el que también hace crecer las plantas— estaba ahí conmigo, estaba a mi lado, y seguía convirtiéndome en lo que Él deseaba que fuera, moldeándome por medio de los vaivenes de la vida y salpicando mi camino con flores de felicidad.

Avancemos hasta mi vida adulta. Pasa el tiempo y no hay siquiera rastro de esa «media naranja», lo cual me pone las cosas muy difíciles. Podría decirse que mi carga de trabajo era más bien ligera, sin embargo a mí se me hacía pesadísima. Cuidaba a una niñita mientras sus padres trabajaban. Pasaba once o doce horas al día con ella, y de a ratos se me hacía muy pesado, porque si bien prácticamente asumía el rol de madre sustituta, no tenía la «recompensa» de regresar, al cabo del día, a descansar en brazos de un marido que me amara. Mi vida no me presentaba mayores retos, pero ahí seguí, esforzándome al máximo, sin darme cuenta de que estaba entrenando para lo que me esperaba en el futuro.

Un día, la mamá trajo una caja de crayones de segunda mano para su niñita. Ella, sin pensárselo dos veces, vació la caja entera en el suelo, para mi consternación y la de su mamá. Uf, otro desastre más que me tocará limpiar, pensamos las dos de inmediato. Acto seguido, noté que había algo entre los lápices. ¡Era un arete! Exactamente del estilo y la forma que me gustaban, y que además, combinaba a la perfección con la ropa que llevaba puesta ese día. Imposible que en la caja de crayones estuviera el otro arete. Pues, ¿qué creen? Ahí estaba. Sonreí. Aunque los hubiera querido comprar yo misma, no podría haber encontrado un par que me diera más «en la yema del gusto» que esos. La mamá de la niña se alegró mucho por mí, ya que no eran de su estilo, y para ella fue una manera de agradecerme en esa oportunidad por cuidar a su hija. Los usé bastante, y cada vez que me los ponía me alegraban el alma.

Años después, cuando por fin me casé y mi vida siguió en su sinuoso curso por la montaña rusa de los retos y las emociones de ser madre, ocurrió un desconcertando fenómeno científico, algo que, al menos yo jamás había creído posible. Permítanme explicarles algo, a modo de contexto: Sucedió en una época en que mi esposo tuvo que ausentarse durante seis meses (le negaron la entrada al país en el que vivíamos y realizábamos labores de voluntariado). Me encontraba abocada al cuidado de nuestro hijito de un año que tenía graves problemas de salud, y ya estaba embarazada de nuestro segundo, que nació inesperadamente por cesárea. Naturalmente, tuve que ocuparme también del nuevo bebé. Mi marido no podía ingresar al país, y yo no podía viajar hasta que se tramitaran los documentos del recién nacido.

¿Alguna vez han oído hablar de un huevo que, tras hervirlo, un niño lo pinta para darle apariencia de huevo de pájaro, lo coloca en un nido decorativo y lo exhibe durante meses sobre un estante… y de pronto, resulta que lo parte y se ha convertido en vidrio color dorado? Era como una piedra de ámbar o de vidrio. No olía a nada. No se había echado a perder. Era duro y transparente como el vidrio, pero de color ámbar. Me refiero a la clara del huevo. A lo mejor, a mi corazón le había pasado lo mismo que a ese huevo: se había cocinado en el agua hirviendo de aquella situación tan difícil. Luego, Dios le dio fuerzas y fe, y lo convirtió en oro, lo volvió tan magnífico como una joya. Salimos adelante y acabamos mejor que antes.

Como madre de tres que ora siempre para que lleguen a conocer el amor de Jesús por ellos en maneras tan personalizadas como en mi propia experiencia de modo que puedan validarlas interiormente y convencerse de que proceden de Él, me emociono mucho cuando suceden cosas como la que describe el siguiente relato que escribieron mis hijos a sus amigos:

«Una de nuestras actividades favoritas es colorear con nuestros marcadores nuevos. Es que, ¡nos encanta hacer unos dibujos increíbles… por ejemplo, de vehículos de carga, tractores, grúas y remolques!

»Hace poco, Jesús hizo un milagrito que nos encantó. Llevábamos varios días buscando la tapa del marcador de color celeste. No queríamos que se nos secara, pero no la encontrábamos por ninguna parte desde la última vez que lo habíamos usado.

»Acababan de regalarnos cascos de ciclismo, así que leímos acerca de la importancia de usarlos, por seguridad. Fuimos en auto a un lugar que tenía un área muy grande para andar en bicicleta, nos pusimos los cascos nuevos y la pasamos de lo más bien.

»Cuando estábamos en el parque, ¿adivinen qué encontró mamá en el césped del área de columpios adonde habíamos ido a andar en bici? Una tapa de marcador color celeste, exactamente del mismo tipo de los que teníamos nosotros. Estaba un poco sucia, porque seguramente llevaba un buen tiempo ahí tirada. ¡La llevamos a casa y, muy contentos, se la pusimos al marcador!» Jesús es increíble. Conoce nuestros pensamientos y nuestros deseos.»

Con el paso de los días, los meses, los años —y, por qué no, también las décadas— he aprendido a amarlo personalmente a través de los innumerables toques y detalles de Su amor tan especiales; detalles que podrían parecer totalmente insignificantes comparados con la enorme necesidad de cambio y de milagros que hacen falta en este mundo… pero para mí, esos detalles marcaron la diferencia. Me conquistó para siempre con Su amor. Y la fe es lo único que me dice que yo también marco la diferencia para Él. «Lo amamos, porque Él nos amó primero»[2].

Traducción: Quiti y Antonia López.


[1] De James G. Small, 1863.

[2] 1 Juan 4:19.

 

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