La gran fe de un centurión

octubre 29, 2025

Tesoros

[A Centurion’s Great Faith]

Vivía en Capernaúm, ciudad de Israel, un importante oficial del ejército romano. Se trataba de un centurión de quien dependía directamente una guarnición de cien soldados. Él y sus hombres estaban a cargo de vigilar todos los movimientos de Jesús desde el comienzo de Su obra en esa región. Tenían el deber de no permitir que aquel galileo hiciera o dijera nada que incitara al pueblo a rebelarse contra Roma. Sin embargo, habiendo oído de vez en cuando a Jesús hablar a las gentes sobre el reino de Dios y Su amor eterno por la humanidad, el centurión había llegado a respetar a Jesús, por entender que el reino del que Él hablaba no suponía amenaza alguna para Roma.

Un día, al enfermar mortalmente su siervo más querido, recordó los milagros que Jesús había hecho por los enfermos y los inválidos, y se preguntó si podría curar también a su siervo. Había, sin embargo, un inconveniente: ¿Cómo podría él, un centurión romano, acudir a un judío pidiendo auxilio, en una época en que la mayoría de los judíos despreciaban a los ejércitos del César? ¿Acaso aquel Jesús, conocido por el amor y el interés que manifestaba por todos, aceptaría ir más allá de los confines de Su gente a fin de ayudar a alguien con quien los de su pueblo estaban en desacuerdo?

Razonó: «Seguramente puedo mandar llamar a algunos respetados ancianos de los judíos con quienes he tenido tratos, y podrían hablar con Jesús en mi favor». Los ancianos, que estaban muy agradecidos al centurión por el favor que había demostrado hacia su pueblo, fueron y presentaron a Jesús la petición del centurión para que curase a su siervo. «Cuando ellos llegaron a Jesús, le rogaron con insistencia, diciendo: “El centurión es digno de que le concedas esto; porque él ama a nuestro pueblo y fue él quien nos edificó la sinagoga”» (Lucas 7:3–5).

Era poco común que los líderes judíos intercedieran en favor de un funcionario romano, pues ellos eran parte de un sistema opresor que gobernaba Israel en aquella época. Sin embargo, Jesús había enseñado en el Sermón del monte: «Amen a sus enemigos, háganles bien. […] Sean compasivos, así como su Padre es compasivo» (Lucas 6:35,36).

Así, pues, Jesús accedió y fue con ellos a la casa del centurión. Cuando no estaban lejos de su destino, el centurión envió a unos amigos con un recado que decía: «Señor, no te molestes más, porque no soy digno de que Tú entres bajo mi techo; por eso ni siquiera me consideré digno de ir a Ti, tan solo di la palabra y mi siervo será sanado. Pues yo también soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes; y digo a este: “Ve”, y va; y a otro: “Ven”, y viene; y a mi siervo: “Haz esto”, y lo hace» (Lucas 7:6–8).

Jesús, al oír estas palabras, se maravilló, y dijo a los que le seguían, «ni aun en Israel he hallado una fe tan grande» (Lucas 7:9). ¡Increíble declaración de Jesús delante de Su pueblo, afirmando que un gentil romano tenía una fe más grande que cualquier otra persona que Él había encontrado en todo Israel! Aquel romano, un centurión, se hallaba en una posición de poder de un gran imperio, y pensaba que no merecía encontrarse personalmente con Jesús o recibirlo en su casa. También sabía que al entrar Jesús en su casa, Él sería considerado impuro ceremonialmente (Hechos 10:28). Creía, sin embargo, que Jesús podría sanar a su siervo, incluso desde la distancia.

Por lo visto, el centurión entendió lo que nadie en Israel había comprendido (Mateo 8:10), que Jesús era el Mesías largamente esperado. Jesús elogió al centurión por su fe ejemplar, y al mismo tiempo continuó censurando a los israelitas por su falta de fe: «Les digo que muchos vendrán del oriente y del occidente, y participarán en el banquete con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Pero a los súbditos del reino se les echará afuera, a la oscuridad» (Mateo 8:11,12). Aquel fue un mensaje profético en el que predijo que muchas personas de otras tierras y países aceptarían a Jesús como su Señor y Salvador, mientras que muchos de Su propio pueblo lo rechazarían.

La Biblia narra que después de que Jesús elogió al centurión por su gran fe, dijo: «Vete; así como has creído, te sea hecho». Y el criado fue sanado en ese mismo momento (Mateo 8:13). La fe de un centurión del que no se conoce su nombre, que se humilló delante del Señor, fue inmortalizada en la Biblia y predijo que muchas personas de todo el planeta entrarían al reino de Dios por medio de la fe en Cristo.

Imaginemos la confirmación de la fe en Jesús de aquel centurión, cuando su amado siervo fue sanado y le dijo: «Agradece a Dios porque has sino sanado, ¡Jesús de Nazaret es quien ha hecho este milagro!»

Los milagros que Jesús llevó a cabo sirvieron como una afirmación o señal de que en efecto Él era el Mesías prometido y que había venido a dar inicio al reino de Dios (Marcos 1:14,15). Después de la resurrección de Jesús, mientras testificaba sobre Él a sus hermanos israelitas, Pedro proclamó que Jesús era «varón confirmado por Dios entre ustedes con milagros, prodigios y señales que Dios hizo en medio de ustedes a través de Él» (Hechos 2:22). Su mayor obra fue morir de manera sacrificada en la cruz para la redención y salvación eterna de todos los que creen en Él y lo reciben.

La historia del centurión romano nos enseña que Cristo vino para todas las personas y que el plan de salvación que ofrece Dios sería para todo el mundo, independientemente de su origen religioso, nacionalidad, etnia o cultura (Hechos 13:48). «A lo Suyo vino, y los Suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en Su nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (Juan 1:11–13).

En los relatos —verdaderos, históricos— de Jesús en la Biblia hay un estupendo mensaje para nosotros en la actualidad. Dios todavía transforma el corazón y la vida de las personas; y las acerca a Él. Su Espíritu no deja de obrar poderosamente en el mundo a fin de acercar a todas las personas a Él y llevarlas a Su reino. La Biblia dice: «Yo, el Señor, no cambio» (Malaquías 3:6), y sigue manifestando Su gracia y amor al mundo por medio de Su Hijo: «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Hebreos 13:8).

Tomado de un relato dramatizado de la Biblia, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en octubre de 2025.

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