Amoldarnos a la voluntad moral de Dios

mayo 22, 2025

Peter Amsterdam

[Aligning Our Lives to God’s Moral Will]

Dios nos ha revelado Su voluntad moral por medio de la Escritura, que nos enseña cómo debemos creer y vivir. Él expresa claramente que algunas cosas están mal desde el punto de vista moral y por tanto constituyen pecado. A través de la gracia de Dios y la infusión de poder del Espíritu Santo nos esforzamos por evitar el pecado y asumir determinados rasgos, características y actitudes que reflejen y calquen la naturaleza y características de Dios[1].

Se nos pide: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Efesios 5:1,2). Asimismo, debemos emular el perdón de Dios: «Perdonándose unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como Cristo los perdonó, así también háganlo ustedes» (Colosenses 3:13).

Jesús nos mandó: «Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso» (Lucas 6:36). Nos enseñó a ser bondadosos incluso con nuestros enemigos, hacer bien y dar «prestado sin esperar nada a cambio. Así tendrán una gran recompensa y serán hijos del Altísimo, porque Él es bondadoso con los ingratos y malvados» (Lucas 6:35).

Por medio de este y de otros muchos ejemplos que aparecen a lo largo de la Biblia se nos instruye sobre cómo vivir de modo que estemos en sintonía con la voluntad moral de Dios. Se nos llama a guardar Sus enseñanzas, a interiorizarlas y emplearlas como norte que nos oriente en el curso de nuestra vida. «Porque este es el amor de Dios: que guardemos Sus mandamientos, y Sus mandamientos no son difíciles» (1 Juan 5:3).

Al llegar a ser hijos de Dios por la fe en Cristo, nos transformamos en nuevas creaciones (2 Corintios 5:17), «somos hechos conformes a la imagen de Su Hijo» (Romanos 8:29), revestidos de «la nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen de su Creador»(Colosenses 3:10). Parte del proceso de renovarnos a Su semejanza implica ordenar nuestra vida de tal manera que sea acorde con Su voluntad moral. Compaginamos nuestra conducta y actos externos, como también nuestros motivos y actitudes, con Su Palabra.

De Su Palabra aprendemos qué actitudes y acciones están bien y cuáles están mal, qué es y qué no es pecado, qué agrada y qué no agrada a Dios, qué refleja y qué no refleja Su carácter. Sabemos que eso es consecuencia de leer la Palabra de Dios, estudiarla, meditar en ella, aceptarla y aplicarla. Aceptar lo que Dios dice significa que cuando leemos que Dios censura ciertos actos, deseos y actitudes, reconocemos que estos están al margen del círculo de Su voluntad moral y por ende son incorrectos y son pecado. Por ejemplo, cuando leemos en Efesios que no debemos hurtar o que ninguna palabra corrompida debe salir de nuestra boca… o en Colosenses que debemos librarnos de la ira, el rencor, el comportamiento malicioso, la calumnia y el lenguaje obsceno, los malos deseos, la lujuria y la codicia, se nos da a entender que esas cosas no coinciden con la voluntad moral de Dios y por tanto son pecaminosas y disgustan a Dios (Efesios 4:28,29; Colosenses 3:8, 5).

Claro que cada precepto de la voluntad moral de Dios es una expresión del mandamiento más grande de todos: amar a Dios con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma, y con toda nuestra mente, y con toda nuestra fuerza; y amar al prójimo como a nosotros mismos (Marcos 12:30–31). Se nos insta a actuar con amor hacia los demás: «Todo cuanto quieran que los hombres les hagan, así también hagan ustedes con ellos, porque esta es la ley y los profetas» (Mateo 7:12).

Estas enseñanzas de Jesús sintetizan todas las demás sobre el pecado, y cuando fijamos nuestro amor por Dios y los demás como principio orientador… cuando nuestras acciones, pensamientos y actitudes se basan en la premisa de un corazón que ama plenamente a Dios con todo nuestro ser y de que Él abriga el mismo amor por los demás que el que tenemos por nosotros mismos, entonces evitaremos pecar.

En nuestra condición de seres humanos caídos en pecado, a veces tendemos a justificar nuestros actos aduciendo que son motivados por el amor cuando en verdad no lo son. O quizá consideramos que una acción está impulsada por el amor y que en consecuencia no es pecado, sin explorar a fondo las posibles ramificaciones de nuestros actos, los cuales pueden terminar siendo nada amorosos. Evidentemente es importante tener, pues, una buena percepción de lo que abarca y no abarca la voluntad moral de Dios. Eso se logra leyendo y estudiando las enseñanzas de la Biblia y meditando sobre ellas.

Es fácil fomentar una actitud de que el pecado no tiene tanta importancia, por cuanto hemos obtenido la salvación y los pecados se nos han perdonado. Esa actitud, no obstante, evidencia una incomprensión de lo que enseña la Biblia sobre el pecado y sus efectos. La Escritura nos revela que el pecado es una ofensa para Dios, incluido el de un cristiano. Ser perdonados es un maravilloso regalo de Dios; sin embargo, los creyentes mantenemos una relación con Él, la cual se resiente cuando ofendemos a Dios. Aunque nuestros pecados se nos perdonan, en nuestra vida y la de los demás igual puede haber consecuencias por nuestro pecado.

Siendo personas que procuramos imitar a Cristo, debemos encarar el hecho del pecado en nuestra vida y responder adecuadamente a él. Dios nos ha dotado de conciencia, la habilidad innata de discernir entre el bien y el mal, que nos asiste para juzgar si un acto que tenemos planeado realizar o que ya hemos realizado es acorde a la moral o no. Como cristianos, afinamos nuestra conciencia a medida que la vamos amoldando a Su voluntad moral; asimismo, cuando concordamos con lo que Dios nos ha revelado en la Escritura que está bien o mal, con lo que está en armonía con Él y los actos que reflejan Su naturaleza y Su ser. Se nos pide que sigamos nuestra conciencia informada según la Escritura, para así evitar el pecado y permanecer en estrecha relación con el Padre.

Siendo humanos, pecaremos; pero siendo cristianos es preciso que nos esforcemos por no dañar nuestra relación con Dios haciendo lo posible por no pecar. Se nos exhorta a despojarnos del «ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad» (Efesios 4:22–24).

Claro que por mucho que intentemos no pecar, lo haremos. En ese caso, si tenemos un acertado conocimiento del pecado, nos embarga un sentimiento de culpabilidad y pena. Perjudicamos nuestra relación con Dios; y reparar esa relación empieza al reconocer y confesarle nuestros pecados. En la primera epístola de Juan, él enseña: «Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Además de confesar, otro elemento es el arrepentimiento: cambiar de actitud, hacer un giro y emprender rumbo en dirección contraria. El arrepentimiento requiere un cambio en nuestra conducta, un compromiso a dejar de cometer los pecados que hemos estado cometiendo.

Eso no es fácil, particularmente cuando hemos hecho un hábito de algunos pecados o hemos aceptado algún comportamiento pecaminoso como parte de nuestra personalidad, por ejemplo la impaciencia, el no poder dominarse, la tendencia a juzgar a los demás, la ira, el egoísmo, el orgullo, la ansiedad, los pecados de la lengua, las adicciones y otros tantos. Puede ser dificultoso aceptar que porque la Escritura califica esas cosas de pecado se espera que cambiemos y que dejemos de hacerlas por la gracia de Dios. Su Palabra nos dice que por la gracia de Dios, «todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13).

Si queremos llegar a ser mejores imitadores de Jesús tenemos que hacer frente a nuestros pecados. No podemos limitarnos a verlos como simples rasgos de personalidad o excusarnos aduciendo que «así soy yo y no puedo cambiar». Tampoco podemos justificar el pecado pensando: «Este es un pecadito nada más. No tiene importancia». Parte de llegar a parecernos más a Cristo es aceptar lo que la Escritura califica de pecado, reconocer y confesar nuestras transgresiones e implorar la ayuda del Señor para superarlas. Además, debemos comprometernos a superarlos por medio de acciones concretas.

Nuestro objetivo no es la perfección. No pretendemos obedecer robóticamente cada jota y cada tilde de la Escritura con la finalidad de quedar exentos de pecado. Eso es imposible. Nuestra meta es responder a la voluntad moral declarada por Dios de tal modo que ello represente una expresión auténtica de la realidad de nuestra alma salvada y se haga a partir de un corazón lleno de gratitud.

Le obedecemos porque lo amamos. Lo amamos por lo que es: nuestro Creador y Salvador. Deseamos imitarlo porque es puro amor, pura bondad y pura santidad. Queremos emularlo tanto interior como exteriormente. Dios es el modelo de santidad y dado que nos ha revelado Su naturaleza y lo que aprueba y desaprueba, nos tomaremos a pecho estas cosas al tratar de ser como Él.

Nos ha revelado Su voluntad moral por medio de la Biblia. Dicha voluntad, manifestada a través de la Escritura, es una expresión de Su carácter. Si deseamos asemejarnos más a Jesús, encaminaremos nuestros esfuerzos a vivir de un modo que sea expresión del carácter divino. Eso significa esmerarnos por que nuestros deseos, actitudes y acciones estén en sintonía con los principios divinos y con la orientación proporcionada en la Escritura.

Dios es perfecto bien, perfecto amor, santidad y rectitud. Constituye para nosotros un ejemplo de perfección ética y moral. Si bien nos es imposible alcanzar la perfección, se nos pide que interioricemos las normas divinas y vivamos de conformidad con ellas, que hagamos lo más posible para reflejar Su carácter y parecernos más a Cristo. «El Señor, quien es el Espíritu, nos hace más y más parecidos a Él a medida que somos transformados a Su gloriosa imagen» (2 Corintios 3:18).

Publicado por primera vez en octubre de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en mayo de 2025.


[1] El presente artículo está basado en puntos esenciales del libro «Tus decisiones y la voluntad de Dios», de Gary Friesen (Vida, 2006)

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