Fuego del Cielo (1 Reyes 18)

mayo 21, 2025

Tesoros

[Fire from Heaven (1 Kings 18)]

Este relato ocurre aproximadamente en el año 900 a.C., cuando el pueblo de Israel se había alejado del culto a Dios para adorar al dios pagano Baal. En aquella época de la Historia, Israel estaba bajo el reinado de Acab, su peor rey hasta ese entonces, muy influenciado por su esposa extranjera, Jezabel. Durante su reinado se asesinó sistemáticamente a los profetas del verdadero Dios (1 Reyes 16:30–33). El Señor envió a Elías, Su profeta, para advertir a Israel de sus perversos caminos. Este profetizó que una sequía azotaría toda la tierra como consecuencia de la maldad de Acab (1 Reyes 17:1).

Habían transcurrido tres años desde que Elías anunció en la corte de Acab que se desataría una gran sequía, la que ocurrió tal como él lo predijo. El profeta pasó parte de ese periodo junto al arroyo Querit y parte con la viuda de Sarepta (1 Reyes 17:8–24). Cuántas veces no se preguntaría durante aquellos días solitarios qué sería lo siguiente que pensaba hacer Dios para Su pueblo. ¿Escarmentó? ¿Estaría dispuesto a renunciar a sus ídolos? Algún día el Señor pondría fin a la sequía; pero ¿cómo y cuándo?

Cuando la hambruna castigaba más severamente a la región, la palabra del Señor vino a Elías:

—Ve y preséntate ante Acab, que voy a enviar lluvia sobre la tierra (1 Reyes 18:1).

Elías emprendió camino a Samaria, situada a unos 250 km al sur de Sarepta.

Por el camino Elías se encontró con Abdías, mayordomo de la casa de Acab, que buscaba pastos para los caballos y las mulas que todavía quedaban con vida. Abdías era uno de los pocos dirigentes que permanecieron fieles a Dios. Había demostrado su lealtad ocultando a cien profetas de Dios en dos cuevas durante los dos años en que Jezabel se propuso matarlos y les suministró alimento y agua (1 Reyes 18:4).

Al reconocer a Elías, se postró ante él y le dijo:

—Mi señor Elías, ¿de veras es usted?

—Sí, soy yo —respondió—. Ve a decirle a tu amo que aquí estoy (1 Reyes 18:7,8).

No puedo —dijo Abdías, pues temía por su vida—. Tan cierto como que el Señor su Dios vive, no hay nación ni reino adonde mi amo no haya mandado a buscarlo. Y a quienes afirmaban que usted no estaba allí, él los hacía jurar que no lo habían encontrado.

Habían llegado muchos falsos rumores sobre el paradero de Elías, lo que enojó más al rey.

—¡Qué sé yo a dónde lo va a llevar el Espíritu del Señor cuando nos separemos! —intervino Abdías—. Si voy y le digo a Acab que usted está aquí, y luego él no lo encuentra, ¡me matará! (1 Reyes 18:9–14.)

—Tan cierto como que vive el Señor de los Ejércitos a quien sirvo —respondió Elías—, te aseguro que hoy me presentaré ante Acab.

Abdías le creyó y se marchó a caballo para ir a ver al rey (1 Reyes 18:15,16).

Al oír la noticia, Acab fue de inmediato al lugar donde su siervo dijo que encontraría a Elías. Acercándose a él, le enrostró enojado:

—¿Eres tú el que trastorna a Israel?

—Yo no he trastornado a Israel —respondió Elías sin inmutarse—, sino tú y tu casa paterna que han abandonado los mandamientos del Señor y adoran a Baal.

Acab consideraba que Elías, el profeta que pronunciaba el juicio de Dios, era el que trastornaba la nación. No obstante, Elías señaló con acierto que, al irse tras otros dioses, Acab era el verdadero alborotador de Israel.

Elías desafío entonces a Acab:

—Ahora convoca de todas partes al pueblo de Israel, para que se reúna conmigo en el monte Carmelo con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y los cuatrocientos profetas de la diosa Aserá que se sientan a la mesa de Jezabel (1 Reyes 18:18,19).

Dios le había presentado un plan a Elías. Era el momento de una confrontación, pues no es posible la coexistencia pacífica del bien y el mal. El pueblo tendría que decidir de una vez por todas si iba a servir al Dios del Cielo o a los falsos dioses de los cananeos, cuyos ídolos se habían erigido por toda la tierra.

Así pues, el rey envió mensajeros para que convocaran al pueblo y a todos los falsos profetas a reunirse en el monte Carmelo. Miles de hombres, mujeres y niños llegaron al lugar de encuentro. Ninguno tenía muy claro por qué los habían convocado; solo sabían que el rey lo había pedido. Corría el rumor de que Elías estaría allí, pero en los tres años anteriores se habían contado historias similares y Elías no había aparecido. ¿Acaso el mismo rey no lo había andado buscando todo ese tiempo?

La gente se abrió paso hasta la cima del monte Carmelo, de tal modo que las laderas pululaban de gente. De pronto alguien gritó:

—¡Miren! ¡Elías está aquí!

Enseguida corrió la noticia entre la multitud que aguardaba. La gente forzaba la vista para ver al hombre que se atrevió a desafiar al rey.

—¡Silencio! —exclamó alguien— ¡Elías está hablando!

La multitud que se arremolinaba guardó silencio. Entonces, desde la cima de la montaña, se oyó la profunda y atronadora voz que en algún momento se había dejado oír en la corte de Acab.

—¿Hasta cuándo —rugió el profeta— van a seguir indecisos? Si el Dios verdadero es el Señor, deben seguirlo; pero si es Baal, síganlo a él.

Nadie respondió; el pueblo no dijo una sola palabra (1 Reyes 18:21).

—Yo soy el único que ha quedado de los profetas del Señor —continuó Elías—; en cambio, Baal cuenta con cuatrocientos cincuenta profetas. Tráigannos dos novillos. Que escojan ellos uno, lo descuarticen y pongan los pedazos sobre la leña, pero sin prenderle fuego. Yo prepararé el otro novillo y lo pondré sobre la leña, pero tampoco le prenderé fuego. Entonces invocarán ellos el nombre de su dios y yo invocaré el nombre del Señor. El que responda con fuego, ese es el Dios verdadero» (1 Reyes 18:22–24).

—Bien dicho. Nos parece justo —gritó la muchedumbre, deseosa de ser testigo de una confrontación de fuerzas entre dioses rivales. Todos observaban y escuchaban pasmados.

Volviéndose a los profetas de Baal, Elías dijo:

—Ya que ustedes son tantos, escojan uno de los novillos y prepárenlo primero. Invoquen luego el nombre de su dios, pero no prendan fuego.

Deseosos de demostrar que Baal era el dios más poderoso de la tierra, sus profetas tomaron un novillo, lo prepararon y lo pusieron en el altar que habían levantado. Luego imploraron a su dios que enviara fuego para quemar el sacrificio.

—Baal, ¡escúchanos! —vociferaron. Pero no hubo respuesta.

Mientras daban brincos alrededor del altar que habían hecho, gritaban:

—Baal, ¡respóndenos! —pero el fuego no llegó (1 Reyes 18:25,26). 

Pasaron toda la mañana bailando alocadamente y gritando. Al mediodía Elías empezó a provocarlos y burlarse, diciéndoles:

—¡Griten más fuerte! Tal vez esté meditando o esté ocupado o de viaje. ¡A lo mejor se ha quedado dormido y hay que despertarlo!

Así que gritaron más fuerte aún y se sajaron con cuchillos, como era su costumbre, hasta quedar bañados en sangre. Pero todo fue en vano. Pasó el mediodía, llegó la tarde. El sol empezó a hundirse en el mar. Sin embargo, «no se escuchó nada, pues nadie respondió ni prestó atención» (1 Reyes 18:27–29).

Entonces Elías se dirigió de nuevo a la gente que estaba cansada, pues aquel espectáculo había durado todo el día.

—Acérquense —gritó, y la multitud se acercó. Luego miraron todos a Elías mientras reparaba el altar del Señor, que antes estaba en la cima de ese mismo monte pero había sido destruido. Tomó doce piedras, una por cada tribu de Israel. Reconstruyó el altar y cavó una zanja alrededor. Acomodó la leña, cortó el toro en trozos y los puso sobre la leña (1 Reyes 18:30,31). 

Entonces, para sorpresa de todos, Elías dijo:

—Llenen de agua cuatro cántaros y vacíenlos sobre el holocausto y la leña.

 Trajeron el agua y la vertieron sobre el altar. Algunos comentaron:

—¿Pretende él que el sacrificio arderá con toda esa agua encima?

Si Elías lo oyó, no hizo caso.

—¡Háganlo una vez más! —les ordenó, y así lo hicieron.

—Háganlo por tercera vez —reiteró.

Nuevamente el sacrificio quedó empapado de agua, que corría hasta llenar la zanja (1 Reyes 18:32–35). Todo el ambiento quedó saturado de agua, al punto en que nadie hubiera podido alegar que Elías encendió el fuego él mismo. Si la ofrenda se llegaba a consumir en el fuego, tendría que ser obra del Señor.

De pronto, la concurrencia enmudeció mientras Elías alzaba la voz en oración. Todos prestaron atención, incluso los profetas de Baal, que habían dejado de vociferar.

—Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel —exclamó—, que todos sepan hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu siervo y he hecho todo esto en obediencia a tu palabra. ¡Respóndeme, Señor, respóndeme, para que esta gente reconozca que tú, Señor, eres Dios y estás haciendo que su corazón se vuelva a ti! (1 Reyes 18:36,37.)

Apenas hubo terminado de orar cayó del cielo una llamarada. Descendió «el fuego del Señor y quemó el holocausto, la leña, las piedras y el suelo, y hasta lamió el agua de la zanja». La gente aterrorizada se dio cuenta de que aquello era obra de Dios. Todos cayeron al suelo sobre su rostro y exclamaron:

—¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios! (1 Reyes 18:38–40.)

Tras esa gran victoria sobre los falsos profetas y el acto de arrepentimiento de la gente, llovió de nuevo sobre la tierra y terminó la sequía (1 Reyes 18:41–46).

Elías es uno de los profetas más pintorescos de la Biblia y en numerosas ocasiones se hace alusión a él en el Nuevo Testamento. A Juan el Bautista se lo calificó de «Elías», porque vino «en el espíritu y el poder de Elías» como precursor neotestamentario para señalar el camino que conduciría a la venida del Señor (Mateo 11:14; Lucas 1:17). Además, Elías estuvo presente en la transfiguración, junto con Moisés, cuando ambos hablaron con Jesús (Marcos 9:2–7).

La epístola de Santiago destaca a Elías como ejemplo de oración. Aunque era «un hombre con debilidades como las nuestras, con fervor oró que no lloviera y no llovió» y cuando oró para que lloviera, llovió (Santiago 5:17,18). «La oración ferviente de una persona justa tiene mucho poder y da resultados maravillosos» (Santiago 5:16).

 Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en mayo de 2025.

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