El naufragio

febrero 26, 2025

Tesoros

[Shipwrecked]

Julio, un centurión de edad avanzada, aguardaba sentado en un pasillo que daba al despacho del gobernador Festo. Julio había sido oficial del regimiento imperial y hacía muchos años que conocía la Compañía Augusta. Era un veterano soldado fogueado en numerosas campañas y acababa de ser transferido a la guarnición de Cesarea sobre la costa del norte de Palestina para cumplir con su última misión antes de su retiro.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un oficial que lo llamaba:

—Dice el gobernador que pase.

Julio se puso de pie y, llevando el casco bajo el brazo, entró en la sala del gobernador.

—Siéntese, centurión —le dijo el gobernador Festo levantando la vista de los papeles que tenía sobre la mesa—. Supongo que ya le habrán informado sobre su misión de transportar prisioneros. Aquí tiene los papeles con los cargos que se les imputan a los prisioneros que debe llevar a Roma para ser juzgados.

Mientras entregaba a Julio un montón de documentos oficiales, Festo dijo:

—Aquí hay uno más.

Le entregó el último papel y le dijo:

—Deberá llevar también a Roma a un prisionero judío, un tal Pablo de Tarso. Será juzgado por el emperador Nerón en persona.

—¿Qué delito ha cometido? —preguntó Julio.

El gobernador Festo dio un gran suspiro.

—Ese es el problema, no tengo cargos que presentar contra él. Para mí es inocente. Pero los principales sacerdotes y dirigentes judíos de Jerusalén nos han estado presionando para que se lo enviemos para juzgarlo. Al parecer ha quebrantado alguna de sus leyes religiosas. Pero Pablo apeló, pidiendo ser juzgados por el Cesar, en Roma, a fin de no ser enviado a Jerusalén. Se trata de un ciudadano romano, así que no puedo denegar su petición. (Véase Hechos 26:30-32.)

Terminó diciendo:

—Pero trátelo bien, centurión. No será necesario encadenarlo, pero encárguese de que llegue sano y salvo a Roma.

Luego de despedirse, Julio se dirigió al carcelero del palacio, quien le entregó los prisioneros, y acompañado por una docena de soldados romanos los llevó a los muelles de Cesarea. Allí abordaron una nave mercante que se dirigía a la costa del sur de Turquía, que en aquel entonces era una provincia romana. Junto con Pablo viajaban dos de sus compañeros: Lucas y Aristarco (Hechos 27:1-2).

Siguiendo las instrucciones de Festo, Julio fue amable con Pablo, y al día siguiente, cuando la nave atracó en Sidón, en la costa del Líbano, tuvo la bondad de permitirle desembarcar y visitar a los cristianos de la ciudad (Hechos 27:3). En el camino de vuelta al barco, los hermanos le dieron a Pablo provisiones para su largo viaje y acudieron al muelle a despedirlo, mientras la nave se alejaba lentamente del puerto.

Una vez que la nave logró cruzara la extensión de mar abierto que bordeaba la costa sur de Turquía, atracó en una ciudad llamada Mira. Allí el centurión averiguó que había en el puerto una nave de Egipto que se dirigía a Italia. De inmediato todos abordaron la nueva nave (Hechos 27:5-6). La nave era bastante grande: 30 metros de largo y 10 de ancho, y las cubiertas estaban atestadas de viajeros de muchas regiones de Turquía, Palestina y Egipto.

—¿Cuántos pasajeros llevas a bordo? —le preguntó Julio a Máximo Mercurio, el dueño de la nave.

—276 —respondió Máximo—, incluidos los de tu grupo y la tripulación. Pero puede llevar hasta 300 pasajeros.

—¿Y qué carga llevas? —preguntó Julio.

—La carga principal que llevamos en la bodega es trigo del delta del Nilo —respondió Máximo—. Transportamos 250 toneladas de trigo. Y ahora, si me permite, señor, le mostraré su camarote, y así podrá acomodarse para disfrutar de un viaje placentero hasta Roma.

Sin embargo, los vientos cambiaban constantemente. Durante muchos días avanzaron muy poco en su travesía. Los vientos eran tan adversos que les fue imposible continuar cruzando el mar Egeo y se vieron obligados a girar hacia el sur, bordeando la isla de Creta. Sin embargo, incluso allí los vientos eran muy turbulentos y con mucha dificultad arribaron finalmente a un puerto sobre la costa sur de Creta llamado «Buenos Puertos» (Hechos 27:6-8).

Ya se acercaba el fin de año y comenzaban a soplar los rigurosos vientos invernales, así que el capitán, el dueño de la nave, Julio y algunos oficiales de la tripulación se reunieron para evaluar la situación.

—Ya hemos perdido mucho tiempo y estamos a mediados de septiembre —dijo el capitán, con su curtido rostro ensombrecido por la preocupación—. La navegación se ha vuelto muy peligrosa. Sugiero que pasemos el invierno aquí en Creta y dentro de tres meses podremos volver a navegar con tranquilidad.

—Aquí en Buenos Puertos la ensenada está muy desprotegida —alegó Máximo—. No es muy buen lugar para invernar ya que es muy ventoso. Nos conviene navegar bordeando la costa hasta el puerto de Fenice, en el lado oeste de la isla y pasar el invierno allí.

Pablo, como prisionero, no había sido invitado al debate; sin embargo, dio un paso al frente y dijo:

—Señores, he analizado la situación cuidadosamente, y veo que este viaje será catastrófico y ocasionará muchas pérdidas, no sólo de la nave y su carga, sino también de nuestras vidas (Hechos 27:9-10).

Sorprendidos por la interrupción de Pablo, todos enmudecieron por un momento, pero entonces el capitán soltó una carcajada y dijo:

—¡Vaya, aquí hasta los prisioneros tienen opinión!

Todos se reían a carcajadas, pero Pablo llevó a Julio aparte e insistió en que no debían emprender aquella travesía.

Julio respondió:

—El capitán, el dueño del barco y la mayoría de la tripulación piensan que debemos intentar navegar hasta Fenice. Son marinos y saben lo que hacen. Creo que lo mejor será que sigamos sus consejos (Hechos 27:11-12).

Al día siguiente, comenzó a soplar una suave brisa del sur y pensaron que la navegación resultaría serena, así que levaron el ancla, izaron la vela mayor y zarparon hacia el oeste, bordeando la costa. Se encontraban a mitad de camino de Fenice cuando, de repente, se levantó un fuerte viento huracanado procedente de la isla que sacudió la nave con violencia (Hechos 27:13-15).

En pocos minutos, la nave se alejó varios kilómetros de la costa, impulsada por el fuerte viento huracanado.

—¡Que todos los pasajeros desciendan a la bodega! —gritó Máximo, mientras los vientos azotaban la nave con furia y las olas rompían peligrosamente sobre la cubierta.

Empujada por la furia del vendaval, la nave fue arrastrada a alta mar y en poco tiempo dejó atrás la pequeña isla de Clauda, al sur de Creta. Durante un momento, la isla resguardó la nave atenuando la fuerza del viento.

—No creo que la nave aguante estos embates —les gritó Máximo a los marineros—. Será mejor que reforcemos el casco de la nave (Hechos 27:16-17).

Los marineros se abocaron con presteza a la tarea de colocar pesados soportes y refuerzos en el interior del casco, y ni bien habían concluido, la nave abandonó el resguardo temporal de la isla y la furia del viento comenzó a azotarla otra vez. Durante toda la noche los vientos huracanados arrojaron espesas cortinas de agua sobre la cubierta y las olas azotaban la nave. En el interior de la nave, los pasajeros iban echados en el suelo de la bodega, mareados y temblando de miedo.

Al tercer día de tormenta, el nivel del agua se acercaba peligrosamente a la cubierta, por lo que el capitán ordenó que la tripulación tirara los aparejos del barco por la borda. La tempestad continuó desatando su furia durante muchos días y los nubarrones eran tan oscuros que no dejaban ver el sol ni las estrellas. Durante ese tiempo, los pasajeros y la tripulación habían estado sin comer, y en su desesperación se habían resignado a su suerte (Hechos 27:19-20).

Pero aquella noche, Pablo no dejó de rogar desesperadamente al Señor por Su liberación y protección. A la mañana siguiente su rostro irradiaba fe y serenidad. Se puso de pie en medio de la masa de prisioneros y soldados que se hallaban acurrucados en la bodega de la nave y gritó:

—Deberían haber seguido mi consejo de no zarpar de Creta. De haberlo hecho, no estaríamos sufriendo estas calamidades. ¡Pero a pesar de todo, quiero pedirles que tengan valor! Ninguno de nosotros perderá la vida, solo se perderá el barco. Porque anoche se me apareció un ángel de Dios y me dijo: «No temas, Pablo. Es necesario que comparezcas ante César, y Dios ha tenido a bien proteger la vida de todos los que navegan contigo». ¡Así que ármense de valor, señores! Confío plenamente en que Dios hará que todo suceda exactamente como me lo ha dicho (Hechos 27:21-25).

Era pasada la medianoche del decimocuarto día de tormenta, y mientras continuaban a la deriva en el mar Adriático, el viento y la lluvia no daban señales de amainar. De hecho, había sido un verdadero milagro que sobrevivieran tanto tiempo. Sin duda Dios los estaba llevando a Malta con el propósito de convertir aquella isla en uno de los primeros países cristianos del mundo.

Cuando Pablo subió a cubierta, notó que los marineros hablaban muy animados. Sospechaban que se encontraban cerca de tierra firme. Echaron al agua una sonda y descubrieron que la profundidad era de solamente 20 brazas (40 metros). Poco después volvieron a sondear la profundidad y solo encontraron 15 brazas (30 metros).

Temiendo que la nave se despedazara contra las salientes rocosas de la costa, bajaron cuatro anclas por la popa y oraron fervientemente para que se hiciera de día (Hechos 27:27-29). Los marineros estaban tan atemorizados que decidieron abandonar la nave subrepticiamente utilizando el bote salvavidas para llegar hasta la costa. Fingieron que se disponían a echar anclas desde la proa y en cambio bajaron el bote al agua.

Dios le reveló a Pablo las intenciones de los marineros y advirtió a Julio y a los soldados:

—¡Si esos hombres no permanecen en la nave, ustedes no sobrevivirán!

A esas alturas, el centurión se había dado cuenta de que más les valía escuchar los consejos de Pablo, y ordenó a sus soldados que cortaran las cuerdas con las que bajaban el bote. Este cayó al mar y se fue a la deriva (Hechos 27:30-32).

Al amanecer, Pablo se levantó y dijo a todos:

—Durante catorce días han vivido en constante zozobra, y nadie ha probado bocado. Es hora de que coman algo para que tengan fuerzas suficientes para sobrevivir. ¡No se preocupen! Ninguno perderá un solo cabello (Hechos 27:33-34).

Cuando hubo terminado de hablar, Pablo tomó pan, dio gracias a Dios ante ellos y comió. Aquello inspiró fe a los demás y todos comieron algo. Cuando habían terminado, el capitán le dijo a Máximo:

—Si queremos llegar a la costa, tendremos que echar por la borda todo el grano.

Durante las horas que siguieron, todos se dedicaron a arrojar por la borda saco tras saco de trigo egipcio (Hechos 27:35-38).

Poco después de haber terminado llegó el amanecer y divisaron una ensenada y la playa, donde decidieron hacer llegar la nave. Pero la nave encalló en un banco de arena y la popa se despedazaba por el violento choque de las olas (Hechos 27:39-41).

Como se encontraban muy cerca de la playa, los marineros y los pasajeros se prepararon para saltar al agua y nadar hasta la costa. Pero varios de los soldados romanos desenvainaron sus espadas y dijeron a Julio:

—Centurión, será mejor que matemos a todos los prisioneros. De lo contrario tal vez escapen al llegar a la playa.

Julio sabía muy bien que aquellos prisioneros eran hombres muy peligrosos, pero por salvar a Pablo, que también era prisionero, les gritó:

—¡No, guarden sus espadas!

Volviéndose a los prisioneros, Julio les ordenó que los que supieran nadar saltaran al agua y nadaran hasta la costa. Luego señaló los pedazos de madera que habían sido arrancados de la nave por las olas y gritó:

—El resto que se aferre a esos maderos y floten hasta la costa (Hechos 27:42-44).

Así fue que, tal como el Señor le había dicho a Pablo, todos llegaron a salvo a la costa y no se perdió ni una sola vida. Enseguida descubrieron que se encontraban en la isla de Malta, y muy pronto los nativos que vivían cerca de la costa, al ver el gran naufragio, bajaron a la playa a ayudarles. Llovía y el frío era intenso, por lo que hicieron una hoguera para darles la bienvenida.

Pablo les ayudó a buscar leña, y al arrojar su manojo de ramas al fuego, inesperadamente saltó una serpiente venenosa huyendo del calor y le mordió la mano. Al ver la serpiente colgando de su mano, los nativos dieron un salto hacia atrás y se dijeron:

—Sin duda este hombre es un asesino pues, aunque se salvó del mar, la justicia divina no va a consentir que siga con vida (Hechos 28:1-4).

Pero Pablo, con toda serenidad, se sacudió la víbora arrojándola al fuego y no sufrió daño alguno. Los nativos esperaban que se hinchara y cayera muerto, pero luego de aguardar un buen rato, cambiaron de parecer y comenzaron a susurrar entre ellos que debía ser un dios. Para entonces, Julio estaba convencido de que el Dios de Pablo era el único y verdadero Dios (Hechos 28:5-6).

Muy cerca de la playa donde habían naufragado se encontraba la quinta de Publio, el gobernador romano de la isla que, al enterarse de la catástrofe, los llevó a su finca y los alojó allí durante tres días. El padre de Publio se encontraba en cama con fiebre y disentería, y al enterarse Pablo, entró en su habitación y oró por él imponiéndole las manos, e inmediatamente se sanó (Hechos 28:7-8).

Pasaron los tres meses del invierno en Malta y, durante ese tiempo, Pablo testificó por toda la isla, convirtiendo a gran cantidad de nativos al Señor y enseñando a los nuevos conversos a vivir una vida cristiana. Al cabo de los tres meses cuando zarparon para Roma, como muestra de gratitud, la gente le hizo a Pablo y a sus amigos muchos regalos y les dieron todas las provisiones que necesitaban para el viaje (Hechos 28:9-10).

Julio cumplió su misión de llevar a Pablo a Roma, como se le había ordenado. Pero aquí no termina nuestro relato. Incluso estando bajo vigilancia en Roma, Pablo vivió durante dos años en una casa alquilada y todos los días desde la mañana hasta la tarde, lleno de valentía y sin impedimento alguno, divulgaba el reino de Dios y enseñaba sobre el Señor Jesucristo (Hechos 28:30-31).

Los cristianos muchas veces padecemos desgracias, contratiempos y esperas, y nos preguntamos por qué Dios lo permite. Pero la Biblia nos promete que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Romanos 8:28), y en aquel caso Pablo se dirigía a Roma, a prisión, y el naufragio fue parte del plan de Dios para que predicara el Evangelio y convirtiera a muchos en Malta a la fe cristiana, haciendo que la isla fuera una de las primeras colonias romanas en abrazar el cristianismo.

Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en febrero de 2025.

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