La parábola de los talentos

enero 15, 2025

Mara Hodler

[The Parable of the Talents]

Una amiga mía es madre de una niña de 12 años, llamada Jenny, que participa en un programa de gimnasia de alto rendimiento. Entrena 16 horas a la semana. En otras palabras, cuatro veces a la semana, su madre la recoge del colegio a las 3:30 de la tarde y la lleva al centro de gimnasia, donde practica hasta las 8 de la tarde. Las tareas del colegio las hace en el coche de camino al gimnasio o tarde por la noche después de las prácticas. Cena en el coche de camino a casa.

La inscripción en el programa fue idea de Jenny. Su familia no la motivó a hacerlo. A ella le encanta la gimnasia y busca practicarla al máximo de su capacidad. Antes de inscribirse en el programa intensivo, practicó durante años de cuatro a ocho horas a la semana. Había ganado numerosas medallas y era considerada la mejor gimnasta de su edad en la localidad. El año pasado se propuso obtener una beca universitaria y para ello se inscribió en el programa de alto rendimiento.

Después de varios meses en el programa, admitió que es muy difícil. Algunos días solo desea salir con sus amigas como hacen las otras chicas de su edad, en vez de realizar contorsiones sobre la barra de manos hasta quedar exhausta. A veces se frustra ante la carga combinada de obtener buenas notas en el colegio y progresar en la gimnasia. Otro desafío adicional es que pasó de avanzada en su nivel a principiante en un nivel superior. Sus entrenadores tienen grandes expectativas. Su misión no es enseñar a niñas a hacer volteretas, sino entrenar a gimnastas profesionales, que compiten y ganan.

Para ser sinceros, resulta muy pesado para una niña de 12 años. ¿Qué la motiva? La consecución de un sueño. Ella ha elegido la excelencia. Ha optado por tomar su talento y convertirlo en una habilidad. Aunque ahora resulta difícil, dudo mucho que se arrepienta de su decisión. Nunca llegará el día en que se diga: «Me pregunto si podría haber hecho algo más con mis habilidades gimnásticas. Me pregunto si perdí una oportunidad».

Muchos no sentimos deseos de exigirnos para alcanzar la excelencia. No me malinterpreten. Nos encanta la idea —el sueño—, pero la sola imagen de la entrega, la disciplina y el trabajo arduo que se requieren para alcanzar ese ideal basta para disuadirnos. Nos convencemos a nosotros mismos de no ir en pos de nuestros sueños y de lo que nos apasiona. Nos decimos: «Es demasiado trabajo». Pero la verdad es que cada uno de nosotros encierra la capacidad de alcanzar la excelencia y desarrollar nuestras habilidades para ser nuestra mejor versión, para alcanzar lo sobresaliente. Solo tenemos que entregarnos de lleno.

Es muy interesante el relato de Jesús sobre este tema: la parábola de los talentos. Cierto hombre acaudalado iba a salir de viaje. Llamó a sus tres siervos de mayor confianza y les explicó su deseo de que ellos cuidaran de sus posesiones en su ausencia. Salta a la vista que conocía su personalidad y habilidades, puesto que —en conformidad a dicho conocimiento— le hace entrega a cada uno de cierta cantidad de talentos.

Al primero le dio cinco talentos. Al segundo, dos. Al último, solo uno. Ahora bien, no se trataba de un par de moneditas que podrían estar en un monedero. Un talento equivalía a unos 36 kilos de plata. En vil metal, tendría un valor cifrado en cerca de 6.000 denarios. Suponía las ganancias de 20 años de trabajo para la mayoría de las personas. No es de extrañar que se denominara el valor de una vida. Existen casos de criminales condenados que pagaron su libertad con un talento. En resumidas cuentas, la obtención de cinco talentos era una oportunidad sin igual. Incluso recibir un talento no era poca cosa.

El caballero acaudalado se ausentó por un tiempo, y a su regreso inquirió a sus sirvientes sobre el destino de sus riquezas. La respuesta del primer sirviente fue: «Señor, me confiaste cinco talentos. Los he invertido y con ellos he ganado el doble». El millonario se alegró con su siervo y le contestó: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Entra en el gozo de tu señor».

El segundo sirviente también había reunido el doble de la cantidad invertida y recibió la misma respuesta por parte de su amo. Pero el tercer sirviente tenía una respuesta distinta: «Tuve miedo y escondí tu dinero en la tierra. Aquí tienes lo que es tuyo».

Las palabras que le dirigió su señor carecieron de toda simpatía. Le espetó: «Siervo malo y negligente, debías haber dado mi dinero a los banqueros y, al venir yo, hubiera recibido lo que es mío más los intereses. Así que quítenle ese talento y dénselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará, y tendrá más, pero al que no tiene, aún lo poco que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, échenlo en las tinieblas de afuera».

El tercer siervo había elegido la ruta más segura. Había escondido el talento con miras a que estuviera intacto al regreso de su señor. Pero el caballero deseaba que su siervo empleara el talento de alguna manera. (La parábola de los talentos se encuentra en Mateo 25:14–30 y Lucas 19:12–27.)

Me parece que al millonario no le interesaba la cantidad que tenía cada sirviente al momento de su partida, sino lo que habían hecho con el dinero prestado. Algunos estudiosos aseguran que el empleo actual de la palabra talento proviene de esa parábola. Talento se refiere a un don, habilidad o destreza. Cuando leemos la parábola en ese contexto, salta a la vista que Dios espera que empleemos los dones, talentos y habilidades que nos ha encomendado.

Admiro a Jenny por la manera en que emplea su talento. Sé que las enseñanzas que le dejan la disciplina, el sacrificio y la entrega serán muy valiosas para ella.

Inviertan en los talentos o habilidades que Dios les ha dado y les ha pedido que desarrollen. Háganlos crecer para la gloria de Dios. Y al final del recorrido de la vida, le escucharán decir: «Bien hecho».

Adaptado de Solo1cosa, textos cristianos para la formación del carácter de los jóvenes.

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