diciembre 4, 2024
[An Officer and a Gentile Man]
La acción transcurrió aproximadamente en el año 38 D.C., en Cesarea, la capital de Palestina para los romanos. Cesarea, así llamada en honor a César Augusto, había sido construida por Herodes el Grande hacía 50 años nada más. Estaba tan bien construida que era considerada una de las ciudades más bellas del Imperio Romano, con frecuencia mencionada como «la pequeña Roma».
Como Cesarea era la sede del gobierno, donde tenían sus residencias oficiales el gobernador romano y el propio rey Herodes Agripa, la guarnición de la ciudad consistía en una cohorte de 600 hombres del ejército romano a la que llamaban «la Italiana». Dicho cuerpo militar estaba formado por seis compañías de cien hombres cada una, a cuyo cargo se encontraban seis centuriones. Cornelio, el protagonista de este relato de la Biblia era un centurión y miembro de la cohorte llamada la Italiana, y tenía a 100 hombres bajo sus órdenes.
A los centuriones les pagaban hasta cinco veces el salario de un soldado común, así que Cornelio era una persona acaudalada y de mucho prestigio. Era un oficial romano leal; pero en vez de adorar a los dioses paganos de Roma, él y toda su familia adoraban al verdadero Dios de Israel. Ese es el contexto de esta novedosa historia que se encuentra en el capítulo 10 de Hechos del Nuevo Testamento.
Rondando las 3 de la tarde, un esclavo romano entró a la sala donde el centurión Cornelio estudiaba sus informes de seguridad. Cornelio levantó la vista.
—Aristarco, ¡ya has vuelto! ¿Llevaste el dinero a esa pobre familia judía?
—Sí, señor —respondió el sirviente—. Lo agradecieron mucho y me pidieron que le dijera que su donativo los ayudó mucho.
Cornelio sonrió y dijo:
—Diles que le den las gracias a Dios, el que me ha bendecido con tantas riquezas. Mal llamado creyente sería yo si no compartiese las bendiciones materiales con los que las necesitan. Mira, me han informado que se acaba de morir el padre de una familia que vive cerca del puerto. Llévales este dinero y esta carta de consuelo a la viuda y su familia.
Aristarco contó el dinero cuidadosamente y luego dijo:
—¡Es usted muy generoso, señor! Toda Cesarea habla de su generosidad.
Cornelio esperó hasta que se fue su fiel criado. Luego, llamó al guardia que estaba en la puerta:
—Encárgate de que nadie me moleste durante una hora, voy a estar orando (Hechos 10:1–3). Pero cuando todavía no había transcurrido media hora, de pronto las grandes puertas de la sala se abrieron. El centinela dio un salto causado por la sorpresa. Cornelio salió a toda prisa, ¡visiblemente conmovido y llamando a voces a sus dos criados para que vinieran de inmediato!
Temiendo que hubiese surgido algún asunto urgente relacionado con la seguridad, el guardia, nervioso y con la mano en la espada, le preguntó:
—¿Qué pasa, señor?
Los criados acudieron corriendo por el pasillo. Cornelio los hizo pasar a su sala y también le hizo señas al guardia diciéndole:
—¡Entra tú también!
Los dos criados y el soldado escucharon con mucha atención a Cornelio mientras éste, que iba y venía de un lado a otro de la sala, les contaba con mucha emoción lo que había ocurrido. Luego añadió:
—Como todos ustedes son creyentes, estoy seguro de que puedo confiarles esta importante misión. Mañana mismo, justo antes del amanecer, partirán para Jope a caballo. Queda a apenas 55 kilómetros de aquí por el camino de la costa (Hechos 10:7–8).
Eran aproximadamente las doce y media del día siguiente cuando los tres hombres llegaron a las afueras de Jope, una polvorienta ciudad portuaria judía. En la pequeña ciudad había tranquilidad y silencio bajo el ardiente sol del mediodía. Tras averiguar la dirección a donde debían dirigirse, los tres hombres bajaron por las calles empedradas en dirección al mar. Al cabo de pocos minutos llegaron a la puerta de una casona deteriorada. Cerca de allí, vieron el Mediterráneo y las gaviotas que revoloteaban sobre los embarcaderos a los que estaban atracados barcos mercantes romanos y pequeños botes de pesca. Desde el exterior de la casa ya se distinguía el aroma de la comida que estaban preparando, mezclado con un fuerte olor a cuero curtido.
Uno de los hombres llamó a la puerta y preguntó:
—¿Vive aquí Simón el curtidor?
La puerta de la casa se abrió de golpe. Vieron a Simón, que se limpiaba las manos en el sucio y grasiento delantal que llevaba puesto. Con cierta inquietud observó a los hombres que estaban a la puerta de su casa: dos hombres vestidos con túnicas romanas; y detrás de ellos, un soldado romano, armado y equipado, lanza en mano.
—Sí, soy yo. ¿Qué desean? —inquirió.
—¿Se hospeda en su casa un tal Simón Pedro? —le preguntaron los hombres.
Simón el curtidor hizo una pausa, sin saber qué responder y preguntándose si su huésped estaría en apuros. De repente, un hombre fuerte y corpulento, ataviado con ropas simples y toscas y con la barba y el cabello algo canosos, se asomó por la puerta detrás de Simón. Con voz que reflejaba autoridad, anunció:
—Yo soy el hombre a quien buscan. ¿En qué les puedo servir?
Los romanos respondieron:
—Cornelio el centurión, hombre honrado, temeroso de Dios, y de buena reputación entre la comunidad judía, ha recibido instrucciones de un ángel de Dios, de llamarte a su casa. Él escuchará atentamente todo lo que le digas.
¡Qué presentación tan poco habitual! Sin embargo, Pedro no se sorprendió; dio un paso hacia adelante y, abriendo las puertas de par en par, les invitó a entrar (Hechos 10:21–23).
Una vez dentro, aquellos extraños dijeron emocionados a Pedro lo que le había pasado al centurión Cornelio el día anterior mientras oraba en su casa hacia las tres de la tarde. Le dijeron que de pronto, un ángel con vestiduras blancas relucientes se le había aparecido y le había dicho: «Tus oraciones y las limosnas que has dado a los pobres han sido recordadas delante de Dios. Envía ahora hombres a Jope, y haz venir a un tal Simón Pedro, el cual se hospeda en casa de Simón el curtidor, junto al mar» (Hechos 10:3–6).
Con la mirada fija en aquellos desconocidos, Pedro contó:
—Hace un minuto estaba orando en la azotea y el Señor me dijo que bajara porque había tres hombres que me buscaban. También me dijo que Él los había enviado ¡y que no dudara en irme con ustedes! (Hechos 10:17–20).
La noticia de esta sorprendente visita se extendió rápidamente por la ciudad y enseguida la casa se llenó de cristianos de Jope. Esa misma noche decidieron que seis de ellos acompañarían a Pedro y a los romanos a Cesarea. Al amanecer del día siguiente, emprendieron el viaje. Poco después del mediodía divisaron los bellos edificios de Cesarea, sede del gobierno romano. En esa ciudad había un extenso puerto construido con grandes bloques de piedra, en cuyas aguas se mecían galeras romanas y donde barcos descargaban mercaderías que llegaban de lejanas tierras.
Tras atravesar la ciudad, el grupo llegó a una villa. Al llegar a la casa, un esclavo prontamente les abrió las puertas y los dejó esperando mientras iba a dar aviso a su amo. Pedro observó los mosaicos y las pinturas murales que adornaban la casa, y por un momento se sintió fuera de lugar en tan elegante residencia.
Cornelio los esperaba. Al ver a Pedro, se postró a sus pies en señal de reverencia. Sin embargo, Pedro extendiéndole una mano, le dijo:
—Ponte de pie. No soy más que un hombre.
Entonces, Cornelio se levantó, saludó a Pedro y a sus compañeros y comenzó a hablar con ellos mientras los conducía al salón de banquetes. Pedro miró a su alrededor con sorpresa, pues la sala estaba repleta de nobles romanos y soldados, y también de hombres y mujeres de todas las edades.
—Estos son mis parientes y amigos —explicó Cornelio—. Yo sabía cuánto les interesaría escuchar lo que nos vas a decir, así que los invité (Hechos 10:24-27).
Pedro, mirando a los presentes, dijo:
—Ustedes saben muy bien que nuestra ley prohíbe que un judío se asocie con un gentil o que entre en su casa. ¡Pero Dios me ha mostrado que no llame común o inmundo a ningún hombre! Así pues, al ser llamado vine sin poner objeciones. ¿Me permiten que les pregunte por qué me han llamado? (Hechos 10:28–29).
Entonces Cornelio explicó que había tenido una visión en la que el ángel le había dicho que mandara llamar a Pedro, pues este le diría cómo podían salvarse él y toda su casa. Luego agregó:
—Así que aquí estamos, en la presencia de Dios, dispuestos a escuchar todo lo que el Señor te ha mandado que nos digas (Hechos 10:30–33).
Entonces Pedro comenzó a hablar:
—Seguramente ustedes saben lo que ha ocurrido por toda Judea, empezando desde Galilea, cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y que Jesús fue por todas partes haciendo bien y curando a la gente.
Claro que Cornelio estaba enterado de que hacía menos de 10 años Poncio Pilato —el anterior gobernador romano—, había sentenciado a Jesucristo a morir en la cruz. Como él era un centurión romano, necesitaba estar al tanto de todo lo que ocurría en el país. También había oído hablar de Jesús, que había sido un gran maestro; pero no conocía Su mensaje de salvación.
Señalándose a sí mismo y a los otros seis judíos barbudos toscamente vestidos que lo acompañaban, Pedro dijo:
—Nosotros somos testigos presenciales de todo lo que Jesús hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. Le dieron muerte por crucifixión; ¡pero Dios lo resucitó al tercer día!
Pedro hablaba con tanta autoridad y convicción que todos los asistentes escuchaban con mucha atención, pendientes de cada palabra.
—Y nosotros lo vimos —agregó Pedro—. Comimos y bebimos con Él después de que se levantó de los muertos.
Y mirando a todos los nobles y oficiales asistentes, Pedro añadió:
—Y todos los que creen en Él reciben perdón de pecados por Su nombre (Hechos 10:37–43).
Eso era lo que habían estado buscando. Querían saber cómo obtener el perdón de sus pecados y reconciliarse con Dios. En aquel momento, todos los presentes creyeron, abrieron su corazón a Jesús, ¡y experimentaron un milagroso renacimiento espiritual! Mientras Pedro todavía decía aquellas palabras, el Espíritu Santo descendió sobre ellos, y prorrumpieron en jubilosas alabanzas a Dios (Hechos 10:44).
Y los creyentes que habían ido con Pedro quedaron asombrados al ver que el don del Espíritu Santo también era derramado sobre los gentiles. Luego Pedro declaró:
—¿Puede acaso alguien negar el agua para que sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo lo mismo que nosotros?
Y mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo (Hechos 10:47,48).
¡Una total transformación se había producido aquel día en la vida de Cornelio y en la de toda su casa, familiares y amigos! Gracias al poder del Espíritu de Dios, todos «volvieron a nacer» por medio de la fe en Jesús. Cornelio suplicó a Pedro y sus amigos que se quedaran unos días en su casa para iniciarlos en su nueva vida y enseñarles de qué manera ellos —como nobles y oficiales del ejército romano— debían vivir su fe cristiana. Así pues, Pedro y sus compañeros se quedaron varios días con ellos para enseñarles. Cuando se marcharon, entre los dirigentes romanos de Cesarea ya se había establecido un nuevo y fuerte grupo de cristianos.
Como en el caso de tantas personas en el mundo actual, Cornelio había oído hablar de Jesús. Sabía que era un buen hombre, un gran maestro que sanaba y ayudaba a la gente. Lo que desconocía era que Jesús había muerto en la cruz por sus pecados y para reconciliarlo con Dios. Jesús había abierto el camino para que Cornelio se convirtiera en un hijo de Dios y recibiera el regalo de la salvación eterna prometida a todos los que recibieran a Jesús (Juan 1:12; 1 Pedro 2:24,25).
Aquel suceso fue monumental en la historia de la iglesia primitiva, pues por medio de la salvación de Cornelio, de sus amigos y de su familia, Dios reveló a los apóstoles y a todos los seguidores de Judea que los gentiles también podían recibir la Palabra de Dios y ser cristianos (Hechos 11:1). El regalo de la salvación que nos entrega Dios por medio de la fe en Cristo es para todas las personas. «Porque de tal manera amó Dios al mundo [y a todas las personas que hay en él], que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16).
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en diciembre de 2024.
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