septiembre 18, 2024
[Not Just Adam and Eve]
En ocasiones, al ver una situación censurable en el mundo, como un horrendo acto de odio o violencia —resultado del pecado y del mal—, pienso: Ojalá Adán y Eva nunca se hubieran comido la manzana. Ojalá nunca hubieran traído el mal al mundo. Me encantaría no vivir en un mundo destruido y caído en desgracia (Génesis 3:6-19).
El huerto del Edén era un paraíso. Me gusta imaginar que la hierba era lustrosa y verde, pero no picaba. El sol brillaba, pero nunca hacía demasiado calor. El mundo rebosaba de belleza natural, pero nada estaba sucio ni pudriéndose. No existían los ricos y los pobres ni los dueños y los esclavos. Nadie tenía de más y a nadie le faltaba.
Hasta que alguien le dio un mordisco al fruto prohibido y el mundo se hizo trizas. El pecado entró al mundo, trayendo consigo la enfermedad, la muerte y el sufrimiento. Desde entonces, el hombre ha luchado y sufrido. Ha padecido los elementos del frío, el calor, las sequías, las inundaciones, los terremotos, las tormentas y los incendios. La humanidad ha sufrido a manos de sí misma guerras, enemistad, esclavitud, codicia, opresión, decepción y numerosos actos pecaminosos. Hay enfermedades y dolor, nuestro cuerpo muere.
Al considerar las consecuencias de la decisión que tomaron Adán y Eva de desobedecer a Dios, podemos sentir la tentación de lamentar y pensar en cómo habrían sido las cosas si eso no hubiera sucedido. Pero sabemos que Dios es omnisciente y conoce el futuro (Isaías 46:10). Él creó a Adán y Eva a Su imagen y con libre albedrío, y ellos tomaron la decisión equivocada y el pecado entró en el mundo. Como seres humanos creados a imagen de Dios, también recibimos el regalo del libre albedrío, y Dios nos ha dado la libertad y la responsabilidad de elegir entre amarle y obedecerle a Él o escoger hacerlo a nuestra manera y desobedecerle.
Cuando yo era niña, mi familia y yo solíamos visitar una heladería. Era nuestra favorita. Todavía estaba aprendiendo a comer un cono de helado sin hacer un desastre. Mis padres no me regañaban, pero todas las veces me decían: «No muerdas la punta del cono del helado». Mi sentido de la lógica aún no había evolucionado y sentía una enorme curiosidad sobre el motivo por el que no podía morder la punta del cono.
Cierto día, después de una tarde haciendo recados, mi madre nos llevó a disfrutar de un helado camino a casa. El plan era comer el helado mientras caminábamos. Mi hermana y yo estábamos encantadas. Pedí un cono de mi helado favorito, en ese entonces era el de chocolate y nueces. De camino a casa caí en la cuenta de que nuestro papá no estaba con nosotras y que era el momento más propicio para llevar a cabo mi pequeño experimento, y mordí la punta del cono llena de emoción.
Segundos después comprendí —al ver gotas de helado deslizarse por la parte inferior de mi cono— que aquella mordida había arruinado el camino a casa comiendo helado. El helado me caía en la ropa y en los zapatos, y al final tuve que tirarlo. Ese día aprendí una importante lección: nuestras decisiones tienen consecuencias.
Al recordar esa experiencia, diría que me comporté de manera similar a Adán y Eva en el huerto del Edén. Se les dijo que no comieran de aquel fruto, y sin embargo lo hicieron, asumiendo que sabían más que Dios, en lugar de confiar en que Dios tenía buenos motivos para decirles que no comieran de dicho fruto. Del mismo modo, a mí me dijeron que no mordiera la punta del cono, y sin embargo la mordí. Mi corazón y el de ellos, todos fueron creados con las mismas inclinaciones y características humanas.
No puedo atribuir exclusivamente a Adán y Eva nuestra desesperada necesidad de un Salvador. Como seres humanos tenemos que reconocer nuestra responsabilidad personal y que todos somos igual de pecadores que Adán y Eva. «Como está escrito: No hay justo, ni aún uno. […] Todos se desviaron. […] No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Romanos 3:10-12). «Pues todos hemos pecado; nadie puede alcanzar la meta gloriosa establecida por Dios» (Romanos 3:23). «Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 6:23).
Saber que no es solo cuestión de haber nacido en un período del mundo posterior al conocimiento del mal, sino que nosotros mismos somos pecadores con una necesidad desesperada de salvación, debería hacernos sentir agradecidos eternamente por el regalo divino de la salvación. Dios tenía un plan para nuestra redención. La Biblia nos dice que «Dios pagó un rescate para salvarlos de la vida vacía que heredaron de sus antepasados», fue pagado «con la preciosa sangre de Cristo», Él lo planeó «mucho antes de que comenzara el mundo» (1 Pedro 1:18-20).
Cuando Jesús levantó Su cruz e inició el tortuoso camino hacia el Calvario, cuando permitió que lo clavaran y mataran, fue por cada uno de nosotros y a causa de cada uno de nosotros. Y cuando resucitó de manera triunfante sobre el pecado y la muerte, cambió nuestra eternidad. ¿No es increíble?
Toda la vida he sabido que estoy salvada y he comprendido que Jesús me ama y que perdonó mis pecados y errores, y a través de Su muerte me ha reconciliado con Dios. Pero cuando hace poco entendí cuán parecida soy a Adán y Eva, adquirí una mayor percepción del sacrificio y muerte de Jesús en la cruz por mí, y del gozo de mi salvación.
No podemos apreciar por entero el gozo de nuestra salvación hasta comprender la realidad de que estaríamos perdidos en el pecado sin la gracia y el amor de Dios. (Efesios 2:1-8). ¡Que hoy mismo se renueve y restaure en ti el gozo de tu salvación! (Salmo 51:12).
Cuando pienso en todo esto, caigo de rodillas y elevo una oración al Padre, el Creador de todo lo que existe en el cielo y en la tierra. Pido en oración que, de Sus gloriosos e inagotables recursos, los fortalezca con poder en el ser interior por medio de Su Espíritu. Entonces Cristo habitará en el corazón de ustedes a medida que confíen en Él. Espero que puedan comprender, como corresponde a todo el pueblo de Dios, cuán ancho, cuán largo, cuán alto y cuán profundo es Su amor. Efesios 3:14-18
Adaptación de un podcast de Solo1cosa, textos cristianos para la formación del carácter de los jóvenes.
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