Refrenar la ira (Salmo 37:8)

julio 25, 2024

Tesoros

[Refraining from Anger (Psalm 37:8)]

Un poeta y compositor de himnos poco conocido escribió:

A uno que es mi amigo,
hablé airado con brusquedad,
y le produjo una herida
que cicatrizó con dificultad.

Por palabras poco amables,
cuántos corazones son heridos;
¡por no reparar en las consecuencias,
cuántos amigos perdidos!

Pero una palabra o acto de bondad
en los corazones crecerá;
llevará un gozo indescriptible,
cien veces más rendirá.
  C. A. Lufburrow

Cuán cierto es el dicho: «La ira de hoy es el remordimiento de mañana». Con cuánto pesar nos lamentamos de las cosas que hemos dicho en un arrebato de enojo, de palabras que hubiéramos preferido no decir nunca. Como Matthew Henry (1662–1714) escribió: «Cuando Caín tenía la ira en el corazón, no faltaba mucho para el crimen». Cuando nos dejamos llevar por la ira, el dominio propio está en su nivel más bajo, la razón disminuye y se disipa la voz del sentido común.

Cuando Moisés mató a un egipcio y tuvo que huir para salvar la vida, lo hizo en un arrebato repentino de cólera (Éxodo 2:11–15). Entonces tuvo que pasar 40 años cuidando paciente y humildemente ovejas en parajes solitarios, donde tuvo tiempo para escuchar la voz de Dios en vez de dejarse llevar por sus propios impulsos antes de estar preparado para la lenta y laboriosa misión de librar a los hebreos de los egipcios, la cual requería mucha paciencia.

La Biblia habla mucho de la ira y de no permitir que nuestras acciones se guíen por ella. El libro de Eclesiastés dice: «No te apresures en tu corazón a enojarte, porque el enojo reposa en el seno de los necios» (Eclesiastés 7:9). En Colosenses se nos pide que hagamos «morir lo terrenal» y que dejemos la ira y el enojo, y nos vistamos […] como escogidos de Dios, «de profunda compasión, de benignidad, de humildad, de mansedumbre y de paciencia» (Colosenses 3:5–12).

Aunque Jesús enseñó que enojarse con un hermano o hermana conduciría a juicio (Mateo 5:22), el Nuevo Testamento también dice que en varias ocasiones Jesús se llenó con indignación justa. En el capítulo 3 de Marcos dice que Jesús entró en una sinagoga judía y encontró a un hombre con una mano seca o paralizada. Algunos de sus enemigos religiosos observaban atentamente para ver si desobedecía sus leyes curando a aquel hombre en el día de reposo (sábado).

Jesús le ordenó al hombre de la mano seca: «Levántate delante de todos.» Entonces, volviéndose a los religiosos, les preguntó: «¿Qué es lo lícito en los días de reposo? ¿Hacer el bien o hacer el mal? ¿Salvar la vida o quitarla?»

Esta pregunta los dejó en silencio. «Mirándolos en derredor con enojo, dolorido por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: “Extiende tu mano”. Y la extendió, y su mano le fue restaurada» (Marcos 3:1–5). Jesús se enojó y estaba entristecido por la hipocresía y dureza de corazón de Sus acusadores.

Otra ocasión en que la Biblia dice que Jesús manifestó Su desagrado fue cuando le llevaron niños para que les impusiera las manos y bendijera. Pero sus discípulos reprendieron y trataron de echar a los que habían llevado a los niños. «Al verlo, Jesús se indignó y les dijo: “Dejen a los niños venir a Mí, y no los impidan porque de los tales es el reino de Dios» (Marcos 10:13,14).

El máximo ejemplo de la indignación justa de Jesús fue cuando vio que los comerciantes y cambistas les robaban a los pobres y los explotaban en nombre de Dios; hizo un látigo, irrumpió en el templo y expulsó a los cambistas, volcó sus mesas, desparramó su dinero y los reprendió a voces diciendo: «Mi casa será llamada casa de oración», pero ustedes la han convertido en «cueva de ladrones» (Mateo 21:12,13; Juan 2:14–16).

La Palabra de Dios dice: «Los que aman al Señor aborrezcan el mal» (Salmo 97:10), y: «El temor del Señor es aborrecer el mal» (Proverbios 8:13). Si de verdad amamos y tememos al Señor no nos quedaremos sin hacer nada ni guardaremos silencio ni seremos pasivos ante el mal, el pecado y las injusticias. La Biblia nos dice que «la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que con injusticia restringen la verdad» (Romanos 1:18).

Sin embargo, hay una gran diferencia entre la ira de Dios y la justa indignación de Jesús y nuestra ira humana, de la que la Biblia dice: «La ira del hombre no obra la justicia de Dios» (Santiago 1:20). Es triste decirlo, pero no nos enojamos generalmente por razones tan nobles como las arriba mencionadas. Con frecuencia nuestra ira es fruto de que estamos preocupados por nosotros mismos, o cuando nosotros o personas que amamos hemos sido menospreciados o maltratados, o cuando se nos agotó la paciencia y nos exasperamos, molestamos y enojamos.

Cuando nos damos cuenta y reconocemos que nos estamos enojando o alterando, es importante que hagamos un gran esfuerzo por dominar tales emociones en vez de dejar que se desboquen en forma de palabras o acciones incontroladas. La Biblia dice: «Cada uno sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para la ira» (Santiago 1:19).

Ser «pronto para oír» significa escuchar con paciencia, pensar y orar a fin de saber cómo responder, y hacer un esfuerzo para controlar la ira y expresar nuestros sentimientos de una manera sana que honre a Dios. La Biblia dice que la paciencia y el dominio propio son los frutos del Espíritu Santo (Gálatas 5:22,23), los cuales es importante que cultivemos en nuestra vida cotidiana y comunicaciones con otras personas, como ejemplifica esta historia que contó Billy Graham:

Hace muchos años, un clérigo de una parroquia que se encontraba en una zona pobre de Londres se compadeció de los obreros portuarios. El trabajo de ellos era duro, ingrato y mal pagado. El clérigo pensó que si iba a llevarles el evangelio de Cristo, debía convertirse en uno de ellos. Día tras día el clérigo se vestía como un estibador, se ponía en la fila a esperar trabajo, sin decir quién era en realidad. Por fin, un día de invierno lo contrataron para descargar un carguero trasladando mercancía en carretilla desde el barco hasta el muelle, pasando a través de un tablón estrecho. En uno de los viajes, sintió que el tablón se movía fuertemente, perdió el equilibrio y cayó en el río helado. Se oyeron risas. Entonces el clérigo se dio cuenta de que uno de los estibadores había sacudido a propósito el tablón para hacer que cayera.

Su primer impulso fue reaccionar con ira (porque a menudo había luchado con su mal genio), pero casi al instante sintió el poder del Espíritu Santo que vencía su enojo y le daba paz. Sonrió y luego se rió como los otros estibadores; y para su sorpresa, el culpable dejó a un lado su carga y lo ayudó a salir de la suciedad. El torturador, que se había convertido en salvador, sorprendido por la tranquila reacción del clérigo, empezó a hablar con él. Más adelante, aquel estibador reveló con vergüenza que había sido un médico muy respetado, pero que el alcohol le había robado su profesión y su familia. El clérigo lo llevó a Cristo, y con el tiempo el hombre se reunió con su familia y recuperó su puesto. Pero lo importante es que esto no habría sucedido si el Espíritu de Dios no hubiera conquistado el mal genio del clérigo, y no lo hubiera reemplazado con la dulzura y el amor de Cristo. El Espíritu Santo tuvo una influencia decisiva.  Billy Graham (The Journey)

La Biblia también asocia la ira con una falta de sabiduría: «El necio no esconde su enojo; el sabio sabe controlarse» (Proverbios 29:11). «El que tarda en airarse tiene mucho entendimiento, pero el de espíritu apresurado hace resaltar la insensatez» (Proverbios 14:29). Es prudente no dar voz a la ira cuando estás alterado, sino esperar hasta después de haberte calmado. La ira es causa de errores, hace daño a las personas a las que queremos y acaba con las amistades, mientras que la sabiduría emplea el dominio propio. «El buen juicio hace al hombre paciente; su gloria es pasar por alto la ofensa» (Proverbios 19:11).

Muchos han comprobado que canalizar por otro lado la energía acumulada que ha generado la ira contribuye a superarla, por ejemplo, haciendo ejercicio, trabajando en el jardín, dando un paseo, lavando el auto, organizando la cocina, etc. Eso contribuye a reorientar la atención y apartar la mente de lo que nos enojó en un principio, dándonos así tiempo para calmarnos, pensar y orar en busca de una solución al problema, y encontrar formas constructivas de enfrentarlo.

Algunas personas tratan de no pensar en que están enojados. La ira acumulada que no se manifiesta puede ser mala para la salud y se ha demostrado clínicamente que produce toda clase de trastornos que van desde las úlceras a la ansiedad y la depresión nerviosa. También puede conducir al resentimiento, lo que puede afectar nuestra salud espiritual y relación con el Señor. Por esa razón, el apóstol Pablo nos enseñó: «Nada de acritud, rencor, ira, voces destempladas, injurias o cualquier otra suerte de maldad». En vez de eso, debemos ser amables y perdonar a otros tal como Dios nos ha perdonado por medio de Cristo (Efesios 4:31,32).

Así que si notan que están enojándose con alguien, «no pequen al dejar que el enojo los controle. No permitan que el sol se ponga mientras siguen enojados» (Efesios 4:26). Confiesen lo que sienten antes de que esas emociones los controlen y pidan al Señor que les dé Su sabiduría y Su ayuda para reemplazar esas emociones con paciencia, amabilidad, bondad, dulzura y dominio propio (Gálatas 5:22,23).

Apréndete de memoria versículos que hablen de la paciencia, la fe, y de poner nuestra confianza en Dios, y de cómo debemos comportarnos los cristianos unos con otros. Proverbios 16:32 dice: «Mejor es el lento para la ira que el poderoso, y el que domina su espíritu que el que toma una ciudad». Pídele a Dios que te ayude. Él ha prometido ser nuestro refugio y fortaleza, nuestro auxilio en las tribulaciones, ¡y Él nunca falla! (Salmo 46:1)

Por supuesto, hay ocasiones en que nos alteramos justificadamente con alguien, como por ejemplo cuando nos hace daño a propósito o se lo hace a otros. Para casos así, Jesús dijo: «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo» (Lucas 17:3,4). Según el diccionario, «reprender» significa «corregir, amonestar». Incluso en el caso de que resulte en una relación rota, de todos modos somos llamados a perdonar, como es evidente en la respuesta de Jesús a Peter cuando le preguntó: «Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿cuántas veces debo perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» Jesús le dijo: «No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mateo 18:21,22).

Así pues, recuerden que como seguidores de Cristo, el Señor los perdonó y así deben perdonar a otros, y si perdonan a otros sus ofensas, también su Padre celestial les perdonará a ustedes sus pecados (Mateo 6:14,15). «Todo cuanto quieran que los hombres les hagan, así también hagan ustedes con ellos, porque esta es la ley y los profetas» (Mateo 7:12). Y «ama a tu prójimo como a ti mismo» porque esta es la regla de oro de Dios (Mateo 22:39,40). «No deban a nadie nada salvo el amarse unos a otros, porque el que ama al prójimo ha cumplido la ley» (Romanos 13:8).

Que Dios nos ayude a ser amorosos, amables, ¡y a perdonar, como Cristo nos amó y nos perdonó!

Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en julio de 2024.

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