agosto 24, 2023
Para los que conocemos y amamos a Jesús, se puede decir que la vida, con todas sus experiencias, es una escuela preparatoria. El profesor es el Señor, y nos quiere enseñar a cada uno sobre Él, Su amor, la salvación y cómo servirle, así como ayudarnos a crecer en fe y en Su Palabra y a ser transformados a Su semejanza (2 Corintios 3:18).
Dios sabe muy bien que ninguno de nosotros lograremos jamás hacer Su voluntad fielmente con nuestras propias fuerzas. Es más, Jesús dijo: «Sin Mí, nada puedes hacer» (Juan 15:5). Pero por otra parte, la Biblia también dice que «todo lo podemos en Cristo» (Filipenses 4:13). Si entregamos al Señor nuestro corazón y vida, y estamos dispuestos a convertirnos en lo que Dios quiera que lleguemos a ser —no lo que somos, sino lo que Dios desee que lleguemos a ser—, ¡entonces puede servirse de nosotros para Su gloria!
Como es natural, poner primero al Señor en nuestra vida y someternos a Él no es algo que aprendamos de un día para otro. Se aprende a base de tiempo, de quebrantamientos, de enseñanzas y experiencias que hacen que nos acerquemos a Él.
Es casi interminable la lista de todas las personas de la Biblia a las que Dios tuvo que humillar antes de poderse valer de ellas, de todos los líderes a los que Dios tuvo que derribar y dejar por los suelos para que luego Dios pudiera servirse de ellos; de lo contrario, habrían podido atribuirse el mérito a sí mismos en vez de darle la gloria a Dios.
Por ejemplo, pensemos en la vida de José. Jacob tuvo 12 hijos, de los cuales José era su preferido. Al final sus hermanos mayores sintieron tanta envidia de él que casi lo mataron, ¡lo echaron en una cisterna y luego lo vendieron como esclavo! Pero el Señor se valió precisamente de eso para humillarlo y prepararlo para llevar a cabo el propósito que Dios tenía para él. José tuvo que pasar por la experiencia de ser esclavo y reo y ser condenado como un criminal para que Dios pudiera luego exaltarlo y hacer de él un salvador de Su pueblo durante una época de hambruna (Génesis 37–41).
Otro ejemplo es el de Moisés. Durante 40 años recibió preparación en la corte del faraón, y llegó a ser el hombre más poderoso después de Faraón en el antiguo Egipto, que era el gran imperio mundial de la época. Dice la Biblia que fue «enseñado en toda la sabiduría de los egipcios» (Hechos 7:22), pero Dios todavía no podía valerse de él para conducir a Su pueblo a la libertad, porque estaba lleno de la sabiduría de este mundo, pero no de la sabiduría de Dios. Primero Moisés tenía que ser quebrantado. Dios permitió que se convirtiera en un fugitivo de Faraón, y tuvo que pasar 40 años en el desierto cuidando ovejas, hasta que estuvo suficientemente humillado para que Dios pudiera valerse de él, ¡y realizar la gran misión para la que lo había creado! (Véase Éxodo 2,3.)
Y pensemos en el rey David, el más grande que tuvo Israel. Cuando se enamoró de Betsabé, hizo adrede que mataran a Urías, su esposo, en acto de servicio, y luego trató de encubrir todo su crimen con mentiras. Dios tuvo que desenmascararlo, humillarlo y castigarlo severamente. Después de eso, Absalón, su propio hijo, lo traicionó y le arrebató el trono (V. 2 Samuel 11, 12 y 15).
Pero, ¿crees que la caída de David fue verdaderamente una caída hacia abajo, o una caída hacia arriba? Con Dios, a veces para subir hay que bajar; ¡de hecho, con frecuencia es así! David fue humillado y el reino entero fue humillado, y a todos les sirvió para acordarse de que su grandeza dependía exclusivamente del Señor. De las desgracias y reveses que sufrió David en su vida —como cuando se aprieta y retuerce un panal— brotó la dulce miel de los salmos, y la fragancia de sus alabanzas al Señor por Su misericordia.
Elías, el profeta valeroso e intrépido, fue capaz de hacer bajar fuego del cielo para confundir a los profetas falsos de Baal y mostrar el poder de Dios (1 Reyes 18). Pero después, le entró pánico y huyó a causa de una mujer, ¡la malvada reina Jezabel! Se ocultó en el desierto, y estaba tan desanimado que deseaba morirse. Pero en aquel momento de desesperación, aquel profeta de fuego y truenos se convirtió en un hombre manso y aprendió a escuchar la voz apacible y delicada de Dios (1 Reyes 19:11,12). Y de esa manera llegó a ser un instrumento mucho mejor y más humilde en manos del Señor, un profeta que regresó audazmente para hacerle frente no solo a la reina, sino también al rey y a todos sus soldados.
El apóstol Pedro es otro ejemplo de que Dios nos moldea quebrantándonos. Le juró a Jesús: «Aunque todos los demás te abandonen, dispuesto estoy yo a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Lucas 22:33). Pero al cabo de pocas horas, cuando Jesús fue capturado por los guardias del templo y llevado a la fuerza al tribunal religioso de los judíos, ciertas personas que había fuera del edificio reconocieron a Pedro y dijeron que era uno de los seguidores de Jesús. Pedro negó vehementemente que le conociera siquiera, maldiciendo y jurando que no tenía ni idea de a qué se referían (Marcos 14:66–71).
La tercera vez que negó a Jesús, éste, que estaba siendo conducido por sus captores a otra dependencia del edificio, se dio la vuelta y miró fijamente a Pedro, el cual recordó de pronto que había jurado que nunca lo negaría. Cuenta la Biblia que Pedro entonces, «saliendo fuera, lloró amargamente» (Lucas 22:62). ¿Fue ese el fin de Pedro en su servicio al Señor? ¡No! Poco después de esta humillación, de esta derrota y gran fracaso, el Señor llamó a Pedro para que se pusiera al frente de la iglesia primitiva.
Y veamos el caso del apóstol Pablo. Era un judío, un fariseo entusiasta que había decidido encargarse personalmente de acabar con la secta de los seguidores de Jesús de Nazaret, que se estaban multiplicando a gran velocidad. Un día que iba cabalgando hacia Damasco, donde tenía la intención de capturar, encarcelar y ejecutar a cuantos cristianos encontrara, ¡Dios tuvo ni más ni menos que derribarlo de su caballo y cegarlo con la luz resplandeciente de Su presencia! Temblando, impotente y ciego, tuvo que ser llevado de la mano a la ciudad, ¡donde estuvo tres días enteros sin poder comer ni beber a causa del susto! Luego un discípulo del Señor fue y le dio el mensaje de Dios y oró por sus ojos, y Saulo se transformó y se convirtió en el gran apóstol Pablo. Pero antes de poder valerse de él, Dios tuvo que humillarlo, quebrantarlo y convertirlo en un nuevo hombre. (V. Hechos 9.)
Así, aunque no siempre entiendas por qué tienes pruebas, dificultades, pesares y quebrantos, recuerda que Dios sabe lo que hace. Él conoce todos los objetivos que persigue con cada prueba, dificultad o aflicción que enfrentamos. Él promete que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a Su propósito son llamados» (Romanos 8:28). Como hijo del Señor que eres, Él no permitirá que te pase nada que de algún modo no sea para tu bien. Claro que muchas veces pensamos que nos pasan muchas cosas que no nos parecen nada buenas. Pero tarde o temprano —ya sea en esta o en la otra vida— comprobarás que sí fueron buenas para ti.
Verás que Dios consigue algunas de Sus mayores victorias de lo que parecen derrotas... victorias de sumisión, quebrantamiento, humildad y mayor dependencia del Señor, lo cual es imprescindible que aprendamos para llegar a ser lo que Dios quiere que seamos. Así que anímate al considerar esos ejemplos de la Biblia y no te desalientes cuando parezca que las cosas van mal y te lleves desilusiones.
Todos los que le han sido muy útiles al Señor, primero tuvieron que pasar quebrantamientos y humillaciones para que perdieran toda confianza en sí mismos. De otro modo, habrían estado tan seguros de sí mismos, de su sabiduría y de sus talentos naturales, que de haberse servido Dios de ellos, habrían sentido la tentación de atribuirse la gloria a sí mismos. Por eso Él prefiere valerse de lo débil y lo necio, «a fin de que en Su presencia nadie pueda jactarse» (1 Corintios 1:25–29).
Dios no siempre ve las cosas como nosotros, pues Sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni Sus caminos nuestros caminos (Isaías 55:8,9). Él no nos juzga ni nos recompensa según nuestro éxito o fracaso, sino según nuestra fidelidad. Un día, cuando estemos en el Cielo, dirá a los que le fueron fieles: «¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel!» (Mateo 25:21). No dirá: «siervo fracasado», ni «siervo exitoso», sino «siervo fiel».
¡Así que ante todo, sé fiel a Jesús! Y recuerda que lo que parecen derrotas pueden volverse victorias para el Señor si te humillas y aprendes lo que Él trata de enseñarte; eso fue lo que les pasó a estos hombres de la Biblia. «Estas cosas les sucedieron como ejemplo, y fueron escritas como enseñanza para nosotros, para quienes ha llegado el fin de los siglos» (1 Corintios 10:11).
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en agosto de 2023.
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