julio 6, 2023
En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos. Hechos 4:12
Así concluye Pedro su espléndido homenaje a Cristo ante la muchedumbre maravillada por el cojo que Jesús acababa de curar en las puertas del templo. Aquello debió de haber dado mucho que pensar al sanedrín tras descubrir que no se podía sofocar esa nueva religión simplemente ordenándoles a los apóstoles que no predicaran en Su nombre. Fue un testigo ocular el que proclamó aquella gran verdad: Pedro conocía a Jesús y había sido testigo de las manifestaciones de Su poder.
Sabía de qué hablaba; su conocimiento era de primera fuente; había sido compañero de Jesús, amigo Suyo durante sus andanzas. Había escuchado Sus enseñanzas en calidad de discípulo; tenía comunión con Él en oración, alabanza y conversación. Otros reconocían en él que había estado con Jesús. No había seguido fábulas artificiosas. Hablaba movido por el Espíritu Santo. Lo que decía debía acogerse con toda confianza, reclamar nuestra máxima atención.
Es legítimo preguntar: «¿Qué tipo de salvación?» La salvación era un término que le era familiar al pueblo de Israel. Por lo general quería decir la liberación de Israel de manos sus enemigos y comúnmente se refería a la salvación nacional. En cambio, el término empleado en este texto alude a que los hombre se salven de la ruina moral, del pecado, de los temores de la muerte, de las maquinaciones de Satanás y de los terrores del juicio. Abarca el reajuste de las relaciones del hombre con Dios y la restitución del hombre al sitio que le corresponde dentro de la economía divina, de tal manera que su voluntad armonice con la voluntad de Dios, su conciencia esté atenta a todo llamado del deber y su corazón reciba y ame a Jesús como el Salvador de la humanidad.
La idea de ser salvado sugiere una situación de extremo peligro. Cuando la palabra se usa en nuestro idioma pensamos en el bombero que hace un esfuerzo desesperado por rescatar a un ser humano de las llamas abrasadoras; o del marino batallando con las olas para recobrar a una pobre alma y evitar que se ahogue; o del médico a la cabecera de la cama del paciente moribundo enfrascado en una valiente lucha por salvarle la vida, y con inmensa alegría recibimos la grata noticia de que la crisis ha pasado.
El texto declara que la salvación es «en el nombre» del Señor Jesucristo y en ningún otro. Un nombre representa a una persona o cosa. Revela lo que es una persona o cosa.
Es mucho lo que entraña un nombre. Los destinos de las naciones se han decidido por el significado de un nombre. Ejércitos se han inspirado en un nombre. Si el nombre representa a una persona incluye los derechos, privilegios, rasgos de carácter y logros que atañen a esa persona, sean cuales sean.
Cuando oímos el nombre Moisés, pensamos en el legislador de Israel; «David» nos evoca al rey y el salmista de Israel; «Pablo», al gran apóstol a los gentiles; «Lutero», al gran reformador; «Wesley», al fundador del metodismo; «Gladstone», al gran estadista de Inglaterra, y el nombre de Jesucristo, a la salvación, salvación exclusivamente en Su nombre.
No tenemos acceso alguno a Dios por motivo de nuestro propio nombre; Él más bien nos admite a Su trono de gracia por intermedio del nombre de Su amado Hijo. El nombre «Jesús» está cargado de profunda significación y preñado de sentido.
Es un nombre trascendente. «Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre» (Filipenses 2:9). Toda criatura inteligente tiene un nombre por el cual se la distingue. Los ángeles poseen sus nombres: Miguel, Gabriel, Uriel. El nombre de uno quizá brille con mayor esplendor y gloria que otros. Pero el nombre «Jesús» destaca por sobre todo nombre. Descuella sobre los nombres de personas, espíritus y ángeles.
Ningún nombre en la Tierra levanta y estremece, reconforta y bendice como el nombre «Jesús». Es el nombre independientemente perfecto; el apelativo trascendente. No tiene igual en el universo. Es el nombre que sobresale frente a toda jerarquía de la creación.
No importa cómo lo llames, sea Hijo de Dios, Salvador, Redentor, Creador, Rey, Estrella de la Mañana, Sol de Justicia o Mi Señor y Mi Dios; es un nombre que trasciende y destaca sobre todos los demás en los corazones de Su pueblo. Es un nombre precioso. Es el elegido de Dios, escogido y precioso.
Los ángeles anunciaron que se llamaría Jesús, porque salvaría a la gente de sus pecados. Dios le puso ese nombre. La Escritura declara que para todos los que creen Él es precioso. Su nombre es precioso porque nos salva del pecado. Su carácter es precioso: humano para simpatizar y divino para ayudar. Es precioso como maestro: Sus palabras han arrojado luz sobre nuestra alma entenebrecida y traído esperanza a nuestro corazón abatido. Su sangre es preciosa porque nos limpia del pecado. Es precioso en Sus promesas, que nos han sostenido en los conflictos de la vida. «Estoy contigo, no desmayes. Te guiaré, hasta el mismo fin.»
Es un nombre consolador. Se lo llama Dios de toda consolación. Simeón se refirió a Él como la consolación de Israel. Pablo declara que por medio de la gracia hay consolación en Él y que nuestra consolación abunda también por Él. Ante de partir de este mundo, Cristo prometió enviarnos el Consolador, y cuando este vino nos trajo tiempos de refrigerio de la presencia del Señor.
Ningún otro nombre entre los hombres ofrece tanto consuelo al alma desconsolada. Jesús está a la cabecera de la cama de quien languidece; al costado de la camilla del paciente que sufre; junto a la tumba que devora, y dice: «Mírame; soy el Dios de toda consolación». Puede que el mundo ofrezca su humana compasión, su dinero, sus placeres y sus honores; pero el nombre «Jesús» brinda consuelo cuando todo lo demás ha fallado.
Es un nombre conquistador. Se nos dice: «Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2:10,11).
Vive en nuestras canciones de salvación; vive en nuestra magnífica arquitectura; vive en las historias del mundo; vive en la iglesia de Cristo. Vive en el corazón de millones y millones de Sus discípulos; vive en calidad de mediador entre Dios y el hombre, como la esperanza de gloria; vive como la contraseña del Cielo. Con razón que Pablo declarara que somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó (Romanos 8:37), y que Juan manifestara que vencemos a este mundo y que nuestra fe en Él nos otorga la victoria (1 Juan 5:4).
«Cristo puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios» (Hebreos 7:25). Cristo nos ha comisionado para que «[vayamos] por todo el mundo y [prediquemos] el evangelio a toda criatura. El que cree y es bautizado será salvo» (Marcos 16:15,16). Se la califica de gran salvación, más grande que las operaciones comerciales; más grande que la curación y la ilustración. Lo que le otorga esa grandeza es su autor, y sus efectos y bendiciones. Expresa el deseo supremo del alma, el de salvarse.
Esta salvación es exclusiva en el nombre de Jesús. No hay sustituto posible. Se han hecho esfuerzos por sustituirla por otros nombres e instituciones, y en esta supuesta sustitución percibimos uno de los mayores peligros de nuestra época. Estos edificadores del templo humano pretenden desechar la piedra angular de nuestra salvación. Aspiran a sustituirla por principios y ejemplos morales, ciencia, filosofía, crítica racionalista y teorías socialistas, argumentos sofísticos y filantropía pretenciosa; no obstante, todas esas influencias y mecanismos, por muy convincentes que sean, están condicionados por el horizonte del tiempo y no tienen ningún efecto en el más allá.
La salvación del alma se halla en un solo nombre. Cristo es el Camino, la Vida y la Verdad; nadie viene al Padre sino por Él (Juan 14:6). Él es el único y singular fundamento, la única esperanza de gloria (Colosenses 1:27).
Ningún otro nombre, ningún otro nombre,
resuena por los pasajes del tiempo,
ningún otro, ningún otro nombre,
con tan melodioso acento.
Más clara en su nota, más puro en su tono,
a todo oído alcanza su fama.
Ay, qué dulce la música. ¡Escucha de nuevo!
¿La oyes? El evangelio te llama.
Ningún otro nombre, ningún otro nombre,
en los miles de años transcurridos.
No hay ningún otro, ningún otro nombre
que retiña cual campana en tus oídos.
Vibre con tristeza o vibre con júbilo,
tú eliges el tono en que suena.
Oh, haz de él un canto de alegría.
Descansa en la paz: todo va de enhorabuena.
Ningún otro nombre, ningún otro nombre
en todas partes se hace manifiesto.
Ningún otro, ningún otro nombre,
Su amor así lo ha dispuesto.
Para que conozcas vida por la eternidad
murió en la cruz, sufrió el oprobio.
¿Cómo puedes tardar, si te está llamando!
No hay otro nombre, ¿acaso no es obvio?
Nina V. Brandt
John Lincoln Brandt (1860–1946) fue el padre de Virginia Brandt Berg. Texto tomado de Soul Saving Revival Sermons. Leído por Gabriel García Valdivieso.
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